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Por consideración hacia las niñas se iba a quedar otro año en casa.

La verdad era que había llegado al final del camino. Estaba atrapada en una calle cortada y no sabía qué hacer. Había empleado su vida adulta en intentar comprender a los criminales porque no era capaz de asumir las consecuencias de ser una víctima. No soportaba la vergüenza, el fiel escudero de la violencia; ni su propia vergüenza ni la de los demás.

Helen Bentley no parecía avergonzada y a Inger Johanne le resultaba inconcebible. Nunca había visto a una mujer que hubiera recibido una paliza como ésa mantenerse tan orgullosa y erguida. Tenía la barbilla alzada, no era una mujer que agachara la cabeza, y los hombros rectos como si los hubieran trazado con una regla. No parecía en absoluto humillada. Al contrario.

Cuando su ojo sano de pronto se trasladó hacia Inger Johanne, ésta sintió un pinchazo. La mirada era poderosa y directa, y era como si la presidenta, de algún modo inexplicable, hubiera entendido que la que quería llamar para pedir ayuda era Inger Johanne.

– Insisto -dijo la presidenta-. Tengo razones para no querer que me encuentren. Aún no. Apreciaría poder bañarme… -Su intento de sonreír cortésmente le reventó su henchido labio inferior cuando se giró hacia Hanne-. Y le agradecería mucho que me dieran algo de ropa.

Hanne asintió.

– Me encargaré de eso inmediatamente, Madame Président. Sin embargo, espero que comprenda que necesito una razón para no avisar de que está usted aquí. En sentido estricto, estoy cometiendo una falta al no llamar a la Policía…

Inger Johanne frunció el ceño. Así sobre la marcha no recordaba ni una sola disposición penal que impidiera dejar en paz a una mujer magullada. No dijo nada.

– Por eso debo insistir en que me proporcione una explicación. -Hanne sonrió antes de añadir-: O al menos una pequeña parte de ella.

La presidenta intentó levantarse. Se tambaleó e Inger Johanne acudió corriendo en su ayuda para impedir que se cayera. A medio camino del suelo se detuvo en seco.

– No thanks. I'm fine.

Helen Bentley se mantuvo sorprendentemente estable cuando se llevó la mano a la sien e intentó soltarse un sanguinolento mechón de pelo que tenía pegado a la piel. Una mueca de dolor desapareció con la misma velocidad que había surgido. Carraspeó y trasladó la vista desde Hanne a Inger Johanne, y de vuelta.

– ¿Estoy segura aquí?

– Completamente. -Hanne asintió con la cabeza-. No podrías haber llegado a un lugar más aislado en el centro de Oslo.

– ¿Así que es ahí donde estoy? -preguntó la presidenta-. ¿En Oslo?

– Sí.

La mujer se colocó la chaqueta destrozada. Por primera vez desde que llegó, se vio un leve gesto de turbación en torno a su boca y dijo:

– Evidentemente me encargaré de que se arreglen los destrozos. Tanto aquí… -con la mano indicó las manchas oscuras del sofá- como en… ¿el sótano?

– Sí. Estaba usted en el sótano. En un estudio de sonido abandonado.

– Eso explica las paredes. Eran como mullidas. ¿Me podría mostrar el baño? Tengo necesidad de asearme un poco.

De nuevo una sonrisa hinchada pasó por su cara.

Hanne le devolvió la sonrisa.

Inger Johanne estaba desesperada. No se podía creer el aparente control de sí misma de la presidenta. El contraste entre el lastimoso aspecto externo de la mujer y su tono cortés y decidido le resultaba demasiado grande. Lo que más deseaba hacer era cogerle las manos. Agarrarla con fuerza y limpiarle la sangre de la frente con un trapo caliente. Quería ayudarla, pero no tenía la menor idea de cómo se consuela a una mujer como Helen Bentley.

– En realidad nadie me ha maltratado -dijo la presidenta, como si pudiera leer lo que sentía Inger Johanne-. Debía de estar anestesiada, o algo así, y tenía las manos atadas. Me resulta todo un poco confuso. Pero en todo caso me caí de una silla. Con bastante dureza. Y no tengo… -Se interrumpió a sí misma-. ¿Qué día es hoy?

