Capítulo 18
Helen Lardahl Bentley había dormido profundamente. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había pasado, pero recordaba que estaba sentada en la silla cuando le dio el ataque de jaqueca. Ahora estaba tumbada de costado, en el suelo. Los músculos le escocían y le dolían. Al intentar incorporarse, se dio cuenta de que tenía el brazo y el hombro derecho amoratados. Un fuerte chichón sobre la sien le dificultaba abrir el ojo.
Debería de haberse despertado de la caída. Tal vez el choque con el suelo la hubiera dejado inconsciente. Debía de llevar así mucho tiempo. No conseguía levantarse. El cuerpo no la obedecía. Tenía que acordarse de respirar.
Sus pensamientos vagaban. Era imposible agarrarse a nada. Por destellos veía a su hija -de bebé, de niña, de adolescente rubia, la más guapa de todas- y luego desaparecía. Billie era absorbida por la luz de la pared, como en un hoyo rojo oscuro; Helen Bentley pensaba en el entierro de su abuela paterna y en la rosa que había dejado sobre el ataúd; era roja y estaba muerta, y la luz le cortaba los ojos.
Respira. Dentro. Fuera.
La habitación estaba demasiado tranquila. Anormalmente silenciosa. Intentó gritar, pero todo lo que consiguió emitir fue un débil gemido que desapareció como en una gruesa almohada. Las paredes no devolvían la resonancia.
Tenía que respirar, tenía que respirar bien.
El tiempo daba vueltas sobre sí mismo. Le parecía ver números y relojes por toda la habitación y cerró los ojos al chaparrón de manecillas con forma de flecha.
– Quiero levantarme -gritó con voz ronca, y consiguió, por fin, incorporarse.
La pata de la silla se le clavó en la espalda.
– I do solemnly swear… -dijo, cruzando la pierna derecha sobre la izquierda- that I will faithfully execute…
Se dio la vuelta. Tuvo la sensación de que los músculos de sus piernas estuvieran a punto de reventar cuando al fin consiguió ponerse de rodillas. Apoyó la cabeza contra la pared y apreció vagamente que era blanda. Se ayudó con el hombro y, con un último esfuerzo, consiguió levantarse por completo.
– … the office of President of the United States.
Tuvo que dar un paso a un lado para no caer. Las tiras de plástico se adentraban cada vez más en la piel de sus muñecas. De pronto sentía la cabeza ligera, como si el cráneo hubiera sido vaciado de todo lo que no fuera el eco de los latidos de su propio corazón. Como se encontraba a pocos centímetros de la pared, se quedó de pie.
Había una sola puerta en la habitación y estaba en la pared opuesta. Tenía que cruzar el cuarto.
Warren la había traicionado.
Tenía que averiguar por qué, pero tenía la cabeza vacía: era imposible pensar y tenía que moverse por el suelo. La puerta estaba cerrada, de pronto lo recordaba, ya lo había comprobado antes. Las mullidas paredes se tragaban el poco ruido que conseguía hacer, y era imposible abrir la puerta. Aun así, era lo único que tenía, porque detrás de las puertas siempre existe la posibilidad de otra cosa, de otra persona, y tenía que conseguir salir de aquella caja insonora que estaba a punto de quitarle la vida.
Con cuidado, colocó un pie delante del otro y empezó a caminar por el suelo oscuro que parecía moverse.
Capítulo 19
Yngvar Stubø estaba empezando a comprender por qué a Warren Scifford se le conocía como «The Chief».
No recordaba gran cosa al indio Jerónimo. Ciertamente tenía los pómulos altos, pero los ojos hundidos, la nariz estrecha y una barba tan tupida que ya había empezado a marcar una fuerte sombra grisácea. Aquella misma mañana el hombre estaba recién afeitado. El pelo gris caía en suaves rizos, un poco demasiado largos sobre la frente.
– No -dijo Warren Scifford deteniéndose ante la puerta de la suite presidencial del hotel Opera-. No sé quién es el hombre de la cinta de la cámara de vigilancia.
