El collar todavía estaba en la guantera y tal vez pudiera comprar otro a su hija, con diamantes y una tarjeta de crédito.
Dos tarjetas de crédito. Tres. ¡Todas!
Mientras buscaba las llaves del coche e intentaba controlar el llanto y el pánico que amenazaban con ahogarla, escuchó el violento golpe. Un sonido aterrador y carnoso hizo que se diera la vuelta lo suficientemente rápido como para ver que una figura vestida con chubasquero rojo salía despedida por el aire. Aún otro impacto se escuchó a través de la tormenta cuando la mujer alcanzó el asfalto.
Un pequeño coche deportivo rodeó una esquina. Helen Bentley ni siquiera se percató del color. Se hizo el silencio.
Helen ya no oía la lluvia. Ya no oía nada. Cruzó la calle lenta y mecánicamente. A un metro de distancia de la mujer vestida de rojo se detuvo.
Yacía de una forma extraña. En una postura tan retorcida y poco natural; incluso con la poca luz que arrojaba una farola, Helen podía ver que la sangre manaba de una herida en su cabeza y se mezclaba con el agua de la lluvia hasta formar un río oscuro que serpenteaba hacia la alcantarilla. Los ojos de la mujer estaban abiertos como platos y la boca se movía.
– Ayúdame.
Helen Lardahl Bentley retrocedió dos pasos.
Se giró y volvió corriendo al coche; abrió la puerta, se sentó dentro y se marchó. Se fue a su casa y se duchó durante cuarenta minutos restregándose la piel hasta sangrar.
No volvieron a saber nada de la madre biológica de Billie. Y casi exactamente veinte años más tarde, una noche de noviembre del año 2004, Helen Bentley fue declarada vencedora en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Su hija estaba junto a ella en el podio, una joven espigada y rubia que siempre había enorgullecido a sus padres.
Se quitó el guante de crin, agarró un bote de champú y se enjabonó el pelo. Le escocían los ojos, y le sentaba bien. Perturbaba la imagen de la mujer herida sobre el asfalto mojado, con la cabeza entre la sangre y el agua sucia.
Jeffrey Hunter le había enseñado una carta cuando, sin hacer ruido y demasiado pronto, la despertó en el hotel. Estaba confusa; él puso un dedo sobre sus labios en un gesto demasiado íntimo.
Decía que sabían lo de la niña, que revelarían su secreto. Que tenía que irse con Jeffrey, porque Troya había dado comienzo e iban a sacar a la luz el secreto que la destruiría.
La carta estaba firmada por Warren Scifford.
Helen Bentley agarró mentalmente el nombre y se aferró a él. Apretó las mandíbulas y dejó que el agua le diera en la cara.
Warren Scifford.
No tenía que pensar en la mujer del chubasquero rojo, tenía que pensar en Warren, sólo en él. Tenía que concentrarse. Se giró despacio en la ducha y dejó que el calor le golpeara la espalda dolorida. Inclinó la cabeza y respiró profundamente. Dentro y fuera.
Verus amicus rara avis.
Un verdadero amigo es un pájaro poco común.
Eso fue lo que la convenció. Sólo Warren conocía la inscripción del reloj de pulsera que le había regalado justo después de las elecciones. Era un viejo amigo y había contactado con ella antes del último debate televisivo contra George W. Bush. Los últimos días antes del debate, las encuestas se habían inclinado por el presidente en el cargo. Ella seguía siendo la favorita, pero el texano le estaba ganando terreno. Los votantes estaban a punto de tragarse su retórica de la seguridad. Aparecía como un hombre fuerte, equilibrado y con iniciativa, con la experiencia y el saber necesarios para un país en guerra y en crisis. Él representaba la continuidad. Se sabía lo que se tenía, pero no lo que podía ofrecer aquella Bentley, con su falta de experiencia en la política exterior.
– Tienes que renunciar a Arabian Port Management -le había dicho Warren cogiendo sus manos.
Lo mismo le habían dicho todos sus consejeros, los internos y los externos. Habían insistido. La habían reñido y habían suplicado: aún no era el momento. Tal vez más tarde, cuando hubiera corrido más agua tras el 11-S. Pero todavía no.
