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Parecía sentir timidez, cosa que nunca solía pasarle. Era como si de pronto hubiera entendido que su tío no estaba completamente en sus cabales. Cuando se agachó hacia ella para acariciarle la espalda, se retiró con una sonrisa cohibida.

– Adelante -dijo señalando el salón.

– ¿No deberíamos esperar a Catherine? -preguntó Al, y le dirigió un gesto tranquilizador a su hija-. Debe de estar a punto de llegar.

– Ya estoy en casa -dijo alguien que dio un fuerte portazo-. ¡Hemos ganado! ¡Yo he logrado un home run!

Fayed se llevó la copa al salón.

– Catherine -dijo en tono cariñoso; se detuvo para ver bien a su sobrina.

La quinceañera se paró en seco. Saludó con la cabeza al hombre que era exactamente igual a su padre, a excepción de la mirada, que era húmeda y difícil de interpretar. Además llevaba un bigote que no le gustaba, un espeso mostacho con las puntas húmedas. Parecían pequeñas flechas que señalaban su boca y le ocultaban el labio superior.

– Hola -dijo ella en voz baja.

– Ya te dije que quizás el tío Fayed se pasaría hoy por aquí -dijo Al fingiendo alegría-. ¡Y aquí está! Vamos a sentarnos. Louise se ha encargado de la comida, y ha salido como corresponde.

Catherine sonrió con precaución.

– Sólo voy a dejar las cosas en mi cuarto y a lavarme las manos -dijo, y subió las escaleras hacia el segundo piso de cuatro zancadas.

Louise llegó desde la cocina con dos platos en las manos, y otros que hacían equilibrios sobre sus delgados antebrazos.

– Mira -dijo Fayed-. ¡Una auténtica profesional!

Se sentaron. Catherine bajó desde el segundo piso con la misma agilidad con la que había subido. Llevaba el pelo corto, tenía una cara hermosa y fuerte, y los hombros anchos.

– Así que juegas al fútbol -dijo Fayed bastante superfluamente, y se metió el primer trozo de paté de ganso en la boca-. Tu padre jugaba al baloncesto. En sus tiempos. ¡De eso sí que hace años! ¿Verdad, Ali?

Nadie había llamado Ali al padre desde que murió la abuela. Las chicas intercambiaron miradas, Louise ahogó la risa tras una mano extendida. Al Muffet murmuró algo inaudible que pretendía detener la charla sobre su miserable carrera atlética.

Fayed vació la copa. Louise iba a levantarse para ir a buscar la botella a la cocina, pero su padre la detuvo poniéndole la mano en el muslo.

– El tío Fayed ya no quiere más vino -dijo con suavidad-. Aquí hay agua fría.

Sirvió agua en un gran vaso y se lo pasó a su hermano, que estaba al otro lado de la mesa.

– Hombre, puedo beber un poco más de vino -sonrió Fayed sin tocar el agua.

– Yo creo que no -dijo Al clavándole la mirada.

Algo iba muy mal. Que Fayed bebiera, como es natural, podía deberse a que había cambiado durante los años que no se habían visto. Pero no era muy plausible. Además daba la impresión de que no lo toleraba muy bien. Aunque era evidente que había tomado algo antes de entrar en la cocina, la única copa de vino que había bebido con ellos lo había emborrachado ostensiblemente. Fayed no estaba acostumbrado a beber. Al no conseguía imaginarse por qué lo estaba haciendo ahora.

– No -dijo Fayed en voz alta, y rompió la tensión de la situación-. Tienes toda la razón. No más vino para mí. Es bueno en dosis pequeñas, pero peligrooooso en grandes.

Al decir «peligroso», agitó el dedo índice exageradamente señalando a sus sobrinas, que estaban sentadas en los costados estrechos de la mesa.

– ¿Qué tal está la familia? -preguntó Al sin dejar de comer.

– Ay, la familia… -Fayed empezó a comer otra vez, masticaba despacio como si tuviera que concentrarse para atinar en la comida con los dientes-. Bien, supongo. Sí, claro. En la medida en que se pueda decir que alguien en este país está bien. Con nuestros orígenes étnicos, quiero decir.

Al se puso de inmediato en guardia. Dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y apoyó los codos sobre la mesa para inclinarse hacia delante.