– 18 de mayo -dijo Hanne-. Y son las diez menos veinte de la noche.

– Pronto hará cuarenta y ocho horas -dijo la presidenta, era como si hablara para sí misma-. Tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Tienen conexión a Internet?

– Sí -dijo Hanne-. Pero como le he dicho antes, tengo que pedirle una explicación sobre…

– ¿Se me da por muerta?

– No. No se asume nada. Se está más bien… aturdido. En Estados Unidos creen más bien que…

– Tiene usted mi palabra -dijo la presidenta tendiéndole una mano, que se tambaleó y tuvo que dar un paso al costado para recuperar el equilibrio-. Tiene usted mi palabra de que es de suprema importancia que no se sepa que he sido encontrada. Mi palabra debería ser más que suficiente.

Hanne aceptó su mano y se la estrechó. Estaba helada.

Se miraron.

La presidenta se tambaleó otro poco. Era como si le fallara una rodilla, intentó enderezarse tras una cómica reverencia, luego soltó la mano de Hanne y susurró.

– No llame a nadie. Por nada del mundo, ¡no permita que nadie lo sepa!

Lentamente se dejó caer en el sofá. Cayó de lado, floja como una muñeca de trapo abandonada. La cabeza dio con una almohada. Así tumbada, con una mano sobre la cadera y la otra aprisionada bajo la mejilla, dio la impresión de que de pronto había decidido descansar un rato.

– Aquí está la sopa -dijo Marry.

Se paró en seco en medio de la habitación con un cuenco humeante entre las manos.

– La pobre tiene que estar agotada -dijo, y se dio la vuelta-. Si alguien más quiere sopa, que venga a la cocina.

– Ahora tenemos que llamar -dijo Inger Johanne, desesperada, y se puso en cuclillas junto a la presidenta desmayada-. ¡Al menos tenemos que conseguir un médico!

Capítulo 27

La noche de mayo se había extendido por Oslo.

Las nubes eran de un gris negruzco y pasaban tan bajo sobre la ciudad que la última planta del hotel Plaza desaparecía. Daba la impresión de que el esbelto y severo edificio se disolvía en la nada contra el cielo. El aire era fresco, pero algunas ráfagas de aire más cálido proporcionaban la promesa de un mañana mejor.

Yngvar Stubø nunca se acababa de llevar bien con la primavera. No le gustaban los contrastes del tiempo: pasar del tórrido calor del verano a tres gélidos grados sobre cero, de la lluvia helada hasta las temperaturas para bañarse, todo por bruscas oleadas e imprevisibles giros. Era imposible vestirse con sensatez. Por la mañana iba al despacho con jersey para protegerse del frío, y a la hora del almuerzo estaba empapado en sudor. La impulsiva propuesta de celebrar una fiesta con barbacoa que por la mañana parecía una buena idea, por la tarde podía convertirse en una pesadilla de frío.

La primavera olía mal, le parecía a él. Sobre todo en el centro. El clima cálido desvelaba la basura del invierno, la podredumbre del otoño anterior y los excrementos de incontables perros que no deberían vivir en la ciudad.

A Yngvar lo que le gustaba era el otoño, sobre todo noviembre. Lluvia sin pausa, con una temperatura en homogéneo descenso y que, en el mejor de los casos, traía la nieve a principios del Adviento. Noviembre sólo olía a humedad y a frío, y era un mes tristísimo y previsible que le ponía enseguida de buen humor.

Mayo, en cambio, era otra historia.

Se sentó en un banco e inspiró hondo. El espejo de agua del Parque Medieval se rizaba delicadamente con el leve viento. No se veía un alma. Incluso los pájaros, que en esta época del año montaban un jaleo tremendo de la mañana a la noche, se habían retirado por aquel día. Un pequeño grupo de patos descansaba junto a la orilla con el pico bajo el ala. Únicamente un rechoncho pato macho deambulaba contento por ahí, haciendo guardia para la familia.