Выбрать главу

Se quedó callado.

Yngvar dibujó un círculo con la mano.

– Era un número oculto -dijo Gerhard-. No salía en la pantalla. Entonces lo cogí. Era un tipo que hablaba inglés. Pero era como si…, como si no fuera inglés, digamos. Casi parecía… noruego, de alguna manera.

– Mmm -Yngvar asintió con la cabeza.

– Había algo… raro en el idioma, en todo caso. Dijo que tenía un trato muy sencillo que proponerme, y que se podía ganar mucha pasta.

– ¿Recuerdas qué palabra usó para decir «pasta»?

– Money, creo. Sí. Money.

– Y esto fue el… -Yngvar ojeó sus anotaciones-. ¿El 3 de mayo? -preguntó mirando a Gerhard, que asintió débilmente y se tiró del agujero creciente de su pantalón-. El martes 3 de mayo, por la tarde. Vamos a sacar una copia de tu registro, así podremos confirmar la hora.

– Pero eso es…

– No podéis…

El abogado Rønbeck y su cliente protestaron a coro.

– ¡Calma! ¡Calma! -Yngvar suspiró con desánimo-. El registro de las llamadas de tu teléfono es el menor de tus problemas, en estos momentos. Continúa. No se te da demasiado bien esto de contar historias. Ahora concéntrate.

El abogado y Gerhard se miraron; Rønbeck asintió.

– Me dijo que me guardara los días 16 y 17 de mayo -murmuró el cliente.

– ¿Que te guardaras?

– Sí, que no hiciera planes. Que estuviera sobrio. Que me quedara en Oslo. Accesible, digamos.

– ¿Y tú no conocías al hombre que te llamó?

– No.

– Pero eso no te impidió aceptar. Ibas a perderte el mayor día de fiesta del año, porque te lo pedía por teléfono un desconocido. Está bien.

– Estaba hablando de mucho dinero. Mucho dinero, me cago en la puta.

– ¿Cuánto?

Siguió una larga pausa. Gerhard cogió la gorra de la mesa y estaba a punto de ponérsela en la cabeza por mero reflejo, pero cambió de idea y la volvió a dejar. Seguía sin decir nada. Mantenía los ojos fijos sobre la pernera rota.

– Está bien -dijo finalmente Yngvar-, ya hablaremos de la cantidad más tarde. Pero ¿qué más te dijo?

– Nada. Sólo tenía que esperar.

– ¿A qué?

– A que me llamara el 16 de mayo.

– ¿Y te llamó?

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Por la tarde. No recuerdo bien. Sobre las cuatro, quizá. Sí. A las cuatro pasadas. Yo me iba a tomar unas cervezas con unos colegas en Løkka, antes del partido. El Enga contra el Fredrikstad, en el Ullevål. El tipo me llamó justo cuando iba a salir para allá.

– ¿Qué dijo?

– En realidad nada. Sólo quería saber qué iba a hacer.

– ¿Ibas?

– Sí… Qué planes tenía para la noche, digamos. Y yo mantuve el acuerdo, no bebí ni nada de eso. Entonces me dijo que tenía que estar en casa como más tarde a las once. Dijo que me merecería la pena. Que me merecería mucho la pena. Así que… -Se encogió de hombros, e Yngvar hubiera jurado que el hombre se sonrojó-. Me tomé un par de cervezas con los chicos, vi el partido y me volví a casa. Quedaron 0-0, así que tampoco había mucho que celebrar. Estaba en casa antes de las once. Y… -Su inquietud era perceptible. Se rascaba el hombro por debajo del jersey mientras restregaba los muslos de lado a lado de la silla. El muslo derecho le temblaba violentamente y no dejaba de guiñar un ojo-. Y entonces llamó. Sobre las once.

– ¿Qué dijo?

– ¡Ya te lo he contado un millón de veces! ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esto?

– Me lo has contado dos veces. Y ahora quiero que me lo cuentes una tercera. ¿Qué dijo?

– Que me presentara en la torre del reloj de la Estación Central, Oslo S, algunas horas más tarde. A las cuatro de la mañana. Que me quedara allí hasta que apareciera un tipo con una mujer, que me llevarían a un coche y luego nos iríamos los tres juntos. En la guantera encontraría la ruta de viaje. Y la mitad del dinero. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

– Aún no -dijo Yngvar-. ¿No te parece un encargo un poco extraño?

