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– Pero si yo no he hecho nada -dijo Gerhard Skrøder, le silbaba la respiración y era evidente que tenía problemas para respirar-. Pero si…, si yo sólo…, sólo…

– Cálmate -dijo Yngvar con sequedad-. Tómate algo más de medicina.

Retrocedió un poco y bajó el dedo.

– Quiero saberlo todo -dijo, mientras el preso inhalaba del bote azul y circular-. Quiero saber quién te encargó este trabajo. Cuándo, dónde y cómo. Quiero saber cuánto te dieron a cambio, dónde está ahora el dinero, con quién más has hablado que esté relacionado con el caso. Quiero los nombres y las descripciones. Todo.

– ¿No pueden…? -dijo Gerhard pugnando por tomar aire-. ¿No me pueden llevar a Guantónomo, no?

– Guantánamo -lo corrigió Yngvar mordiéndose en el labio para no soltar una risotada que en este caso sería auténtica-. Quién sabe. Quién coño sabe, en estos tiempos que corren. Han perdido a su presidenta, Gerhard. A efectos prácticos, te consideran un… terrorista.

Yngvar hubiera jurado que las pupilas de Gerhard se dilataron. Por un momento pensó que el detenido había dejado de respirar. Pero luego ahogó un grito y tomó aire a grandes bocanadas. Se pasaba una y otra vez el dorso de la mano por la frente, como si pensara que tenía la funesta palabra escrita en la frente con grandes letras.

– Terrorista -repitió Yngvar chasqueando la lengua-. No es el mejor sello que te pueden poner en Estados Unidos.

– Voy a hablar -dijo Gerhard Skrøder, con el aliento entrecortado-. Lo voy a contar todo, pero entonces me quedo aquí. Me quedo aquí, ¿verdad? ¿Con vosotros?

– Por supuesto -dijo Yngvar con amabilidad y dándole unas palmaditas en el hombro-. Nosotros cuidamos a los nuestros, ya lo sabes. Mientras colaboréis. Ahora nos vamos a tomar una pausa.

El reloj de la pared indicaba que faltaban diecinueve minutos para las ocho.

– Hasta las ocho -dijo sonriendo-. Para entonces seguro que ya ha llegado tu abogado. Y luego lo hablamos todo tranquilamente. ¿De acuerdo?

– Está bien -murmuró Gerhard Skrøder, que ya respiraba con más facilidad-. Está bien. Pero yo me quedo aquí, eh. Con vosotros.

Yngvar asintió con la cabeza, abrió la puerta y se fue, tras cerrar la puerta poco a poco.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó el comisario jefe Bastesen, que estaba recostado sobre la pared leyendo una carpeta de documentos que cerró en cuanto apareció Yngvar-. ¿Lo de siempre? ¿No suelta prenda?

– Pues parece que sí -dijo Yngvar-. El tipo está listo para cantar. Nos lo va a contar todo a las ocho.

Bastesen se rio entre dientes y cerró el puño en un gesto de triunfo.

– Eres el mejor, Yngvar. De verdad que eres el mejor.

– Parece que sí -murmuró Yngvar-. Al menos soy el mejor haciendo teatro. Pero ahora el ganador del Oscar necesita algo de comer.

Y cuando avanzaba por el pasillo arrastrando los pies, en busca de algo que llevarse a la boca, ni siquiera se dio cuenta de que la gente empezaba a aplaudir a medida que se extendía la noticia de que Gerhard Skrøder se había derrumbado.

Inger Johanne aún no había llamado.

Capítulo 24

La mujer que avanzaba por el largo pasillo del sótano, maldiciendo, perjurando y agitando las llaves para ahuyentar a los fantasmas, fue en su momento la más vieja de las prostitutas callejeras de Oslo. En aquellos tiempos se llamaba Harrymarry; de forma milagrosa, se había mantenido en pie durante más de medio siglo.

– Que las fuerzas del bien vengan en mi apoyo -murmuraba mientras se dirigía al fondo del eterno pasillo arrastrando su pierna coja-. Y que todos los demonios acaben en el hoyo. Rayos y truenos.

