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Warren se encogió de hombros y abrió la boca para decir algo.

– Conocías al hombre de la cinta -gruñó Yngvar-. A ninguno de los que estábamos allí nos cabe la menor duda. Y no hace falta llevar treinta años en la Policía para entender que el tipo tiene que haber pasado toda la noche dentro de la habitación. Lo que estás buscando no es el escondite de la presidenta.

»Ella podría haber estado escondida en cualquier sitio. Debajo de la cama, dentro del armario. -Yngvar señaló por la habitación-. En realidad podría haberse escondido detrás de las cortinas, si tenemos en cuenta lo mal… -se le escapó algo de saliva que alcanzó a Warren en la cara. Este no hizo un solo gesto e Yngvar dio otro paso hacia él mientras tomaba aire antes de proseguir-, lo increíblemente mal que trabajaron vuestros superagentes en la escena del crimen. ¡La señora podría haber estado colgada de la lámpara del techo sin que ellos la descubrieran!

– Se asustaron -dijo Warren.

– ¿Quiénes?

– Los agentes. Como es obvio no lo dicen, pero eso fue lo que les pasó. Las personas asustadas trabajan mal.

– ¿Se asustaron? ¿Se asustaron? ¿Me estás diciendo que los mejores agentes de seguridad del mundo…? ¡Que tus chicos gurkha se asustaron!

Por fin Warren retrocedió un poco. Su expresión de indiferencia tuvo que dejar paso a algo que parecía incredulidad. Yngvar lo interpretó como arrogancia.

– No pareces tú mismo -dijo el norteamericano.

– Tú no me conoces.

– Conozco tu fama. ¿Por qué crees que pedí que fueras precisamente tú mi liaison?

– Te puedo asegurar que me lo he preguntado muy en serio -dijo Yngvar, ya más tranquilo.

– Los gurkhas son soldados. El Secret Service no es un ejército.

– Whatever -murmuró Yngvar.

– Pero tienes razón. Quiero averiguar dónde se escondió el hombre del traje.

– ¡Pues vamos a buscar el sitio de una vez!

Warren se encogió de hombros y señaló la habitación contigua. Yngvar asintió y se dirigió hacía la puerta abierta. Por un momento se detuvo, esperando a que Warren lo siguiera, pero el norteamericano se había detenido en medio de la habitación. Miraba fijamente un punto del techo.

– Han revisado el sistema de ventilación -dijo Yngvar con impaciencia-. Una rejilla metálica situada dos metros más allá en el tubo impide el paso. No ha sido manipulada.

– Pero esta rejilla de aquí -dijo Warren, la voz se le había agudizado por lo mucho que estaba echando hacia atrás la cabeza-. Las cabezas de los tornillos tienen unas marcas. ¿Lo ves?

– Por supuesto que hay marcas -dijo Yngvar, que se quedó de pie en el vano de la puerta que daba al despacho de la suite-. La ha desmontado la Policía para comprobar si el sistema de tubos podía ser una vía de escape.

– Pero ahora sabemos más -dijo Warren agarrando un sillón-. Ahora no estamos buscando una vía de escape, sino un escondite, ¿no es verdad?

Se encaramó a la silla, colocó con cuidado una pierna sobre cada uno de los anchos reposabrazos y se sacó una navaja multiusos del bolsillo de la chaqueta.

– ¿El Secret Service no utiliza perros? -preguntó Yngvar.

– Sí.

Warren había sacado un pequeño destornillador de la navaja roja.

– ¿Y los perros no hubieran reaccionado ante el olor de una persona en el techo?

– La Madame Président es alérgica -jadeó Warren; desatornilló uno de los cuatro tornillos que mantenían la rejilla metálica sujeta al techo-. El Secret Service utiliza los perros bastante tiempo antes de que llegue ella. Así luego se puede pasar la aspiradora. Ayúdame, por favor.

Soltó el último tornillo de la rejilla metálica. Era cuadrada y tenía algo menos de medio metro de anchura, casi se le escapa cuando se desprendió de pronto.

– Toma -dijo tendiéndosela a Yngvar-. Asumo que ya han tomado muestras de las huellas dactilares y esas cosas.

Yngvar asintió con la cabeza. Warren bajó de un salto, con notable elegancia.

