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El teléfono volvió a sonar.

Yngvar tragó saliva cuando vio el nombre de Inger Johanne brillar en azul sobre el teléfono. Lo dejó sonar cuatro veces. Le pitaban los oídos, literalmente sentía cómo le subía la tensión sanguínea. Intentó respirar con tranquilidad y cogió el teléfono.

– Hola -dijo en voz baja-. Llamas muy tarde.

– Hola -respondió ella, también en voz baja-. ¿Cómo estás?

– Voy tirando. Estoy cansado, claro, pero supongo que así estamos todos.

– ¿Dónde estás?

– ¿Dónde estás tú?

– Yngvar -dijo ella calladamente-. Siento tanto lo de esta mañana. Me sentí tan dolida y triste y furiosa y…

– No pasa nada. Lo más importante ahora es que me digas dónde estáis. Y cuándo vuelves a casa. Puedo ir a buscaros dentro de… una hora, o así. Tal vez dos.

– No puedes venir.

– Quiero…

– Ya son las once, Yngvar. Te das cuenta de la bobada que es despertar a Ragnhild a estas horas de la noche.

Yngvar se puso el pulgar contra un ojo y el índice contra el otro, y apretó. No dijo nada. Círculos y puntos rojos danzaban contra la vacía oscuridad detrás de los párpados. Se sentía más pesado que nunca, era como si toda la grasa sobrante de su cuerpo se hubiera transformado en plomo. El banco le hacía daño en la espalda y la pierna derecha estaba a punto de quedársele dormida.

– Al menos tienes que decirme dónde estáis -dijo.

– Francamente, no te lo puedo decir.

– Ragnhild es hija mía, tengo el derecho y el deber de saber dónde está. En todo momento.

– Yngvar…

– ¡No! No te puedo obligar a volver a casa, Inger Johanne. También tienes razón en que es una tontería despertar a Ragnhild en medio de la noche. Pero quiero… ¡Quiero saber dónde estáis!

El pato parpó y se pavoneó ligeramente con las alas. Se despertaron un par de patos más que empezaron también a graznar.

– Ha pasado algo -dijo Inger Johanne-. Algo que…

– ¿Estáis bien?

– Sí -se apresuró a responder en voz alta-. Nosotras dos estamos muy bien, pero es que no te puedo contar dónde estamos, por mucho que quiera. ¿De acuerdo?

– No.

– Yngvar…

– Ni hablar, Inger Johanne. Nosotros dos no somos así. No nos largamos con los hijos y luego nos negamos a decirnos dónde están. Eso no somos nosotros, así de sencillo.

Ella se quedó callada.

– Si te digo dónde estoy -dijo finalmente-, ¿me prometes por lo más sagrado que no nos vas a venir a buscar antes de que te avise?

– Para serte sincero, estoy hasta las narices de las promesas estas que me exiges cada dos por tres -dijo intentando respirar con calma-. ¡Las vidas de los adultos no son así! Pasan cosas que lo cambian todo. No se puede andar prometiendo a diestro y siniestro…

Se interrumpió al darse cuenta de que Inger Johanne estaba llorando. Los callados sollozos en el teléfono se transformaban en ruidos rasposos, y sintió un escalofrío en la columna vertebral.

– ¿Ha pasado algo malo de verdad? -preguntó con el aliento entrecortado.

– Ha pasado algo -sollozó ella-. Pero he prometido no contarlo. No tiene nada que ver conmigo ni con Ragnhild, así que puedes…

El llanto se apoderó de ella. Yngvar intentó levantarse del banco, pero el pie derecho se le había dormido por completo. Hizo una mueca, se apoyó sobre el respaldo y consiguió levantarse para sacudir la pierna hasta despertarla.

– Cariño -dijo con suavidad-, te lo prometo. No voy a ir a buscaros hasta que me avises, y ya no te voy a preguntar más. Pero ¿dónde estás?

– Estoy en casa de Hanne Wilhelmsen -dijo ella gimoteando-. En la calle Kruse. No sé el número de la calle, pero seguro que lo puedes averiguar.

