– Eso es lo que decía, por lo menos.
Warren miró a Yngvar y asintió levemente.
– Eso es lo que decía.
– ¿Lo vio un médico?
– No. Nuestro personal tiene grandes conocimientos médicos. Un prolapso es un prolapso, y no se puede hacer gran cosa aparte de descansar y, en el peor de los casos, operar. Pero eso hubiera tenido que ser después de la visita de la presidenta, en todo caso.
– Una radiografía lo hubiera delatado.
Warren no se molestó en contestar, sino que acercó la cabeza a la pizza, hizo una mueca y no se sirvió.
– Y por lo que respecta a nosotros, los del FBI… -dijo cogiendo una botella de agua-. No supimos nada hasta que me enseñasteis la cinta. Esta tarde. Después de eso, hemos hecho nuestras averiguaciones, naturalmente, y las hemos comparado con lo que ha averiguado el propio Secret Service…
Warren se levantó y se acercó a la ventana. Se encontraban en el despacho del comisario jefe, en la séptima planta de la Comisaría General, con magníficas vistas a la grisácea noche de mayo. Las luces de la gente de los medios de comunicación sobre el césped habían crecido en intensidad, cada vez eran más. Sólo faltaba una hora para el momento más oscuro de la noche, pero la pradera estaba bañada en luz artificial. Los árboles a lo largo del paseo que conducía a la penitenciaría se habían convertido en un muro contra la oscuridad del otro lado del parque.
Bebió un poco de agua, pero no dijo nada.
– ¿Pudo ser algo tan sencillo como el dinero? -preguntó Peter Salhus en voz baja-. ¿Dinero para la familia?
– Si aún hubiera sido tan sencillo -dijo Warren hablando para su propio reflejo en el cristal de la ventana-. Fue por los niños. En una zona residencial entre Baltimore y Washington DC, se encuentra en estos momentos una viuda destrozada que se da cuenta de que tanto ella como su marido han hecho algo terrible. Tienen tres hijos. El menor es autista. Dadas las circunstancias, le va bastante bien, porque recibe educación especial, aunque eso es muy caro. Probablemente Jeffrey Hunter tenía que aprovechar cada centavo para que el dinero alcanzara para todo, pero nunca ha aceptado dinero ilegal. Nada parece indicar eso. Pero en los últimos meses, en cambio, han secuestrado al niño pequeño dos veces, con toda discreción. En ambas ocasiones volvía a aparecer antes de que se diera la alarma, pero después de que los padres empezaran a sentir pánico. El mensaje era claro: haz lo que se te pida en Oslo o tu chico desaparecerá para siempre.
Peter Salhus parecía honestamente conmocionado cuando preguntó:
– Pero ¿un agente experimentado del Secret Service se dejaría presionar por algo así? ¿No podría haber conseguido que protegieran a su familia? Si alguien es capaz de defenderse de una amenaza así, tendría que ser un agente del Estado, ¿no?
Warren seguía dándoles la espalda. La entonación de la voz era plana, como si apenas tuviera fuerzas para asumir la historia.
– La primera vez, al chico se lo llevaron del colegio, cosa que en principio es imposible. Tanto en los colegios públicos como en los privados, que era el caso, están bastante histéricos con lo que respecta a la seguridad de los niños. Pero alguien consiguió hacerlo. Entonces mandaron al chico a casa de una vieja compañera de colegio de la madre, en California, para esconderlo. Allí le daban clases dentro de la casa y nadie, ni siquiera sus propios hermanos, sabía dónde estaba. Una tarde desapareció también de allí. Al cabo de cuatro horas estaba de vuelta, pero ni la amiga ni nadie pudieron explicar cómo había sido posible que pasara. Pero el mensaje estaba más claro que el agua -con una risa seca y breve, Warren por fin se giró y regresó a su silla-: encontrarían al chico, hicieran lo que hicieran. Jeffrey Hunter debió de sentir que no tenía elección, pero no pudo vivir con la traición, es natural, con la vergüenza. Era completamente consciente de que antes o después saldría a la luz que estaba implicado, que a alguien en algún momento se le ocurriría comprobar la cinta de la cámara de vigilancia de después del secuestro.
