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– ¿Y dónde está ahora ese dinero? -preguntó Yngvar, con la mano posada pesadamente sobre el hombro de Gerhard.

– Está en Suecia.

– En Suecia. Muy bien. ¿Dónde en Suecia?

– No lo sé. Se lo he dado a un tipo al que le debía dinero.

– Le debías cien mil dólares a alguien -resumió Yngvar con lentitud exagerada, cada vez le apretaba más fuerte el hombro-. Y ya te ha dado tiempo a entregárselo a tu acreedor. ¿Cuándo sucedió eso?

– Esta mañana. Apareció en mi casa. Muy temprano, y esos tipos, la gente de Goteburgo, no son de los que…

– Espera -dijo Yngvar elevando las manos con un brusco gesto de cansancio-. ¡Para! Tienes razón, Gerhard.

El detenido lo miró. Daba la impresión de ser más pequeño, de haber encogido, y era evidente que estaba cansado. La inquietud había pasado a ser un temblor perceptible y tenía agua en los ojos cuando levantó la vista y preguntó débilmente:

– ¿Razón en qué?

– En que te tenemos que mantener aquí dentro con nosotros. Da la impresión de que hay mucha más madeja que desenrollar. Necesitas un descanso, y desde luego yo… -el reloj de la pared indicada las nueve menos cuarto- también.

Recogió sus notas y se las metió debajo del brazo. La purera cayó al suelo. Yngvar le lanzó un vistazo, vaciló y la dejó estar. Gerhard Skrøder se levantó con rigidez y siguió voluntariamente al policía que lo iba a llevar a una celda del sótano.

– ¿Quién paga cien mil dólares por un trabajo así? -preguntó el abogado Rønbeck en voz baja mientras recogía sus cosas.

Daba la impresión de que hablaba para sí mismo.

– Alguien que tiene una cantidad ilimitada de dinero y que quiere estar cien por cien seguro de que el trabajo se hace -dijo Yngvar-. Alguien con tanto capital como para no preocuparse por lo que cuestan las cosas.

– Da miedo -dijo Rønbeck, tenía la boca tan rígida como la abertura de una hucha.

Pero Yngvar Stubø no contestó. Había sacado el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada perdida.

Ninguna.

Capítulo 26

– ¿A la Policía la llamo yo o la llamas tú? -susurró Inger Johanne, con el teléfono en la mano.

– Ninguna de las dos -dijo Hanne Wilhelmsen en voz baja-. Por ahora.

La presidenta de los Estados Unidos estaba sentada en un sofá rojo chillón con un vaso de agua en la mano. El hedor a excrementos, orina y sudor del miedo era tan fuerte que Marry sin demasiada discreción, abrió de par en par una de las ventanas del salón.

– La mujer necesita un baño -les regañó-. No entiendo por qué la tenéis que tener ahí sentada floreciendo en ese olor a mierda. Presidenta y to', y luego la humillamos así.

– Ahora te vas a calmar -dijo Hanne con decisión-. Por supuesto que la mujer se va a poder dar un baño. Y dentro de un rato seguro que también tiene hambre. Ve a hacer algo de comer, por favor. Una sopa. ¿No crees que es lo mejor? ¿Una buena sopa?

Marry salió de salón con sus zapatillas de andar por casa y no dejó de farfullar hasta que llegó a la cocina. Incluso después de que cerrara la puerta detrás de sí, seguían oyendo sus pequeñas maldiciones entre los ruidos de las ollas y las cacerolas que golpeaban secamente la encimera de acero.

– Pero tenemos que llamar -repitió Inger Johanne-. Por Dios… Todo el mundo está esperando…

– Diez minutos más o menos carecen de importancia -dijo Hanne, y empezó a maniobrar la silla hacia el sofá-. Lleva más de día y medio desaparecida. La verdad es que me parece que una presidenta tiene derecho a participar en la decisión. Quizá no quieran que la vean en este estado. Los demás, aparte de nosotras, quiero decir.

– ¡Hanne!

Inger Johanne colocó la mano sobre el respaldo de la silla de ruedas para detenerla.

