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– Incluso madre se equivocaba a veces -dijo Fayed.

Al lo miró con incredulidad.

– ¿Madre? Madre nunca nos confundía. ¡Tienes cuatro años más que yo, Fayed!

– Al morir -dijo Fayed, con un trasfondo en la voz que Al nunca había oído antes y que no era capaz de interpretar-, la verdad es que me confundió contigo. Probablemente porque siempre te quiso más a ti. Deseaba que hubiera sido así, que fuera su hijo favorito quien conversaba con ella en su último momento de claridad. Pero tú… no llegaste a tiempo.

La sonrisa era ambigua.

Al Muffet dejó los cubiertos. La habitación había empezado a dar vueltas. Sentía que la sangre abandonaba su cabeza y que la adrenalina se extendía por cada músculo, por cada nervio del cuerpo. Tenía las palmas de las manos pegadas a la mesa. Tuvo que agarrarse para no caerse de la silla.

– Está bien -dijo sin entonación, e intentando no asustar a las chicas, que lo miraban como si llevara una nariz de payaso-. Así que creyó…

– ¡Estás raro, papá! ¿Qué te pasa?

Louise se estiró por encima de la mesa y colocó su manita de niña sobre la manaza de su padre.

– Estoy… Estoy perfectamente. Perfectamente. -Se forzó a hacer una mueca que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora, pero que comprendió que tendría que acompañar de una explicación-. Me dolía mucho la tripa, por un momento. Puede que el caviar no me haya sentado bien. Se me pasará enseguida.

Fayed lo miró. Sus ojos parecían más oscuros de lo normal. El hombre daba la impresión de tener una capacidad sobrenatural de hundírselos en la cara, o de sacar la frente hacia fuera, de modo que la cara resultaba más lúgubre, más amenazadora. Al recordó que su hermano lo miraba así, exactamente así, cuando eran pequeños y Fayed había hecho algo malo y mentía por los codos durante las repetidas broncas de su padre, que con los años se fueron haciendo cada vez más furiosas. Al entendió lo que esto podía significar.

Y comprendió, sin saber a ciencia cierta por qué, lo que podía implicar que su madre hubiera confundido a los hijos en su lecho de muerte.

Lo que no conseguía entender de ninguna manera era por qué su hermano había decidido presentarse de pronto allí, tres años más tarde, como salido de la nada, para comportarse como un extraño y perturbar la vida normal y satisfactoria que Al Muffet había construido con sus hijas en un rincón del noreste de Estados Unidos.

– Creo que me voy a tener que echar un momento. Sólo un ratito.

«Algo va mal -pensó al dirigirse hacia las escaleras del segundo piso-. Algo va muy mal y yo me tengo que centrar. ¡Ali Shaeed Muffasa, tienes que pensar!»

Capítulo 32

Adallah al-Rahman se despertó con su propia risa.

Acostumbraba a dormir profundamente durante siete horas seguidas, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana siguiente. Alguna que otra vez, sin embargo, se despertaba por una inquietud, por la agobiante sensación de no haberse entrenado como debía. Por temporadas, la vida se volvía demasiado ajetreada, incluso para un hombre que durante los últimos diez años había aprendido a delegar tanto como le parecía posible. En total poseía más de trescientas empresas por todo el mundo, de tamaños distintos y con diferente necesidad de su seguimiento personal. Gran parte de ellas eran dirigidas por gente que no tenía la menor idea de su existencia, del mismo modo que hacía ya tiempo que había llegado a la conclusión de que lo mejor era ocultar la gran mayoría de sus compañías con la ayuda de un ejército de abogados, la mayoría de ellos británicos o norteamericanos, asentados en las islas Caimán con unas oficinas impresionantes, viviendas de lujo y mujeres fuertemente anoréxicas cuyas manos Abdallah tenía grandes dificultades para estrechar.

Como era natural, a veces tenía demasiado quehacer. Abdallah al-Rahman rondaba los cincuenta y dependía de dos horas de duro entrenamiento diario para mantener la forma que consideraba adecuada para un hombre como él y que, además, lo bendecía con un sueño profundo y efectivo. Cuando no entrenaba, la noche se volvía inquieta. Por suerte, aquello era algo excepcional.