– Así que deambuló por las calles de Oslo hasta que se hizo lo bastante tarde como para coger un autobús que lo llevara hasta el bosque -recapituló Bastesen-. Desde la parada caminó un rato, se escondió en una zanja y se quitó la vida con su propia arma reglamentaria. Debe de haberlo pasado bastante mal, el pobre. Caminar hacia Skar sabiendo que no le quedaban más que unos minutos de vida, que nunca más podría…
Yngvar sintió un leve sonrojo por la torpe elegía del comisario jefe y se apresuró a interrumpirlo:
– ¿Puede el suicidio de Jeffrey Hunter ser la explicación de que no hayamos sabido nada de los secuestradores? Porque en la nota que dejaron en la suite decían que se pondrían en contacto.
– Lo dudo -dijo Warren-, puesto que Jeffrey Hunter no ha sido más que una herramienta. No existe el menor indicio de que estuviera implicado en algo más que en sacar a la presidenta del hotel.
– Tengo que contradecirte un poco -dijo Yngvar-. La información sobre la ropa de la presidenta tiene que haber venido de dentro, no veo otra explicación.
– ¿Qué quieres decir? ¿Ropa?
– Esas dos fotografías que se repartieron por ahí… -Yngvar se interrumpió a sí mismo-. Por cierto, también hemos encontrado al chófer del segundo coche. Hemos conseguido sacarle tan poco como a Gerhard Skrøder. El mismo tipo de granuja lowlife, el mismo modo de operar, el mismo pago desorbitado.
– Pero la ropa -dijo Warren-. ¿Qué pasa con eso?
– La chaqueta roja, los elegantes pantalones azules. La blusa de seda blanca. Son los colores nacionales tanto de Estados Unidos como de Noruega. Quien sea que esté detrás del secuestro tenía que saber lo que se iba a poner. Las dobles llevaban la misma ropa que ella, no exactamente igual, pero sí se parecían lo suficiente como para que la operación de confusión tuviera éxito. Desperdiciamos una cantidad increíble de tiempo buscando a unos fantasmas. -Yngvar se encogió de hombros, vaciló y continuó-: Doy por supuesto que la Madame Président viaja con un peluquero y con alguien que la ayude con la ropa. ¿Qué dicen ellos?
Era evidente que Warren Scifford estaba en un aprieto. La cara de póquer que solía permitirle mentir sin pestañear se había disuelto en un gesto exhausto y abatido. La boca parecía más pequeña. Yngvar vio cómo se le tensaban los músculos de la cara.
– La verdad es que me impresiona bastante como consigues infravalorarnos sistemáticamente -dijo Yngvar en voz baja-. ¿No entiendes que hace ya mucho que nos planteamos esta pregunta? ¿No entiendes que desde muy pronto empezamos a temernos que podía tratarse de un inside job? ¿No te das cuenta de que tú, al empeñarte en jugar a ser Mister Secret, has estado echando leña al fuego?
– La ropa de la presidenta se introduce en un sistema informático -dijo Warren en voz baja.
– ¿Al que tiene acceso cualquiera?
– No. Pero su secretaria lleva el control. Ella se lleva muy bien con Jeffrey Hunter. Son…, eran amigos, así de sencillo. Ya a principios de mayo, durante un almuerzo informal en la Casa Blanca, habían estado hablando del… Día Nacional este que celebráis aquí…, en el país. Hemos interrogado a la secretaria, por supuesto, pero es incapaz de recordar quién de los dos sacó el tema. En todo caso hablaron de que la presidenta se había comprado ropa nueva con ocasión de su primera visita oficial al extranjero, entre otras cosas una chaqueta que iba a usar el Día Nacional y que tenía exactamente el mismo color rojo que la bandera noruega. Alguien nos había informado de que sois bastante… sensibles con estas cosas.