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Permaneció durante dos horas delante de la pantalla del televisor. Cuando por fin consiguió apartarse para responder a algunos de los muchos mensajes de texto que le habían llegado, se dio cuenta de que el atentado contra el World Trade Center podía acabar siendo tan fatídico para los árabes, como Pearl Harbor lo fue para los japoneses.

Abdallah cerró la puerta de la habitación de su hijo. Tenía más cosas que hacer antes de cenar. Se encaminó hacia las dependencias del palacio destinadas a oficina, que estaban en el ala este, para aprovechar el sol de la mañana antes de que el calor imposibilitara el trabajo.

Ahora el edificio estaba a oscuras y en silencio. Los pocos empleados que consideraba necesario tener allí vivían en un pequeño complejo de viviendas que había construido dos kilómetros más cerca de Riad. Sólo a los criados privados les estaba permitido permanecer en el palacio después del horario de trabajo, e incluso ellos tenían los dormitorios a cierta distancia de los edificios principales, en unas construcciones bajas, de color arena, que estaban junto a la verja de entrada.

Abdallah cruzó el patio entre las alas del palacio. La noche era clara y, como siempre, se tomó tiempo para detenerse junto al estanque de las carpas y mirar las estrellas. El palacio estaba lo suficientemente alejado de las luces de la gran ciudad como para que el cielo pareciera agujereado por millones de puntos blancos: algunos diminutos y palpitantes; otros, grandes estrellas que relumbraban. Se sentó en un banco bajo y sintió la brisa de la noche contra la cara.

Abdallah era un pragmático cuando se trataba de la religión. La familia mantenía las tradiciones musulmanas y él se encargaba de que sus hijos recibieran enseñanzas sobre el Corán, además de su exigente formación académica. Abdallah creía en las palabras del profeta: había hecho su hajj y pagaba su azaque con orgullo. Aunque para él era todo una cuestión personal, una relación entre él y Alá. Solía pronunciar sus cinco rezos diarios, pero no si andaba mal de tiempo. Y tiempo cada vez tenía menos, aunque eso no le preocupaba. Abdallah al-Rahman estaba convencido de que Alá, en la medida en que se preocupara por cosas así, comprendía perfectamente que atender los negocios propios podía ser más importante que seguir las reglas del salat punto por punto.

Y tenía grandes reparos en mezclar la política y la religión. Alabar a Alá como la única divinidad y reconocer a Mahoma como su enviado, era un ejercicio espiritual. La política, y por tanto también los negocios, no versaba sobre el espíritu, sino sobre la realidad. En opinión de Abdallah, la división entre política y religión no era sólo necesaria para la política. Aún más importancia le concedía a proteger la pureza y la dignidad de la fe frente al cinismo, y con frecuencia la brutalidad, necesaria en los procesos políticos.

En los negocios era un infiel, sin más dioses que él mismo.

Cuando Al Qaeda atacó Estados Unidos en septiembre de 2001 con semejante brutalidad, se indignó tanto como la mayoría de los seis mil millones de habitantes del planeta.

La agresión le resultó repugnante.

Abdallah al-Rahman se veía a sí mismo como un guerrero. Su desprecio por Estados Unidos era igual de fuerte que el odio que le tenían al país los terroristas. Además, el asesinato era un medio que Abdallah aceptaba y que, de vez en cuando, empleaba; pero debía usarse con precisión y sólo por necesidad.

La agresión ciega era siempre malvada. Él mismo conocía a varios de los muertos en Manhattan. Tres de ellos incluso eran empleados suyos, aunque no lo supieran, como es natural. La mayoría de sus compañías norteamericanas eran propiedad de holdings que a su vez estaban vinculados con conglomerados internacionales que ocultaban con eficiencia al verdadero propietario. Por medio de los rodeos habituales, Abdallah se encargó de que las familias de los asesinados no sufrieran económicamente. Eran norteamericanos, todos ellos, y no tenían ni idea de que los generosos cheques del jefe del difunto provenían de un hombre de la misma patria de origen que Osama bin Laden.

