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– Esa es mi chica, Marry, mujer. Gatita mía.

Estaba susurrando. El aroma de la ropa guardada de Ida la tranquilizaba. Avanzó arrastrando los pies hasta alcanzar el fondo, junto a la pared más pequeña, donde los esquís de Nefis y el trineo de Ida estaban amarrados a la pared: «EDREDÓN PA’ INVITAOS».

Tiró de la gran caja y levantó la tapa. El edredón estaba enrollado y amarrado con dos gruesas gomas rojas. Marry se lo metió debajo del brazo, volvió a poner la tapa en su sitio, colocó la caja en el estante y retornó cojeando hasta la puerta.

– Muy bien, muy bien -murmuró aliviada-. Ahora cogemos y nos volvemos al dulce seno del piso.

Estaba a punto de cerrar cuando le pareció oír un ruido.

Un latigazo de adrenalina le hizo contener la respiración.

Nada.

Y luego volvió a sonar. Un estallido sordo, o un golpetazo. Distante, pero esta vez perceptible. Marry soltó el edredón y se cogió las manos presa del pánico.

– Ay, Dios todopoderoso, en nombre de Jesús -exclamó.

Volvió a sonar.

En las profundidades del cerebro de Marry quedaba el último resto de la existencia que había llevado durante casi cincuenta y cinco años, hasta que su vida pegó tan sorprendente giro y todo pasó a ser bueno y luminoso. La huérfana Marry con lo fea y flaca que era, sobrevivió contra todo pronóstico porque era lista. La Marry joven y malhablada consiguió salir con vida de las calles de la prostitución de Oslo en la década de 1960 porque era astuta. La vieja puta Harrymarry había sobrevivido a una existencia de humillaciones y drogas por una única razón: simple y llanamente no se dejaba machacar.

Pero allí en el sótano tenía tanto miedo que creía que se le iba a reventar el corazón. Estaba empezando a marearse. Estaba tentada de sentarse a esperar a que el fantasma viniera y se la llevara, a que la cogiera el demonio, que era lo que ella, en el fondo de su corazón, pensaba que se merecía.

– Y una mierda. Todavía no.

Tragó saliva y apretó las mandíbulas. Y el ruido volvió a sonar.

Era como si alguien estuviera intentando aporrear una puerta, pero no lo consiguiera del todo. Los golpes tenían un aire arrítmico y cojo, pero desde luego no daban la impresión de ser agresivos.

Marry recogió el edredón del suelo de hormigón.

– Resulta que por fin he encontrado la felicidad -se dijo a sí misma-. Y ahora no voy a dejar que venga nadie a darle un susto de muerte a esta vieja chatarra.

Empezó a caminar hacia las escaleras del sótano.

Pong. Pong. Pong.

Marry ya no estaba segura. El sonido salía de la puerta ante la que se encontraba, que estaba pintada de rojo, a diferencia de todas las demás, que eran blancas e iguales. A la altura de la cara habían pegado un cartón con cinta adhesiva amarillenta. Estaba medio arrancado y el texto era prácticamente ilegible, al menos para Marry.

Tenía la sensación de estar oyendo una voz, muy bajito, tal vez fueran sólo imaginaciones suyas.

Para su sorpresa, ya no estaba tan asustada. Un furioso sentimiento de rebeldía había reprimido el miedo. Ésta era su casa y su sótano. Había escogido llevar una vida de aislamiento en la calle Kruse para mantener a los viejos demonios a raya, y no había vivo ni muerto capaz de robarle eso.

Ya no, y nunca más.

– Hola -dijo en voz alta, y llamó a la puerta-. Hola, ¿hay alguien ahí dentro?

Su escuálida mano golpeó la puerta. Hubo un silencio total. Luego retornaron los golpes, fue tan brusco que retrocedió un paso.

El sonido de una voz parecía llegar desde algún sitio muy lejano. Resultaba imposible distinguir las palabras.

– Me cago en… -murmuró Marry, que se rascó la barbilla antes de colocar la oreja contra la puerta-. Ésta tiene que ser la puerta más rara de la ciudad. Abre el cerrojo -gritó contra la superficie de la puerta-. ¡Sólo hay que girar el cerrojo, hombre!