Desde la noche de enero de 1945 en que Harrymarry nació en el remolque de un camión en la región de Finnmark, entonces arrasada por la guerra, la mujer no había dejado de desafiar los constantes intentos del destino de acabar con ella. No tenía padres y nunca se adaptó a la familia de acogida que le impusieron. Después de pasar un par de años en un orfanato, se escapó a Oslo para arreglárselas sola. Tenía doce años. Sin ninguna formación, con el nivel de lectura de un niño de seis y un aspecto físico que podría espantar a cualquiera, la profesión llegó por sí sola. En cuatro ocasiones había traído niños al mundo, todos ellos fueron meros accidentes laborales y se los quitaron inmediatamente después del parto.

En el cambio de siglo, la suerte le sonrió a Harrymarry por primera vez en su vida.

Conoció a Hanne Wilhelmsen.

Harrymarry era la testigo clave en un caso de asesinato y, por causas que ninguna de las dos supo más tarde explicar, se mudó a casa de la detective. Desde entonces había sido imposible sacarla de allí. Recuperó su auténtico nombre y se convirtió en aplicada cocinera y asistenta. A cambio sólo quería tres cosas: metadona, una cama limpia y un paquete de tabaco de liar a la semana. Nada más. Al menos hasta que nació la hija de Hanne y Nefis. Entonces Marry dejó de fumar y exigió que se sustituyera la provisión de tabaco por un taco de tarjetas de visita. En un cartón dorado con el canto ribeteado ponía: «Marry Olsen. Institutriz».

Ella misma había elegido el tipo de letra. Ni número de teléfono ni dirección. Y tampoco es que le hicieran falta, puesto que nunca salía y jamás había recibido una visita. El taco de tarjetas se quedó sobre su mesilla; cada noche cogía la primera, la besaba levemente y luego cerraba los ojos a la vez que presionaba la tarjeta contra el pecho y murmuraba su rezo nocturno, siempre el mismo: «Te doy las gracias, querido caballero del Cielo. Te doy las gracias por Hanne y por Nefis y por mi princesita Ida. Soy útil para alguien. Y te lo agradezco. Buenas noches, Dios».

Y luego dormía profundamente durante ocho horas, todas las noches.

Por fin Marry estaba llegando al trastero correcto, tenía la llave lista.

– Habrase visto, qué bobada -se reñía a sí misma-. Una vieja como yo y resulta que le da miedo el miserable sótano. ¡Anda que…!

Extendió su raquítico brazo como para ahuyentar el miedo.

– Ahora vas a entrar en el trastero -se dijo con tono chillón-. Y vas a coger unos edredones y unas cosas para Inger Johanne. Aquí no hay peligros, mujer. ¡Marry, por Dios! Anda que no has visto tú peores fantasmas que los que pueda haber aquí abajo.

Por fin atinó con la cerradura.

– Tanto pijerío… -dijo Marry abriendo la puerta-. ¡No podrían tener trasteros como los de todo el mundo en los barrios buenos! Pues no, qué va…

Tanteó hasta encontrar el interruptor de la luz.

– Aquí lo que quieren son habitaciones cerradas, con puertas de verdad, y con paredes y de to'. Na' de rejillas de corral y candaos, qué va.

El trastero tenía más de veinte metros cuadrados. Era rectangular y las paredes largas estaban cubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Estaban llenas de cajas, maletas y multicolores cajones de embalar de IKEA. Todos estaban meticulosamente marcados. Fue Marry la que lo sistematizó todo. Las letras no eran su fuerte, pero a los números y la lógica siempre les encontraba el sentido. Como solía liarse con el alfabeto, las cosas estaban ordenadas por su importancia. En los estantes más cerca de la puerta, estaban guardadas las latas de conservas y la comida desecada que se podía almacenar, por si estallaba una guerra atómica. Luego venía la ropa de invierno, en grandes cajas con agujeros de ventilación. La ropa de bebé de la pequeña Ida estaba guardada en una caja rosa en la que había dibujado un osito; cuando Marry abrió un poquito la tapa y rozó los suaves tejidos con los dedos, comprobó que olía a lavanda.