– Necesito subirme en algo más alto que esto -dijo, y miró a su alrededor-. Preferiría no tocar nada allí arriba.

– Mira esto -dijo Yngvar en voz baja, alzó la rejilla y entornó los ojos-. Mira esto, Warren.

El norteamericano se agachó hacia él, sus cabezas se rozaban levemente y Warren miró por encima de las gafas.

– ¿Pegamento? ¿Cinta adhesiva?

Volvió a meter el destornillador en la navaja multiusos y sacó un punzón. Con delicadeza comprobó la masa casi transparente y pegajosa; no podía tener más de un milímetro de grosor y tal vez medio centímetro de largo.

– Ten cuidado -le advirtió Yngvar-. Voy a mandarlo a que lo analicen.

– Pegamento -repitió Warren enderezándose las gafas-. ¿Quizá los restos de una cinta adhesiva de doble cara?

Yngvar miró sin querer al techo, donde un borde de metal esmaltado rodeaba al hueco. La iluminación de la habitación impedía ver los detalles dentro del agujero. Sólo el reflejo de una lámpara de mesa informaba de que el tubo de ventilación estaba hecho de aluminio mate. Pero dos diminutas manchas en el marco blanco le interesaron más que el hueco interior.

– Está claro que necesitamos algo a lo que subirnos -dijo Warren dirigiéndose a la habitación contigua-. Tal vez podamos…

El resto desapareció en un murmullo.

– Voy a llamar a la gente -dijo Yngvar-. Esto es responsabilidad de la Policía de Oslo y…

Warren no contestó.

Yngvar lo siguió a la otra habitación. Un gran escritorio estaba colocado en medio de la habitación. La superficie estaba desnuda, aparte de un hermoso ramo de flores y de una carpeta de cuero que Yngvar supuso que contendría papel de escribir. Ante las puertas de cristal había una cama turca con bellos cojines de seda en tonos rosados y rojos. Iban a juego con las cortinas y con la pared del fondo, cubierta con un papel de inspiración japonesa.

En la pared opuesta, detrás de un conjunto de sillones, había una robusta estantería de madera maciza. Podía tener metro y medio de alto. El norteamericano probó a moverla.

– Está suelta -dijo, y sacó una decena de libros y una fuente de cristal-. Ayúdame un poco.

– Este no es nuestro trabajo -dijo Yngvar, y sacó su teléfono móvil.

– Ayúdame -dijo Warren-. Sólo quiero mirar, no tocar.

– No. Voy a llamarlos para que vengan.

– Yngvar -dijo Warren, desanimado; extendió los brazos-. Tú mismo lo has dicho. Han revisado esta suite de cabo a rabo y han asegurado todas las pistas. A pesar de eso se les ha…, a alguien se le ha escapado un detalle. Los dos somos policías con experiencia. No vamos a estropear nada. Sólo quiero echar un vistazo. ¿De acuerdo? Luego puede venir tu gente a hacer lo suyo.

– No son mi gente -murmuró Yngvar.

Warren sonrió y empezó a tirar de la estantería. Yngvar vaciló aún un momento y luego agarró, reacio, del otro extremo. Entre los dos consiguieron trasladar la estantería a la habitación principal y la colocaron justo debajo del agujero abierto.

– ¿La sujetas?

Yngvar asintió. Warren probó a apoyar el pie en el primer estante. Lo aguantó bien y, con la mano derecha apoyada sobre el hombro de Yngvar, subió hasta la cima. Tuvo que agachar la cabeza para estudiar las dos pequeñas manchas.

– Esto también es pegamento -murmuró sin tocar-. Parece la misma sustancia que la de la rejilla.

Introdujo la cabeza por el hueco.

– Hay sitio suficiente -constató, su voz sonaba hueca y grumosa por la resonancia de las paredes de metal-. Es perfectamente posible…

El resto fue indescifrable.

– ¿Qué has dicho?

Warren sacó la cabeza del agujero del techo.

– Como creía -dijo-. Es lo bastante grande para un hombre adulto. Y estos amigos tuyos…

Dobló las rodillas y se dejó caer al suelo.

– Espero que aseguraran las pruebas del agujero antes de meterse para comprobar el obstáculo.