Los golpes continuaron.

Marry estudió la cerradura. Se necesitaba una llave para abrirla, como en todos los demás trasteros. En el interior tenía que haber un pomo, para que no pudiera uno quedarse encerrado en el sótano, o encerrar a alguien.

Tenían que haber manipulado la puerta de algún modo. A Marry ya no le quedaba duda de que había alguien ahí dentro. Ciertos recuerdos pugnaban por salir del fondo de su memoria, experiencias que había intentado dejar fuera, en el mundo que ya no le interesaba y del que nunca jamás quería volver a formar parte.

Ser una puta de la calle no era sólo ser puta. Lo peor era estar a merced de la calle. Marry cerró los ojos para ahuyentar las imágenes de basureros y trasteros, pestilentes colchones en callejones y leñeras, mamadas rápidas en coches sucios que olían a tabaco, comida grasienta y cerdo viejo.

Marry no sabía el número de veces que la habían violado. A medida que fue cayendo en la jerarquía de las prostitutas, fue expulsada de su esquina, le quitaron los clientes, las prostitutas de importación le escupieron -esas malditas rusas-, los jóvenes la humillaron y sus coetáneos la abandonaron; porque se fueron muriendo a su alrededor, uno detrás de otro, y en 1999 Harrymarry era una muerta viviente. Cogía los trabajos que no quería nadie, ni siquiera las chiquillas lituanas que saboteaban el mercado aceptando cincuenta coronas por un polvo sin preservativo.

Harrymarry recordaba un sótano. Recordaba a un hombre.

– Joder, que no pienso recordar nada de nada -chilló Marry y aporreó la puerta roja con las manos-. ¡Te voy a sacar de ahí, mi niña! ¡Espera y verás! ¡La Marry te va a ayudar!

Volvió a su propio trastero arrastrando los pies, lo abrió y cogió la gran caja de herramientas que Nefis constantemente rellenaba con nuevas herramientas que nadie sabía con exactitud para qué servían.

– Ya voy -berreó Marry, y arrastró la caja entera hasta la puerta roja-. ¡Ya voy, cariño!

Marry Oslen estaba en los huesos, pero era fuerte. Y en aquellos momentos además estaba furiosa. Primero arrancó los tapajuntas con un escoplo y arrojó al suelo los restos destrozados de la madera. Luego cogió un martillo y arremetió contra el pomo de la puerta, como si fuera su propio pasado con el que estuviera saldando las cuentas.

El pomo se partió y la puerta seguía igual de cerrada.

– Mierda -gruñó Marry antes de sonarse los mocos con los dedos y limpiarse en la falda de flores-. Aquí hacen falta medios más contundentes.

Marry vació la caja de herramientas. El ruido del metal cayendo contra el suelo de hormigón fue atronador. Cuando volvió el silencio, se oyó el débil eco de los golpes al otro lado de la puerta.

– Ya voy -dijo Marry cogiendo una enorme palanca que había estado en el fondo de la caja.

Con enorme fuerza, introdujo el extremo doblado de la palanca entre la puerta y el marco, junto a la cerradura. Empleó el martillo para ganar unos milímetros y poder empujar, y luego se situó de espaldas a las escaleras, agarró la barra de hierro con las dos manos y tiró con todas sus fuerzas.

La madera crujió. No ocurrió nada.

– Una vez más -jadeó Marry.

La madera cedió. La puerta seguía sin moverse.

– Tal vez por el otro lado -dijo Marry y repitió la operación en el lado opuesto de la puerta.

La cerradura cedió. La puerta se atascó. Estaba torcida y Marry introdujo de nuevo la palanca en la grieta, que ahora era más grande y le permitía fijarla mejor.

– Y ahora tirrraaaaaaamos -chilló, y pegó un respingo cuando la puerta de pronto se abrió unos diez o quince centímetros.

Se le cayó la palanca. Y los oídos le pitaron cuando alcanzó el suelo. Sin vacilar, agarró la puerta y tiró hasta que consiguió agrandar la abertura.

– Ya está, ya está -le dijo a la persona que la miraba desde dentro, sentada en el suelo-. Que ya sé yo cómo son estas cosas. Ahora voy a…