– ¿Qué…? ¿Qué cojones haces en casa de…?

– Lo has prometido, Yngvar. Me has prometido no…

– Está bien -dijo apresuradamente-. Está bien.

– Buenas noches, entonces.

– Buenas noches.

– Adiós.

– Que estés bien.

– Te amo.

– Mmm.

Mantuvo el teléfono sobre la oreja un buen rato después de que ella hubiera colgado. Había empezado a lloviznar levemente. Todavía tenía la sensación de tener la pierna llena de hormigas. La familia de patos se había echado a nadar, ya no se atrevían a tenerlo cerca.

«¿Por qué siempre acabo achantándome?», pensó, y empezó a cojear hacia las ruinas de la iglesia de María, por encima de la hierba húmeda y recién cortada. «¿Por qué siempre tengo que ceder yo, y con todo el mundo?»

Capítulo 28

– ¿Aquí? ¿Esta puerta de aquí?

La subinspectora Silje Sørensen observaba al aterrorizado hombre de unos treinta años e intentó moderar su propia irritación.

– ¿Estás seguro de que es esta puerta?

Asintió frenéticamente.

Como era obvio, podía comprender el miedo de aquel hombre, de origen pakistaní, pero de nacionalidad noruega. Tenía todos los papeles en regla.

Los suyos propios.

El caso de la joven pakistaní con la que se había casado recientemente era peor. Fue expulsada de Noruega tras una estancia ilegal en el país cuando aún era una adolescente. Un par de años más tarde la arrestaron en el aeropuerto de Gardermoen, con papeles falsos y un bonito alijo de heroína en la maleta. Sostuvo que había sido obligada por unos hombres que la iban a matar y el asunto se saldó con la expulsión, para sorpresa de todos. Esa vez para siempre. Pero eso no impidió que su padre la casara con un primo segundo con pasaporte noruego. Había llegado a Noruega pocas semanas antes: había cruzado la frontera una mañana al amanecer, escondida tras cuatro palés de zumo de tomate en un camión que venía de España.

Ali Khurram debía de amarla de verdad, pensó Silje Sørensen mientras estudiaba la puerta que le había enseñado. Por otro lado, el miedo extremo que expresaba respecto del destino de su mujer podía igualmente deberse al pánico por lo que podría llegar a hacerle el padre de ella. Aunque vivía en Karachi, a casi 6.000 kilómetros de distancia de Oslo, al suegro de Al Khurram ya le había dado tiempo a enviarle dos abogados a la subinspectora Sørensen. Para su sorpresa, los dos habían sido bastante comprensivos. Entendían que un hombre que había sacado de una habitación a la presidenta de Estados Unidos, escondida en una cesta de ropa sucia, tenía que explicarse. Asintieron con seriedad cuando, bajo constantes recordatorios de la confidencialidad de la información, se les habló mínimamente de una parte del material de la investigación. A continuación, uno de los abogados, que también era de origen pakistaní, había mantenido una conversación en voz baja con Ali Khurram, en urdu. La charla fue efectiva. Khurram se había enjugado las lágrimas y se había mostrado dispuesto a señalar el lugar del sótano donde había aparcado el carro de limpieza.

Silje Sørensen miró una vez más los planos de los arquitectos. Las grandes hojas eran difíciles de manejar. El policía que la acompañaba intentaba sujetar una punta, pero el rígido papel se arqueaba contra ellos.

– No está aquí -dijo el policía intentando plegar la parte inútil del plano.

– Pero ¿estamos en el pasillo correcto?

Silje miró a su alrededor. La luz de los tubos de neón del techo era cortante y desagradable. El largo pasillo acababa, por el oeste, en una puerta trasera que conducía a la calle, dos pisos por encima de sus cabezas.

– El sótano tiene dos plantas -dijo un hombre de mediana edad que mordisqueaba nerviosamente un ralo bigote-. Este es el de más abajo. Así que… sí, estamos en el pasillo correcto.