– No.

– Te encargan dar vueltas en coche por el sur de Noruega, con dos pasajeros a los que no conoces, y dejarte ver por los empleados de varias gasolineras, pero mantenerte oculto de las cámaras de vigilancia. No tienes que hacer nada ni robar nada, simplemente conducir. Luego tienes que aparcar el coche en un bosque cerca de Lillehammer, coger el tren de vuelta a Oslo y olvidarte de todo el asunto. Y esto te pareció estupendo.

– Efectivamente.

– No me vengas con ésas, Gerhard. Concéntrate. ¿Conocías a alguno de los otros? ¿A la señora o al otro tipo?

– No.

– ¿Eran noruegos?

– Ni idea.

– No tienes ni idea.

– ¡Pues no! ¡No hablamos!

– ¿En cuatro horas?

– ¡Sí! ¡Quiero decir, no! Mantuvimos la boca cerrada todo el rato.

– No me lo creo. Eso es imposible.

Gerhard se inclinó sobre la mesa.

– ¡Te lo juro! Creo que yo probé a hablar un poco, pero el tipo se limitó a señalar la guantera. La abrí y allí estaban las instrucciones, tal y como me había dicho el hombre del teléfono. Decían adonde debía dirigirme y cosas así. Y luego ponía que no teníamos que hablar. Está bien, pensé yo. ¡Joder, Stubø! ¡Te he dicho que te lo iba a contar to'! ¡Créeme, hombre!

Yngvar cruzó las manos sobre el pecho y se humedeció los labios con la lengua. No dejaba de mirar al detenido.

– ¿Y dónde están ahora esas instrucciones?

– Están en el coche.

– ¿Y dónde está el coche?

– Ya te lo he dicho un trillón de veces: en Lillehammer. Justo al lado de la pista de salto de esquí, allí donde…

– No está allí. Lo hemos comprobado.

Yngvar señaló una nota que le había traído un agente unos diez minutos antes.

Gerhard se encogió de hombros con indiferencia.

– Alguien se lo habrá llevado -sugirió.

– ¿Y cuánto te dieron por hacer eso?

Yngvar se había sacado la purera del bolsillo de la camisa y la movía despacio entre las palmas de las manos. Gerhard mantenía silencio.

– ¿Cuánto te dieron? -repitió Yngvar.

– Eso da igual -dijo Gerhard en tono huraño-. Ya no tengo el dinero.

– ¿Cuánto? -repitió Yngvar.

Como Gerhard seguía mirando fijamente la mesa, sin hacer el menor amago de querer responder, Yngvar se levantó y se acercó a la ventana. Estaba empezando a oscurecer. Las ventanas estaban cerradas. El marco estaba cubierto de polvo y había algún que otro insecto muerto, como gruesos granos de pimienta.

En el césped entre la Comisaría General y la cárcel, había surgido un pequeño pueblo. Dos de los canales de televisión extranjeros habían aparcado sus unidades móviles sobre la hierba e Yngvar contó hasta ocho carpas de fiesta y dieciséis logos de medios de comunicación distintos, antes de dejar de contar. Alzó la mano para saludar amablemente, como si viera a alguien a quien conocía. Sonrió y saludó con la cabeza. Luego se giró, aún con una amplia sonrisa, y se arrimó al lado de la mesa del detenido y se inclinó sobre él. Puso la boca tan cerca de su oreja que Gerhard pegó un respingo.

Yngvar empezó a susurrar, rápido y como resoplando.

– Esto va contra el reglamento -comenzó el abogado Rønbeck, que se levantó a medias de la silla.

– Cien mil dólares -dijo Gerhard, estaba casi gritando-. ¡Me dieron cien mil dólares!

Yngvar lo golpeó en el hombro.

– Cien mil dólares -repitió despacio-. Ya me doy cuenta de que me he equivocado de profesión.

– Había cincuenta mil en la guantera, y luego el tipo ese me dio la misma cantidad en un sobre cuando habíamos acabado. El que iba en el coche, quiero decir.

Incluso al abogado le costaba ocultar su sorpresa. Cayó de vuelta en la silla y empezó a acariciarse nerviosamente la cara. Era como si estuviera buscando algo sensato que decir, pero sin éxito. Acabó rebuscando en los bolsillos y sacando un caramelo. Se lo metió en la boca como si fuera un calmante.