Abdallah había obtenido su confirmación y se desconectó.
Nunca volvió a pensar en su viejo compañero de estudios Tom O'Reilly.
Capítulo 22
El hombre que acababa de recoger en el hospital las pertenencias personales de su difunta madre cerró la puerta tras de sí y entró en su propio salón. Por un momento se quedó desconcertado, mirando fijamente la anónima bolsa con la ropa y la mochila de su madre. Aún la sostenía en la mano y no sabía muy bien qué hacer con ella.
El médico se había tomado tiempo para charlar con él. Había pasado todo muy rápido, le dijo para consolarle, y era probable que la mujer apenas se hubiera enterado de que algo iba mal antes de desplomarse.
Le contó que la había encontrado otro excursionista, pero que por desgracia la anciana murió antes de llegar al hospital. El médico le había sonreído con calidez y franqueza y había dicho que ése era el modo en que él desearía morir: con ochenta años bien llevados y la cabeza en su sitio, en medio del campo en un día de mayo.
Ochenta años y cinco días, pensó el hijo pasándose el dorso de la mano sobre los ojos. Nadie podía quejarse de una edad así.
Dejó la bolsa sobre la mesa del comedor. De alguna manera le resultaba indigno no vaciarla. Intentó vencer su resistencia a revisar las cosas personales de su madre, era como transgredir la primera regla de la infancia: no hurgar en las cosas de los demás.
La mochila estaba encima de todo lo demás. La abrió con cuidado. Lo primero que vio fue una tartera de hojalata. La sacó. En sus tiempos, la tapa tuvo una fotografía del fiordo de Geiranger a pleno sol, atravesado por uno de los antiguos barcos de vapor de lujo, pero ahora no quedaban más que pequeños restos de un mar azul sucio y un cielo grisáceo. Le había regalado una tartera de plástico rojo hacía algunos años, pero ella fue enseguida a la tienda a cambiarla por una batidora, puesto que no tenía ningún sentido sustituir una tartera en perfecto estado.
Tuvo que sonreír al pensar en el adusto gesto de su madre cada vez que intentaba regalarle algo nuevo, y siguió vaciando el resto del contenido de la vieja mochila. Un termo, un envoltorio de chocolate vacío, un desgastado mapa de Nordmarka, una brújula que en ningún caso señalaba el norte: la flecha roja vibraba de acá para allá como si se hubiera bebido el alcohol en el que estaba metida.
Su chaqueta para las excursiones estaba debajo de la mochila. La cogió y se la llevó a la cara. El olor de la anciana y de los bosques hizo que las lágrimas volvieran a sus ojos. Sostuvo ante sí la chaqueta y cepilló con cuidado las hojas y las ramitas que se le habían adherido a una de las mangas.
Algo cayó del bolsillo.
Dobló meticulosamente la chaqueta y la dejó junto a los objetos de la mochila. Luego se agachó para coger lo que había caído al suelo.
¿Una cartera?
Era de cuero y bastante pequeña, aunque era sorprendente lo que pesaba. La abrió y se echó a reír en voz alta.
No debía reírse, carraspeó y abrió los ojos de par en par para no llorar.
La risa no quería soltarlo y empezó a tener problemas para respirar.
Su terca madre se había enfrentado a la muerte con una identificación del Secret Service en el bolsillo.
La cartera se abría como un pequeño libro. El lado derecho estaba ornamentado con una placa de metal dorado en la que un águila desplegaba las alas sobre un escudo con una estrella en el medio. Le recordaba el emblema de sheriff que le había regalado su padre unas navidades, cuando tenía ocho años, y ya no se reía.
En el lado izquierdo, en un bolsillo transparente, había una tarjeta de identidad. Pertenecía a un hombre que se llamaba Jeffrey William Hunter. Un tipo apuesto, a juzgar por la fotografía. Tenía el pelo corto y espeso, y un gesto serio en sus grandes ojos.