– Nosotros no tenemos problemas -dijo, sonriendo a sus hijas.

– Y yo tampoco estoy hablando de gente como tú -dijo Fayed, que esta vez vocalizó con más claridad.

Al quería rebatirle, pero no delante de las chicas. Preguntó si habían acabado todos con el aperitivo y empezó a recoger los platos usados. Louise lo acompañó a la cocina.

– ¿Está enfermo? -preguntó susurrando-. Es como muy raro. Tan… imprelisible, de algún modo.

– Imprevisible -la corrigió su padre en voz baja-. Siempre lo ha sido. Pero no le juzgues con demasiada dureza, Louise. No lo ha tenido tan fácil como nosotros.

«Fayed nunca ha superado lo del 11-S -pensó-. Estaba subiendo en la jerarquía de un sistema exigente y bien pagado. Después de la catástrofe pegó un frenazo. Por poco no le dejan conservar el puesto de directivo medio que tenía. Fayed está amargado, Louise, y tú eres demasiado joven para enfrentarte a la amargura.»

– En realidad es bueno -dijo sonriendo a la hija-. Y como has dicho tú, es tu tío carnal.

Volvieron al salón, cada uno de ellos llevaba dos platos con exquisito caviar ruso y ajos chalotes cultivados en su propio huerto.

– … y nunca han conseguido hacer nada con esa injusticia. Y nunca lo conseguirán.

Fayed negó con la cabeza y se llevó un dedo a la sien.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Al.

– De los negros -respondió Fayed.

– Afroamericanos -dijo Al-. Te refieres a los afroamericanos.

– Llámalos como quieras. Dejan que se aprovechen de ellos. Están hechos así, ya sabes. Nunca conseguirán levantar cabeza.

– En esta casa no se permite decir ese tipo de cosas -dijo Al con calma, y colocó un plato delante del invitado-. Propongo que cambiemos de tema.

– Es genético -dijo Fayed, impasible-. Los esclavos tenían que ser fuertes y trabajadores, pero no pensar demasiado. Si había alguno listo entre los negros de África, lo dejaron libre. El material genético de los que trajeron del otro lado del océano hace que no sirvan más que para el deporte. Y para ser gánsteres. Nosotros somos distintos. Nosotros no tenemos por qué conformarnos con la mierda.

¡Pang!

Al Muffet estampó su propio plato en la mesa y éste reventó.

– Ahora te vas a callar la boca -le espetó-. Nadie, ni siquiera mi propio hermano, tiene mi permiso para decir chorradas como ésa. Aquí no. Ni en ningún otro sitio. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes?

Las chicas estaban completamente rígidas, sólo se les movían los ojos, que iban del tío al padre y viceversa. Incluso Freddy, el pequeño terrier que estaba atado en el jardín y solía ladrar sin pausa durante cualquier comida en la que no le dejaran participar, estaba callado.

– Quizá deberíamos comer -dijo al final Louise, la voz era más suave de lo normal-. Papá, puedes tomarte el mío. En realidad no me gusta mucho el caviar. Además, a mí me parece que tanto Condoleezza Rice como Colin Powell son muy listos, la verdad. Aunque no esté de acuerdo con ellos, porque yo soy demócrata. -La niña sonrió con cuidado, y ninguno de los hombres dijo nada-. Toma. -Le tendió un plato a su padre.

– Tienes razón -dijo por fin Fayed, que se encogió de hombros, podía parecer una disculpa-. Cambiemos de tema.

Sin embargo, no era tan fácil. Permanecieron bastante tiempo comiendo en silencio. Si el padre hubiera mirado a Louise, se hubiera fijado en las lágrimas que colgaban de sus pestañas y en el leve temblor de su labio inferior. A Catherine, en cambio, la situación parecía resultarle muy interesante. Miraba ininterrumpidamente a su tío, como si acabara de entender lo que hacía allí.

– Os parecéis un montón -dijo de pronto-. Si no se tiene en cuenta el bigote, quiero decir.

Los dos hombres terminaron levantando la vista del plato.

– Eso nos han dicho desde que éramos pequeños -dijo el padre, cogiendo un trozo de pan para rebañar los últimos restos de la comida-. Y eso a pesar de la diferencia de edad.