La agresión ciega no sólo era malvada, sino también estúpida.

A Abdallah le costaba comprender que un hombre inteligente y educado pudiera caer en algo tan tonto como el terrorismo.

Abdallah conocía bien al líder de Al Qaeda. Tenían más o menos la misma edad y ambos nacieron en Riad. Durante la infancia y la juventud frecuentaban los mismos círculos, la pandilla de hijos de millonarios que rodeaban a los incontables príncipes de la casa de Saud. A Abdallah le gustaba Osama. Era un chico amable, suave, atento y mucho menos fanfarrón que los demás jóvenes que se regodeaban en su riqueza y rara vez contribuían lo más mínimo al cuidado de las fortunas familiares que emanaban de las enormes zonas desérticas del país. Osama era listo y aplicado en el colegio, y los dos chicos habían acabado muchas veces en un rincón conversando en voz baja sobre filosofía y política, religión e historia.

Cuando murió el hermano mayor de Abdallah y la vida sin responsabilidades como hijo menor tocó a su fin, perdió el contacto con Osama. Fue mejor así. A finales de la década de 1970, el hombre que más tarde se convertiría en líder de los terroristas experimentó un despertar político-religioso, proceso que se aceleró cuando a la Unión Soviética se le metió en la cabeza invadir Afganistán.

Cada uno siguió su camino y nunca volvieron a verse.

Abdallah se levantó del banco. Extendió los brazos hacia el cielo y sintió cómo se le estiraban los músculos hasta el límite del desgarro. El fresco aire de la noche le sentaba bien.

Se dirigió relajadamente hacia el ala este.

El ataque de Al Qaeda a Estados Unidos había sido una acción fundada en el odio puro, pensaba cada vez que volvía a sorprenderse de la falta de comprensión del amigo de su infancia por Occidente.

Abdallah conocía las limitaciones del odio. Durante su convalecencia en Suiza tras la muerte de su hermano, había entendido que el odio era un sentimiento que nunca se podría permitir tener. Ya en aquel momento, con sólo dieciséis años, comprendió que la racionalidad era la herramienta más importante de todo guerrero, y que la razón era irreconciliable con el odio.

Por añadidura, el odio siempre se reproducía a sí mismo.

Atacar tres edificios con cuatro aviones y asesinar a cerca de tres mil personas había bastado para desencadenar un contraodio y un miedo tan colosal que el pueblo empezó a aceptar que sus propias autoridades cometieran barbaridades. Con la esperanza de que nunca volvieran a atacarlos, los norteamericanos estuvieron más que dispuestos a socavar su propia constitución, pensaba Abdallah. Aceptaron las escuchas telefónicas y los arrestos arbitrarios, los registros y la vigilancia de personas a un nivel que llevaba más de doscientos años siendo impensable.

Habían cerrado filas del mismo modo que todos los pueblos en todas las épocas han cerrado filas contra los enemigos externos.

Abrió la gran puerta tallada de su despacho. La lámpara de su escritorio estaba encendida y arrojaba una luz amarilla sobre las muchas alfombras del suelo. Los equipos informáticos zumbaban por lo bajo y un suave aroma a canela le hizo abrir el armario junto a la ventana. Una tetera caliente y humeante estaba lista sobre un soporte de plata, el último criado siempre la dejaba allí antes de retirarse para dejar que Abdallah cumpliera sus obligaciones nocturnas en soledad. Se sirvió.

Esta vez no iban a cerrar filas.

La idea le hizo sonreír un poco y bebió medio vaso antes de sentarse ante el ordenador. Le llevó pocos segundos entrar en las páginas web de Colonel Cars, donde leyó que la dirección lamentablemente tenía que comunicar la defunción del director ejecutivo de la compañía, Tom Patrick O'Reilly, en un trágico accidente. La dirección expresaba su más sincero pésame a la familia del director y podía asegurar que su extensa actividad internacional se seguiría llevando a cabo con lealtad hacia el espíritu del difunto; el año 2005 ya daba muestras de que iba a ser un año récord.