¿Me quedé dormida de pie? ¿Me desmayé?
En ese momento se dio cuenta de que seguía sucia. De pronto el hedor se volvió absolutamente insoportable. Entonces, apoyando la mano izquierda contra el respaldo del sofá, se levantó. Tenía que lavarse.
– Buenos días, Madame Président -dijo una voz de mujer en el vano de la puerta.
– Buenos días -dijo Helen Bentley, aturdida.
– Estaba en la cocina haciendo un café.
– ¿Lleva… aquí toda la noche?
– Sí.
La mujer de la silla de ruedas sonrió.
– Pensé que tal vez tuviera una conmoción cerebral, así que la he movido un par de veces. No le ha sentado muy bien. ¿Quiere?
La Madame Président dijo que no con la mano libre.
– Me tengo que duchar. Si no recuerdo mal… -Por un momento pareció confusa y se pasó la mano por los ojos-. Si no recuerdo mal me ofreciste ropa limpia.
– Por supuesto. ¿Puede andar sola o despertamos a Marry?
– Marry -murmuró la presidenta-. ¿Esa era… la asistenta?
– Sí. Y yo me llamo Hanne Wilhelmsen. Seguro que se le ha olvidado. Puede llamarme Hanne.
– Hannah -repitió la presidenta.
– Está bien.
Helen Bentley probó a dar unos pasos. Las rodillas le temblaban, pero las piernas aguantaron. Miró a la otra mujer.
– ¿Dónde tengo que ir?
– Venga conmigo -dijo Hanne Wilhelmsen amablemente, y maniobró hacia una puerta.
– ¿Tiene…? -La presidenta se interrumpió a sí misma y la siguió.
El albor al otro lado de la ventana indicaba que aún era temprano, pero aun así ya llevaba allí bastante tiempo. Debían de ser varias horas. Era evidente que la mujer de la silla de ruedas había mantenido su promesa. No había extendido la alarma. Helen Bentley aún podía hacer lo que tenía que hacer antes de salir a la luz. Todavía tenía una posibilidad de solucionarlo todo, pero para eso nadie debía saber que seguía viva.
– ¿Qué hora es? -le preguntó a Hanne Wilhelmsen cuando ésta abrió la puerta del baño-. ¿Cuánto tiempo he…?
– Las cuatro y cuarto -dijo Hanne-. Has dormido algo más de seis horas. Seguro que no es bastante.
– Es mucho más de lo que suelo dormir -dijo la presidenta, y se forzó a sonreír.
El baño era magnífico. Una bañera de anchura doble dominaba la habitación. Estaba más baja de lo normal y podía recordar a una pequeña piscina. En un gabinete de ducha mucho más grande de lo normal, la presidenta vio algo que parecía una radio y algo que definitivamente era una pequeña pantalla de televisión. El suelo estaba cubierto de mosaicos con dibujos orientales; el gigantesco espejo que coronaba los dos lavabos de mármol tenía un grueso marco de madera cubierta de pan de oro.
A Helen Bentley le parecía recordar que la mujer había dicho estar jubilada de la Policía. En aquel piso no había mucho que indicara un sueldo de policía, a no ser que este país fuera el único lugar del mundo donde pagaban a los policías como se debería en realidad.
– Adelante -dijo Hanne Wilhelmsen-. Hay toallas en ese armario de ahí. Te dejo la ropa al otro lado de la puerta, así puedes cogerla cuando acabes. Tómate el tiempo que necesites.
Salió del baño y cerró la puerta.
La mujer se desvistió con calma. Aún tenía los músculos sensibles y doloridos. Por un momento dudó qué hacer con la ropa manchada, pero luego vio que Hanne había dejado una bolsa de basura plegada junto a uno de los lavabos.
«Una mujer extraña. Pero ¿no eran dos? ¿Tres con la asistenta?», pensó.
Ya estaba desnuda. Metió la ropa en la bolsa y la cerró atándola con un buen nudo. Lo que más le apetecía era darse un baño, pero la ducha parecía más sensata teniendo en cuenta lo sucia que estaba.
El agua caliente salía con potencia. Helen Bentley jadeó, en parte de agrado, en parte por el dolor que le recorrió el cuerpo cuando echó la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera sobre la cara.
