– No pretendía que…
La madre estiró los brazos para coger a la niña.
– Déjala tranquila -sonrió Helen Bentley-. Necesitaba una pausa.
Llevaba tres horas delante de la pantalla. La situación era grave, por decirlo suavemente. Mucho peor de lo que se había imaginado. El miedo a lo que sucedería cuando, al cabo de unas pocas horas, abriera la bolsa de Nueva York era enorme y daba la impresión de que durante la última jornada los medios de comunicación se habían preocupado más por la economía que por la política. Si es que era posible trazar tal división, pensó Helen Bentley. Todos los canales de televisión y los periódicos de Internet tenían reportajes regulares de Oslo para mantener al día al público sobre el secuestro de la presidenta. Pero, de algún modo, era como si el destino de Helen Bentley hubiera sido marginado a las afueras de la conciencia de la gente. Ahora se trataba de las cosas cercanas. Del petróleo, la gasolina y los puestos de trabajo. En varios sitios se habían producido tumultos que rozaban la revuelta, y los dos primeros suicidios de Wall Street eran ya un hecho. Los gobiernos de Arabia Saudí y de Irán estaban furiosos. Su propio ministro de Asuntos Exteriores había tenido que tranquilizar varias veces al mundo afirmando que la vinculación de esos dos países con el secuestro de la presidenta no tenía fundamento.
No obstante, el silencio había sido absoluto después de su discurso de la noche anterior y el conflicto seguía su escalada.
Por ahora se había limitado a navegar por las páginas abiertas de la Red. Sabía que antes o después se vería obligada a entrar en páginas que harían saltar todas las alarmas en la Casa Blanca, pero quería posponerlo tanto como fuera posible. En varias ocasiones, había estado a punto de ceder ante la tentación de abrir una cuenta en Hotmail para enviar un mensaje tranquilizador al correo privado de Christopher, pero afortunadamente había reunido fuerzas para resistirse.
Aún había demasiadas cosas que no entendía.
El hecho de que Warren hubiera llevado un doble juego ya le resultaba inconcebible, pero su larga vida le había enseñado que de vez en cuando las personas hacían cosas muy extrañas. Aunque los caminos del Señor fueran inescrutables, ni siquiera se podían comparar con los de los mortales.
Lo que no conseguía entender era el pasaje sobre la niña.
En la carta que le había mostrado Jeffrey Hunter aquella madrugada, que ahora le parecía tan lejana en el tiempo, ponía, que lo sabían; que los troyanos sabían lo de la niña. Algo así. Por mucho que se esforzara no conseguía acordarse literalmente de las palabras. Al leer la carta, por un segundo apareció ante sus ojos la madre biológica de la niña, una figura vestida de rojo bajo la lluvia, con los ojos abiertos y suplicando por una ayuda que nunca le fue concedida.
La pequeña Ragnhild intentó girarse.
La niña era preciosa. Tenía el pelo rubio y suave, los dientes blancos como la nieve tras los labios rojos y húmedos, y unas pestañas preciosas.
Se parecía a Billie.
Helen Bentley sonrió y acomodó mejor a la niña. El lugar en el que se encontraba era extraño, había tanto silencio… En la lejanía se percibía el zumbido del mundo del que se estaba ocultando, pero allí dentro había cinco personas que parecían evitar hablar las unas con las otras.
La bizarra asistenta estaba sentada junto a la ventana haciendo ganchillo. De vez en cuando chasqueaba repetidamente la lengua y miraba un enorme roble del exterior. Luego daba la impresión de que se calmaba a sí misma murmurando por lo bajo y volvía a concentrarse en su ganchillo de color rosa intenso.
La madre de la niña era una mujer fascinante. Cuando le contó la historia de Warren, dio la impresión de que nunca antes se la había contado a nadie. En cierto sentido le produjo la impresión de que compartían un mismo destino. Resultaba paradójico, pensó, pues su secreto consistía en que ella misma había traicionado, mientras que Inger Johanne había sido traicionada por otro.