– Tú eres la que has trabajado en la Policía -dijo indignada, al mismo tiempo que intentaba contener el volumen de la voz-. ¡No puede lavarse ni cambiarse de ropa antes de que la investiguen! ¡Es una montaña andante de pruebas! No tenemos ni idea, podría…

– Me importa una mierda la Policía -la interrumpió Hanne-. Pero lo cierto es que ella no me importa una mierda. Y no pienso desperdiciar ni una mota de las pruebas.

Alzó la vista. Tenía los ojos más azules de lo que Inger Johanne recordaba haber visto antes. El círculo negro en torno al iris hacía que parecieran demasiado grandes para su estrecho rostro. Su resolución borraba las arrugas en torno a la boca y hacía que pareciera más joven. No apartó la mirada y, con un pequeño movimiento de la ceja derecha, consiguió que Inger Johanne soltara la silla de ruedas, como si se hubiera quemado. Por primera vez desde que se conocieron apenas medio año antes, Inger Johanne vislumbró a la Hanne sobre la que había oído hablar, pero a la que nunca había visto: la detective brillante, analíticamente cínica y porfiada de cabo a rabo.

– Gracias -dijo Hanne en voz baja, y continuó camino al sofá.

La presidenta seguía en silencio. El vaso de agua, del que apenas había bebido, estaba sobre la mesa ante ella. Mantenía la espalda erguida, las manos reposaban sobre su regazo y miraba un enorme cuadro de la pared.

– Who are you? -dijo de pronto, cuando Hanne se le acercó.

Era lo primero que decía desde que Marry la había metido a rastras en el piso.

– I'm Hanne Wilhelmsen, Madame Président. I'm a retired police officer. Y ésta es Inger Johanne Vik. Puede confiar en ella. La mujer que la encontró en el sótano es Marry Olsen, mi asistenta. Queremos lo mejor para usted, Madame Président.

Inger Johanne no sabía si le sorprendía más que la presidenta pudiera hablar en el estado en que se encontraba, que Hanne hablara de ella como alguien en quien se podía confiar o que el lenguaje que usaba sonara tan inusualmente solemne. Era como si incluso Hanne Wilhelmsen sintiera sumisión al encontrarse ante la presidenta de Estados Unidos, por muy desvalida que pareciera Helen Bentley.

Inger Johanne tampoco sabía bien dónde meterse. No le parecía correcto sentarse, al mismo tiempo que se sentía completamente ridícula, ahí de pie en medio de la habitación, como público no deseado de una conversación íntima. La situación le parecía tan absurda que le costaba aclarar su cabeza.

– Evidentemente vamos a llamar a las autoridades correspondientes -dijo Hanne en voz baja-. Pero he pensado que tal vez quisiera usted asearse antes. En caso de que sea su deseo, por supuesto. Si prefiere…

– No lo haga -la interrumpió Helen Bentley, aún sin moverse, con la mirada todavía fija en el cuadro abstracto de la pared opuesta-. No llame a nadie. ¿Cómo está mi familia? Mi hija… ¿Cómo…?

– Su hija está bien -respondió Hanne con calma-. Según dicen los medios de comunicación, los han puesto bajo protección especial en un lugar secreto, pero dadas las circunstancias están bien.

Inger Johanne estaba como petrificada.

La mujer del sofá tenía la ropa sucia, un ojo destrozado y olía mal. El grotesco chichón del ojo y la sangre seca que le apelmazaba el pelo hacían que se pareciera a las mujeres destrozadas que tanto Inger Johanne como Hanne habían visto con demasiada frecuencia. La presidenta le recordaba algo en lo que Inger Johanne no pensaba nunca, en lo que nunca quería pensar, y por un momento se sintió mareada.

Tras más de diez años investigando sobre violaciones, casi había conseguido olvidar por qué había empezado con eso. El motor que la impulsaba siempre había sido un inmenso deseo de comprender, el profundo sentimiento de necesitar entender lo que en el fondo le resultaba completamente inexplicable. Ni siquiera en aquel momento, después de una tesis doctoral, dos libros y más de una docena de artículos científicos, se sentía mucho más cerca de la verdad acerca del motivo por el que algunos hombres emplean su superioridad física contra las mujeres y los niños. Y cuando escogió ampliar el permiso de maternidad, disfrazó la decisión con una mentira inconsciente: la consideración hacia la familia.