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– No me cabe duda de que lo hicieron.

– Pero esto no lo han visto -dijo Warren encorvándose de nuevo sobre la rejilla suelta.

– Eso no lo sabemos, en realidad.

– ¿Quedarían restos si lo hubieran descubierto? ¿No se habrían llevado la rejilla para investigarla?

Yngvar no respondió.

– Y esto -dijo Warren señalando con la navaja un punto en medio de la rejilla-. ¿Los ves? ¿Los rayajos?

Yngvar entornó los ojos hacia una raya casi invisible en el metal blanco. Algo había raspado el metal sin atravesarlo del todo.

– Genial en toda su sencillez -dijo calladamente.

– Sí -dijo Warren.

– Alguien ha desatornillado la rejilla, la ha atravesado con una varilla enganchada a un hilo o a una cinta de algún tipo, ha puesto celo de doble cara en el borde de la rejilla…

– Y se ha metido dentro -concluyó Warren-. Y luego bastó con colocar la rejilla tirando de ella. Y ahí se tumbó. Eso explica la pequeña escalera que llevaba. -Señaló el techo con el pulgar-. No tenía más que bajarse cuando…

– Pero ¿cómo narices ha podido entrar aquí? -lo interrumpió Yngvar-. ¿Me puedes explicar cómo una persona ha podido meterse en una suite que va a usar la presidenta de Estados Unidos, preparar todo esto…? -Señaló el techo y luego la rejilla que estaba sobre la mesa-. ¿Cómo ha podido instalarse en un canal de ventilación, salir de allí y llevarse a la presidenta, y salirse con la suya? -Carraspeó antes de continuar, abatido y en voz baja-. Y todo eso en una habitación que fue revisada minuciosamente tanto por la Policía noruega como por el Secret Service pocas horas antes de que la presidenta se fuera a acostar. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser eso posible?

– Aquí hay muchos cabos sueltos -dijo Warren, que puso la mano sobre el hombro del noruego.

Yngvar hizo un movimiento casi imperceptible y Warren apartó la mano.

– Tenemos que averiguar a qué hora se conectó la cámara de vigilancia -se apresuró a proponer-. Y si la apagaron en algún momento. Tenemos que averiguar cuándo se revisó por última vez la habitación antes de que la Madame Président volviera de la cena. Tenemos…

– Nosotros no -intervino Yngvar, que volvió a sacar el teléfono móvil-. Hace mucho que debería haberlos llamado. Esta es tarea de los detectives. No tuya. Ni mía.

Mantuvo la mirada fija en Warren mientras esperaba respuesta. El estadounidense volvía a estar tan inexpresivo como cuando llegaron a la suite media hora antes. Cuando consiguió contactar, Yngvar se giró y se dirigió a las ventanas que daban al fiordo de Oslo mientras mantenía la conversación en voz baja.

Warren Scifford se dejó caer en un sillón. Miraba fijamente el suelo. Los brazos colgaban a ambos costados, como si no supiera dónde meterlos. El traje ya no parecía igual de elegante. Se le había arrugado y el nudo de la corbata estaba suelto.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó Yngvar cuando acabó la conversación; de pronto se giró.

Warren se enderezó la corbata a toda prisa y se levantó. El abatimiento desapareció con tanta rapidez que Yngvar no estaba seguro de haber visto bien.

– Todo -dijo Warren, que se rio un poco-. Todo anda mal en estos momentos. ¿Nos vamos?

– No. Voy a esperar a que lleguen mis compañeros. No deberían tardar demasiado tiempo.

– Entonces -contestó Warren cepillándose la manga derecha de la chaqueta-, espero que no tengas nada en contra de que yo me retire.

– Faltaría más -replicó Yngvar-. Llámame cuando me necesites.

Tenía ganas de preguntarle a Warren adónde iba, pero algo lo detuvo. Si el norteamericano quería jugar a los secretos, desde luego pensaba dejarle que lo hiciera tranquilo.

Yngvar tenía otras cosas en las que pensar.

Capítulo 20

– Tengo otras cosas de las que ocuparme -dijo. Se pasó el teléfono de la mano derecha a la izquierda para sentarse en el asiento del copiloto de un coche de la Policía del Distrito de Oslo-. Llevo trabajando desde las siete y media de la mañana y ahora tengo que irme a casa.