«Nosotras las mujeres y nuestros malditos secretos -pensó-. ¿Por qué somos así? ¿Por qué sentimos vergüenza tengamos motivos o no? ¿De dónde sale esta opresiva sensación de cargar siempre con una culpa?»
A la mujer de la silla de ruedas no había quién la entendiera.
Permanecía ahí sentada, al otro lado de la mesa de la cocina, con un periódico en el regazo y una taza de café en la mano. No daba la impresión de estar leyendo. El periódico llevaba un cuarto de hora abierto por la misma página.
Helen todavía no entendía bien quién estaba relacionado con quién en aquel hogar. Por alguna extraña razón no le importaba. Por lo general, su fuerte necesidad de tenerlo todo controlado hubiera hecho que la situación le resultara insoportable, pero allí estaba tranquila, como si aquellas ambiguas constelaciones contribuyeran a tornar más natural su absurda presencia.
No le habían planteado una sola pregunta desde que se despertó al amanecer. Ni una sola.
Era increíble.
La niña de su regazo se incorporó somnolienta. Sintió una ráfaga del dulce olor de la leche y el sueño cuando la niña la miró con recelo y dijo:
– Mamá. Quiero ir con mamá.
La asistenta se levantó con una rapidez que no se le hubiera atribuido a su flaco cuerpo tullido.
– Tú te vas a venir con la tía Marry. Y vamos a sacar los juguetes de Ida, pa' que las señoras puedan quedarse aquí un rato, en paz.
Ragnhild se rio y alargó los brazos hacia ella.
En todo caso tenían que venir con frecuencia, pensó Helen Bentley La niña parecía adorar al espantapájaros. Se fueron al salón. El sonido de la charla de la niña y la regañina de la mujer sonó cada vez más lejano, hasta que desapareció del todo. Debían de haberse ido a otra habitación.
Tenía que volver al ordenador. De un modo u otro tenía que encontrar las respuestas que le faltaban. Tenía que seguir buscando. En algún lugar del caos de información que vagaba por el ciberespacio, tenía que encontrar lo que estaba buscando, antes de darse a conocer y devolver el planeta a su curso normal.
Era evidente que no iba a encontrar las respuestas en un ordenador. Hasta que no entrara en sus propias páginas, no había nada ahí fuera que pudiera ayudarla.
Se dio cuenta de que se estaba mirando fijamente las manos. Tenía la piel seca y se había partido una uña. El anillo de casada parecía demasiado grande, le quedaba suelto y estuvo a punto de caerse cuando lo cogió entre dos dedos y lo giró. Alzó la cabeza.
La mujer de la silla de ruedas la miró. Tenía los ojos más extraños que Helen Bentley hubiera visto nunca. Eran azules como el hielo, casi transparentes, pero al mismo tiempo eran profundos y oscuros. Resultaba imposible leer nada en su mirada, ni preguntas ni exigencias. Nada. La mujer se limitaba a mirarla; eso la aturdía e intentó retirar la mirada. Pero no era posible.
– Me engañaron -dijo Helen Bentley calladamente-. Sabían qué hacer para que me entrara el pánico y yo caí en la trampa.
La mujer que se llamaba Hanne Wilhelmsen guiñó los ojos.
– ¿Quieres contarme lo que sucedió? -preguntó plegando el periódico despacio.
– Creo que he de hacerlo -dijo la mujer inspirando hondo-. Creo que no me queda más remedio.
Capítulo 7
– ¿Y eso es todo lo que puedes decir?
El jefe de vigilancia Peter Salhus puso cara de insatisfacción y se rascó el corto pelo de la coronilla. Yngvar Stubø desplegó los brazos e intentó sentarse mejor en la incómoda silla. El televisor sobre el armario archivador estaba encendido. El sonido era bajo y poco claro, era la cuarta vez que Yngvar veía exactamente las mismas noticias.
– Me rindo -dijo-. Tras el episodio de anoche, es imposible sacarle una palabra a Warren Scifford. Casi estoy empezando a creer los rumores de que el FBI está haciendo su propia carrera. Alguien ha dicho hoy en la cantina que esta noche incluso han llegado a entrar por la fuerza en un piso. En Huseby. O… tal vez fuera en un chalé.