El hombre de mediana edad que acababa de perder a su madre era taxista. Hacía ya rato que había comenzado su turno y el coche estaba aparcado ante el edificio. No había mandado aviso de no estar disponible, dar vueltas por la ciudad en el taxi le había parecido igual de triste que quedarse solo en casa y sentir su pena. Pero ya no estaba tan seguro. Estudió el historiado emblema dorado. Por muchas vueltas que le diera, no conseguía comprender por qué su madre había estado en posesión de algo así. La única solución que se le ocurría era que lo hubiera encontrado en el bosque. Tenía que habérsele perdido a alguien.
Había muchos agentes de ésos en la ciudad. Él mismo los había visto, en torno al castillo de Akershus durante la cena oficial celebrada la noche antes del Día Nacional.
Volvió a estudiar el rostro del desconocido.
Estaba muy serio, parecía casi triste.
El taxista se levantó de pronto. Dejó que las cosas de la madre se quedaran sobre la mesa y cogió las llaves del coche del gancho junto a la puerta.
Una identificación del Secret Service no se podía mandar por correo. Tal vez fuera importante. Iba a acudir directamente a la Policía.
En ese mismo momento.
Capítulo 23
– Tú eres y serás siempre un tipo muy particular -dijo Yngvar Stubø.
Gerhard Skrøder estaba más tumbado que sentado en su silla. Mantenía las piernas muy separadas, la cabeza reclinada para mostrar su falta de interés y la mirada fija en algún punto del techo. Las ojeras hacían un sorprendente contraste con la palidez del resto de la piel y provocaban que la nariz pareciera aún más grande. El hombre apodado el Canciller no había tocado ni el café ni la botella de agua mineral que había sacado Yngvar Stubø.
– Me pregunto… -dijo el jefe de sección tirándose despacio de la oreja-. De veras que me pregunto si tenéis claro lo estúpido que es en realidad ese consejo. ¡No te columpies!
Las patas de la silla resonaron contra el suelo.
– ¿Qué consejo? -preguntó Gerhard Skrøder, reacio; luego cruzó los brazos sobre el pecho y miró al suelo; los dos hombres aún no se habían mirado a los ojos.
– Esas chorradas que os dicen los abogados sobre mantener silencio en los interrogatorios policiales. ¿No te das cuenta de lo estúpido que es?
– Me ha funcionado otras veces. -El hombre se rio y se encogió de hombros sin enderezarse en la silla-. Joder, además no he hecho na' malo. No está prohibido darse unas vueltas en coche por Noruega.
– ¿Lo ves?
Yngvar se rio. Por primera vez se insinuó algo que podría parecer interés en los ojos de Gerhard Skrøder.
– ¿Qué coño quieres decir? -preguntó agarrando la botella.
Esta vez miró directamente a Yngvar Stubø.
– Siempre os calláis como muertos. Por eso sabemos que sois culpables. Pero con eso sólo conseguís picarnos, ¿sabes? Vosotros no nos dais nada gratis, pero eso nos predispone para ir a por vosotros con todas nuestras armas. Y como entenderás… -se encorvó sobre la vieja mesa que los separaba-, en un caso como éste, en el que fantaseas con la idea de que no has hecho nada punible, no vas a poder contenerte. A la larga no. Me ha llevado… -echó un vistazo al reloj de la pared- veintitrés minutos conseguir tentarte para que hables. ¿No te das cuenta de que hace siglos que hemos descifrado esa idiotez de código que tenéis? El que es inocente habla siempre. El que habla, con frecuencia, es inocente. El que calla siempre es culpable. Sé qué estrategia elegiría yo, por decirlo así.
Gerhard Skrøder se pasó un dedo índice sucio por el puente de la nariz. Tenía la uña morada y mordisqueada. De nuevo empezó a columpiarse con la silla, adelante y atrás. Se estaba inquietando y se caló la gorra sobre los ojos. Yngvar se estiró para coger un cuaderno de tamaño DIN A4, agarró un rotulador y empezó a escribir sin decir nada más.