– Tú eres el mejor -intervino la voz al otro lado del teléfono-. Eres el mejor, Yngvar, y esto es lo más cerca que hemos estado de una buena pista.

– No. -Yngvar estaba completamente sereno cuando puso la mano sobre la parte de abajo del teléfono y le susurró al conductor-: Calle Haugen número 4, por favor. Entrando desde la carretera de Maridalen, justo antes de llegar a Nydalen.

– Hola -dijo la voz al otro lado del teléfono.

– Aquí sigo. Me voy a casa. Me habéis dado una misión como liaison, y estoy intentando cumplirla lo mejor que puedo. La verdad es que me parece… poco profesional eso de querer de pronto meterme en…

– Al contrario, es muy profesional -dijo el comisario jefe Bastesen-. Este caso exige que en cada ocasión empleemos las mejores fuerzas del país. Con independencia de las listas de guardias, el rango y las horas extra.

– Pero…

– Como es obvio lo hemos hablado con tus superiores. Puedes considerar esto una orden. Ven.

Yngvar cerró los ojos y soltó aire poco a poco. Los volvió a abrir cuando el conductor dio un frenazo en la rotonda junto a Oslo City. Un jovenzuelo en un Golf desvencijado los adelantó a toda velocidad.

– Cambio de planes -dijo Yngvar, abatido-. Llévame a la Comisaría General. Hay quien piensa que este día todavía no ha sido lo bastante largo. -Le rugieron las tripas. Yngvar se acarició la barriga y sonrió al conductor a modo de disculpa-. Y para en una gasolinera -añadió-. Tengo que comerme una salchicha… o tres.

Capítulo 21

Adallah al-Rahman tenía hambre, pero aún tenía un par de cosas que hacer antes de tomar la última comida del día. Primero quería ver a su hijo menor.

Rashid dormía profundamente, con un caballito de peluche bajo el brazo. El chico por fin había podido ver la película con la que andaba dando la lata y estaba tumbado boca arriba, con las piernas separadas y expresión de total satisfacción. Hacía un buen rato que se había deshecho de la manta. El pelo negro azabache le había crecido demasiado. Los rizos parecían regueros de graso petróleo contra la seda blanca.

Abdallah se arrodilló y arropó al chico con delicadeza. Lo besó en la frente y le colocó mejor el caballito.

Habían visto La jungla de cristal, protagonizada por Bruce Willis.

La película, que tenía ya casi veinte años, era la favorita de Rashid. Ninguno de sus hermanos mayores comprendía por qué. Para ellos estaba completamente pasada de moda, los efectos especiales eran patéticos y el héroe ni siquiera molaba del todo. Para los seis años de Rashid, en cambio, las escenas de acción eran perfectas: eran irreales y le recordaban a los dibujos animados, por eso no asustaban de verdad. Además, en 1998 los terroristas eran europeos. Aún no les había dado tiempo a convertirse en árabes.

Abdallah miró el enorme poster de la película que colgaba sobre la cama. La lamparilla de noche, que Rashid todavía tenía permiso para tener encendida porque le daba miedo la oscuridad, arrojaba una luz débil y rojiza sobre la cara amoratada de Bruce Willis, medio cubierta por el Nakatomi Plaza, una torre en llamas. El actor tenía la boca entreabierta, como embobado, y mantenía la mirada fija en lo impensable: un atentado terrorista en un rascacielos.

Abdallah se levantó para irse y permaneció un rato de pie en el umbral. En la penumbra, la boca de Bruce Willis se convertía en un gran agujero negro. A Abdallah le pareció percibir en sus ojos los reflejos rojizos de la violenta explosión: una furia incipiente.

El atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 había sido obra de unos locos. Abdallah lo había comprendido de inmediato. Recibió una llamada muy alterada de un contacto en Europa y alcanzó a ver cómo el United Airlines Flight 175 se estrellaba contra la torre sur. La torre norte ya estaba en llamas. Eran algo más de las seis de la tarde en Riad y Abdallah no fue capaz de sentarse.