La noche anterior había otra mujer. Helen Bentley lo recordaba perfectamente. Una que quería avisar a la Policía. Las dos mujeres habían hablado en noruego y no había entendido más que una palabra que sonaba parecido a «police». La mujer de la silla de ruedas debía de haber ganado en la discusión.
Aquello le estaba sentando bien.
Era como una limpieza en sentido doble. Abrió el grifo al máximo y la presión aumentó. Los rayos de agua se convirtieron en flechas que le masajeaban la piel. Abrió la boca, se la llenó de agua hasta que ya casi no podía respirar y entonces escupió. Dejó que todo corriera y se restregó con fuerza con un guante de crin cuyo tacto vasto contra la mano le gustaba. La piel se le enrojeció, primero por el agua caliente y luego por el guante. Cuando el agua alcanzaba las heridas abiertas le escocía intensamente.
Eso mismo había hecho aquella noche de otoño de 1984, la noche que nunca había compartido con nadie y de la que, por tanto, nadie sabía nada.
Al volver a casa se había duchado durante casi cuarenta minutos. Era medianoche, lo recordaba perfectamente. Se había restregado con una esponja hasta sangrar, como si pudiera quitarse la impresión visual de la piel y así conseguir que desapareciera para siempre. El agua caliente se acabó, pero ella siguió bajo el chorro de agua fría hasta que Christopher apareció sorprendido y le preguntó si no quería ayudar a Billie con el aseo de la noche.
Fuera llovía. Del cielo caía una cascada que producía un ruido ensordecedor al chocar contra el asfalto y el coche, contra los tejados y los árboles de la placita al otro lado de la calle, donde un columpio se balanceaba con el viento y una mujer aguardaba.
Quería recuperar a Billie.
Su hija fue parida por otra. Todos los papeles estaban en regla.
Recordaba su propio grito, «los papeles están en regla», y recordaba cómo sacó el monedero del bolso y lo agitó ante la cara pálida y decidida de la mujer: «¿Cuánto quieres? ¿Cuánto quieres por no hacerme esto?».
La madre biológica de Billie dijo que no se trataba de dinero.
Sabía que los papeles eran válidos, dijo, pero en ellos no ponía nada sobre el padre de Billie, que resultaba que había vuelto.
Lo dijo con una pequeña sonrisa, un gesto ligeramente triunfante, como si hubiera ganado una competición y no pudiera evitar presumir de ello.
– Padre. ¡Padre! ¡Pero si no has declarado a ningún padre! Dijiste que no estabas segura y que de todos modos el tipo estaba muy lejos y que además era un vago y un irresponsable y que no querías que tuviera contacto con la niña. Dijiste que querías lo mejor para Billie, y que lo mejor para ella era irse con nosotros, con Christopher y conmigo, y todos los papeles están en regla. ¡Los firmaste! Los firmaste, y ahora Billie tiene su propio cuarto empapelado en rosa, y una cuna blanca con un móvil que se mueve y le hace sonreír.
– El padre quiere hacerse cargo de las dos -dijo la mujer.
Tenía que gritar por el jaleo de la lluvia. Quería mantener tanto a Billie como a su verdadera madre. Los padres de los hijos también tenían sus derechos. Había sido una tontería por su parte no dar el nombre del padre en el parto, porque entonces se podría haber evitado todo aquello. Pero así estaban las cosas. El novio había salido de la cárcel y había vuelto con ella. Las cosas habían cambiado. Una abogada como Helen Bentley tenía que entenderlo.
Lamentablemente tenía que llevarse a Billie.
La Madame Président apoyó las manos contra la pared de la ducha.
No soportaba recordar. Llevaba más de veinte años reprimiendo el recuerdo de su propio pánico cuando le dio la espalda a la mujer y corrió hasta el coche al otro lado de la calle. Quería coger un collar de diamantes que su padre le había regalado esa misma noche, cuando celebraron la llegada de Billie. El abuelo estaba sudoroso y sonrosado y no dejaba de reírse con su pequeña nieta, y todo el mundo estaba de acuerdo en lo guapa que era la pequeña Helen Lardahl Bentley.