Ella se negó a ceder. La empresa de gestión árabe-saudí con sede en Dubai era seria y efectiva y llevaba la gestión de puertos por todo el mundo, desde Okinawa hasta Londres. Dos de las compañías que hasta esos momentos habían gestionado los puertos norteamericanos, una de ellas británica, estaban interesadas en vender. Arabian Port Management quería comprar las dos. Con la compra de una de ellas se harían cargo de la gestión de Nueva York, Nueva Jersey, Baltimore, Nueva Orleans, Miami y Philadelphia. Con la otra, de Charleston, Savannah, Houston y Mobile. En otras palabras: una compañía árabe controlaría los puertos más importantes de la costa Este y del Golfo.
A Helen Lardahl Bentley le parecía una buena idea.
Para empezar, la compañía era la mejor, la más eficaz y, desde luego, la más rentable. Una venta así supondría además un paso correcto hacia la normalización de las relaciones con las fuerzas de Oriente Medio con las que a Estados Unidos le convenía llevarse bien. Además, y tal vez eso fuera lo más importante para Helen Bentley, la concesión contribuiría a restablecer el respeto por los buenos estadounidenses árabes.
En su opinión, ya habían sufrido lo suficiente y se mantuvo en sus trece. Había mantenido reuniones con la directiva de la compañía árabe y, aunque no era tan tonta como para prometer nada, había dado claras señales de buena voluntad. Le gustaba especialmente que la compañía, a pesar de la inseguridad vinculada a la aprobación de las concesiones, ya había invertido mucho dinero en tierra norteamericana para estar mejor preparada llegado el momento.
Warren le había hablado en voz baja. No le soltaba las manos y mantenía la mirada clavada en la de ella cuando dijo: «Yo apoyo tu meta. Sin reservas. Pero nunca la vas a alcanzar si ahora lo tiras todo por la borda. Tienes que contraatacar, Helen. Tienes que contraatacar a Bush donde menos se lo espera. Llevo años analizando a ese hombre, Helen. Lo conozco tan bien como se puede llegar a conocer a alguien sin tener contacto directo con él. ¡Él también quiere que se firme ese acuerdo! Sólo que tiene la suficiente experiencia como para no hablar de ello todavía. Comprende que esto despierta sentimientos en la gente con los que no hay que jugar. Tienes que delatarlo. Tienes que ir a por él. Te voy a decir lo que tienes que hacer…».
Por fin se sentía limpia.
Le escocía la piel. El baño estaba lleno de vapor caliente. Salió de la ducha y cogió una toalla con la que se envolvió el cuerpo. Luego cogió otra más pequeña con la que se cubrió la cabeza. Limpió un poco el vaho del espejo.
Ya no tenía sangre en la cara. El chichón aún era visible, pero el ojo se había vuelto a abrir. Lo peor eran las muñecas, en realidad. Las estrechas tiras de plástico se habían clavado tan hondo en la piel que en varios sitios le habían provocado grandes heridas. Tenía que pedir un desinfectante y, a poder ser, unas buenas vendas.
Siguió el consejo de Warren, sumida en grandes dudas.
Cuando el moderador del debate le preguntó qué pensaba sobre la amenaza para la seguridad que suponía la venta de infraestructuras estadounidense centrales, ella había mirado directamente a la cámara y había pronunciado un ardiente discurso de cuarenta y cinco segundos, una apelación apasionada a la conciliación con «nuestros amigos árabes», en la que subrayaba la importancia de cuidar un valor estadounidense fundamental, que consistía en la igualdad de todos los norteamericanos, fuera cual fuera el origen de sus antepasados y la religión que defendieran.
Luego había tomado aire. Un vistazo al presidente la convenció de que Warren tenía razón. El presidente Bush sonreía seguro de su victoria. Elevó los hombros en aquel extraño gesto suyo, mostrando las manos. Estaba seguro de lo que iba a decir.
Y ella dijo algo completamente distinto.
En lo que respecta a la infraestructura -había dicho Helen Bentley con serenidad-, el asunto era bastante distinto. Opinaba que la infraestructura no debía ponerse en manos de nadie que no fuera norteamericano, o uno de sus aliados más cercanos. Dijo que la meta tenía que ser que todo, desde las principales carreteras hasta los aeropuertos, los puertos marítimos, las aduanas, las fronteras y las vías férreas, estuvieran para siempre en manos de los intereses norteamericanos.