Nunca antes lo había despertado su propia risa.

Sorprendido se sentó en la cama.

Dormía solo.

Su mujer, trece años más joven que él y madre de todos sus hijos, tenía una suite propia en el palacio. Abdallah la visitaba con frecuencia, preferentemente a primera hora de la mañana, cuando el frío de la noche aún permanecía en las paredes y tornaba su cama aún más atractiva.

Pero siempre dormía solo.

Los números digitales de un reloj junto a la cama indicaban las 03.00. En punto.

Se incorporó y se restregó la cara. «En Noruega es medianoche», pensó. Estaban a punto de comenzar el día que se llamaría jueves 19 de mayo.

El día antes del día.

Se quedó inmóvil intentando recordar el sueño que lo había despertado. Le fue imposible. No recordaba nada. Pero estaba de mucho mejor humor que de costumbre.

Por un lado, todo había salido como debía. No sólo se había llevado a cabo el secuestro como estaba planeado, sino que era evidente que todos los demás detalles también habían funcionado. Le había costado dinero, mucho dinero, pero eso no le preocupaba lo más mínimo. Más caro le resultaba tener que quemar a tantos miembros del sistema. Pero daba igual.

Así tenía que ser. La naturaleza del asunto llevaba en sí que los objetos minuciosamente construidos y cuidados sólo podían ser utilizados una sola vez. Algunos de ellos eran mucho más valiosos que otros, por supuesto. La mayoría de ellos, como los que habían sido reclutados en Noruega, no eran más que granujas de medio pelo. Comprados y pagados para un trabajo a la vuelta de la esquina, y no merecía la pena pensar más en ellos. A otros, había llevado muchos años ennoblecerlos y prepararlos.

De algunos de ellos, como Tom O'Reilly, se había encargado personalmente.

Pero todos eran sustituibles.

Recordaba una broma que había hecho en cierta ocasión un suizo sonrosado durante una reunión de negocios en Houston. Se encontraban en el último piso de un edificio alto, cuando un limpiador de cristales se había descolgado en una cesta por el otro lado de las enormes ventanas panorámicas. El corpulento hombre de Ginebra había dicho algo sobre que sería mejor emplear mexicanos de usar y tirar. Los demás participantes de la reunión se habían quedado mirándolo sin entender nada. El tipo se echó a reír y describió una cola de mexicanos en el tejado, con un trapo en la mano cada uno. Luego no habría más que irlos arrojando por orden. Cada uno de ellos limpiaría una franja, y así te librabas a la vez de ellos y de la suciedad de las ventanas.

Nadie se rio. Eso había que reconocérselo a los norteamericanos presentes. No le vieron la más mínima gracia a la broma, y dio la impresión de que el suizo estuvo cohibido durante la siguiente media hora.

Si se iba a consumir a seres humanos, la utilidad debía ser mayor que la de limpiar unos cristales, pensaba Abdallah.

Se levantó de la cama. La alfombra, la fantástica alfombra, que le había anudado su madre y que era lo único que nunca, bajo ninguna circunstancia, vendería, era muy mullida. El juego de colores era maravilloso, incluso en la oscuridad de la habitación. El resplandor del reloj de noche y la luz del fino tubo junto a la ventana eran suficientes para que los tonos dorados se fueran transformando cuando atravesó la alfombra para llegar a la pantalla de plasma. Los mandos a distancia reposaban sobre una pequeña mesa de oro tallado y forjado a mano.

Una vez encendida la televisión, abrió una nevera y sacó una botella de agua mineral. Se volvió a echar en la cama, recostado sobre un mar de almohadas.

Se sentía excitado, casi feliz.

La diosa de la fortuna siempre estaba del lado de los vencedores, pensó Abdallah abriendo la botella. No había previsto, por ejemplo, que fueran a mandar a Warren Scifford a Noruega. Aunque al principio Abdallah lo consideró un problema, más tarde todo pareció indicar que era lo mejor que podía haber sucedido. Era mucho más fácil conseguir entrar en las habitaciones de los hoteles noruegos que en el piso de un jefe del FBI en Washington DC. Era obvio que no hubiera hecho falta devolver el reloj después de que la señorita de compañía pelirroja llegara a la conclusión de que habían pagado con generosidad.