La cara era impasible y la mirada directa, sin revelar nada en absoluto. No había rastro de indignación en el rostro por la pregunta, ninguna sorpresa auténtica o fingida sobre la descarada insinuación de Yngvar.
– Dio la impresión de que sí -insistió Yngvar, manoseando la llave-. Desde luego que dio la impresión de que lo conocías.
– Entonces es que te produje una impresión falsa -dijo Warren sin pestañear-. ¿Entramos?
El cúmulo de sentimientos que había sufrido en el gimnasio no había tenido mucho del indio, pero era evidente que ya se había sobrepuesto. Entró en la suite con las manos en los bolsillos y se colocó en medio de la habitación, donde permaneció un buen rato.
– Suponemos que la sacaron metida en la cesta de la ropa sucia -recapituló, daba la impresión de que hablaba para sí mismo-. Lo que significa que la habían escondido en algún sitio cuando entraron los dos agentes, a las siete pasadas.
– O que se había escondido -dijo Yngvar.
– ¿Cómo?
Warren se giró hacia él y sonrió sorprendido.
– Podían haberla escondido -dijo Yngvar-. Pero también puede que se hubiera escondido. Lo uno es algo más pasivo que lo otro.
Warren se acercó lentamente a la ventana y se quedó allí dándole la espalda a Yngvar. Reclinó el hombro con indiferencia contra el marco, como si estuviera comprobando las vistas sobre el fiordo de Oslo.
– Así que piensas que ella misma podía estar implicada -dijo de pronto sin darse la vuelta-. Que la presidenta de Estados Unidos podría haber participado en su propia desaparición en un país extranjero. Muy bien.
– Eso no es lo que he dicho-intervino Yngvar-. Sólo insinúo que hay muchas explicaciones posibles, que en una investigación como ésta hay que mantener todas las posibilidades abiertas.
– Eso queda descartado -respondió Warren con calma-. Helen nunca pondría a su país en una situación así. Jamás.
– Helen -repitió Yngvar sorprendido-. ¿La conoces así de bien?
– Sí.
Yngvar esperaba una explicación más detallada, pero no la obtuvo. Warren se puso a dar vueltas por la gran suite, caminaba despacio y con las manos en los bolsillos. Era difícil determinar lo que estaba buscando realmente, pero su mirada corría por todas partes.
El noruego miró su reloj a hurtadillas. Eran las seis menos veinte. Quería irse a casa. Quería llamar a Inger Johanne y averiguar de qué iba en realidad aquella excursión suya y por supuesto, dónde estaba. Si conseguía irse pronto, aún cabía la posibilidad de que tanto ella como Ragnhild volvieran a casa antes de la noche.
– Así que podemos suponer que los agentes sólo revisaron la habitación muy por encima antes de salir corriendo -dijo Yngvar intentando que el estadounidense se comunicara un poco más-, con lo cual hay muchos escondites posibles. Los armarios de allí, por ejemplo. ¿Habéis interrogado a los hombres, por cierto? ¿Les habéis preguntado lo que hicieron aquí dentro?
Warren se detuvo ante las puertas dobles de roble claro. No las abrió.
– De verdad que la decoración de esta habitación es preciosa -dijo-. Me encanta el uso escandinavo de la madera. Y las vistas… -extendió la mano derecha y volvió hacia la ventana- son magníficas. A excepción de la obra de allí abajo. ¿Qué va a ser?
– Una ópera -dijo Yngvar dando unos pasos hacia él-. De ahí viene el nombre del hotel. Pero escucha, Warren, este secretismo tuyo no le conviene a nadie. Entiendo que este caso puede tener consecuencias para Estados Unidos que nosotros ni comprendemos ni podemos comprender. Pero…
– Os contamos todo lo que necesitáis saber. Puedes estar tranquilo.
– Cut the crap -le espetó Yngvar.
Warren se giró de repente. Se forzó a sonreír, como si la explosión de Yngvar lo divirtiera.
– No nos infravalores -dijo Yngvar, el inusual enfado le sonrojaba las mejillas-. Es una estupidez por tu parte. No me infravalores a mí. Deberías ser más listo.