– Pero hay gente que pensaría que esto es dinamita -dijo Inger Johanne.
– Desde luego -asintió Bentley-. Bastante gente, la verdad. Ya lo has dicho tú: la cuestión del aborto divide Estados Unidos por la mitad, se trata de un tema muy delicado que nunca ha acabado de cerrarse. Si se hiciera público, tendría que defenderme. Pero lo dicho, creo que…
– ¿Quién lo sabe?
– ¿Quién…? -Se lo pensó, frunció el ceño y dijo vacilante-: Bueno, Christopher, por supuesto. Se lo conté antes de casarnos. Y tenía una buena amiga, Karen, que también lo sabía. Fue estupenda y me apoyó muchísimo. Pero un año más tarde murió en un accidente de tráfico, mientras yo estaba en Vietnam y… Me resulta impensable que Karen se lo contara a nadie. Era…
– ¿Y el hospital? Tendrá que haber un historial clínico en alguna parte, ¿no?
– El edificio ardió en 1972 ó 1973. Lo quemaron unos activistas pro-life que se pasaron un poco durante una manifestación. Aquello fue antes de la revolución informática, así que supongo que…
– El historial clínico ha desaparecido -dijo Inger Johanne-. Tu amiga ya no está. -Contó con los dedos y dudó antes de aventurarse a preguntar-: ¿Y el padre de la criatura? ¿Sabía algo?
– Sí, claro. El…
Helen Bentley se adentró en sus propios pensamientos. Su rostro adquirió una dulzura especial, una suavidad en torno a la boca y un estrechamiento de los ojos que borraba sus arrugas y la hacía parecer más joven.
– Quería casarse conmigo -dijo-. Quería que tuviéramos ese niño. Pero cuando comprendió que yo iba en serio, me apoyó en todos los sentidos. Me acompañó a Nueva York. -Alzó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no hizo ademán de enjugarlas-. Yo no lo amaba. No creo que estuviera realmente enamorada de él. Pero era un buenazo… Creo que era el hombre más bueno que he conocido nunca. Considerado. Sabio. Me prometió no contárselo nunca a nadie. Francamente, no me puedo imaginar que haya roto su promesa. Tendría que haber sufrido una transformación muy radical.
– Esas cosas pasan -susurró Inger Johanne.
– A él no -dijo Helen Bentley-. Era un hombre de honor, como nadie a quien haya conocido. Hacía casi dos años que le conocía cuando me quedé embarazada.
– Han pasado treinta y cuatro años -dijo Hanne-. A una persona le pueden pasar muchas cosas en tanto tiempo.
– A él no -dijo Helen Bentley negando con la cabeza.
– ¿Cómo se llamaba? -preguntó Hanne-. ¿Lo recuerdas?
– Ali Shaeed Muffasa -dijo Helen Bentley-. Creo que más tarde se cambió el nombre. Cogió uno que sonaba más… inglés. Pero para mí sólo era Ali, el chico más bueno del mundo.
Capítulo 9
Las siete y media de la mañana, por fin, y, afortunadamente, era jueves. Las dos niñas entraban pronto en el colegio aquel día. Louise para jugar al ajedrez antes de que empezaran las clases; Catherine para pasar un rato en el gimnasio. Las dos habían preguntado por su tío, pero se habían tranquilizado cuando su padre insinuó que Fayed había tomado alguna copa de vino de más la noche anterior. Estaba durmiendo la mona.
La casa de Rural Route # 4, en Farmington, Maine, nunca estaba completamente en silencio. La madera crujía. La mayoría de las puertas chirriaban, algunas era difíciles de abrir y otras tenían el marco suelto y no dejaban de dar portazos movidas por la constante corriente entre las viejas ventanas. En la parte trasera de la casa, habían plantado unos enormes arces tan cerca de la pared que las ramas atizaban el tejado en cuanto corría un poco de aire. Era como si la casa estuviera viva.
Ya no era necesario que Al Muffet anduviera de puntillas por la casa. Sabía que no iba a aparecer nadie por allí hasta que llegara el cartero, cosa que solía ocurrir sobre las dos. Después de llevar a las chicas al colegio, Al había pasado por el despacho y le había dicho a la secretaria que no se sentía bien, que le dolía la garganta y que tenía fiebre y que, lamentablemente, tendría que cancelar las citas del día. Ella lo había mirado con ojos tristes y mucha simpatía, y le había deseado que se mejorara.
Él había recogido las cosas que necesitaba, se había despedido entre toses y se había ido a casa.
– ¿Estás más o menos cómodo?
Al Muffet le echó un vistazo a su hermano. Tenía los brazos amarrados a la cabecera de la cama, con cinta americana en torno a las muñecas, y los pies atados con una cuerda que continuaba por la punta del pie derecho y estaba asegurada con grandes nudos. Sobre la boca de su hermano, Al Muffet había colocado una ancha cinta adhesiva gris.
– Mmffmm -respondió el otro, agitando frenéticamente la cabeza; el sonido quedaba muy amortiguado por un trapo que le había metido en la boca.
Al Muffet descorrió las cortinas. La luz de la mañana entró a raudales. El polvo de la habitación de invitados danzaba por encima de la tarima desgastada. Al sonrió y se giró hacia su hermano en la cama.
– Estás cómodo. Esta madrugada, cuando te puse una inyección tranquilizante en el culo, casi ni te enteraste. Fue tan fácil dominarte que casi no te reconozco, Fayed. En tiempos eras tú quien ganaba las peleas, no yo.
– ¡Mmffff!
Junto a la ventana había una silla de madera. Era frágil y vieja, y tenía el asiento desgastado por más de cien años de uso. Venía con la casa cuando Al Muffet la compró, como tantas otras cosas viejas y hermosas que estaban allí y que habían contribuido a que la familia echara raíces mucho más rápido de lo que se habían atrevido a soñar.
Arrimó la silla a la cama y se sentó.
– Esto -dijo con calma; sostuvo la jeringuilla ante los ojos de su hermano, que lo miraba con incredulidad-. Esto es bastante más peligroso que lo que te he dado esta noche. Verás, esto… -Empujó el émbolo lentamente, hasta que salieron unas finas gotas por la afilada aguja-. Esto es quetovenidona. Un potente preparado de morfina. Muy efectivo. Tengo… -entornó los ojos y sostuvo la jeringuilla contra la luz- 150 miligramos. Una dosis mortal para una persona…
Fayed movía los ojos e intentaba en vano liberar las manos.
– Y en esta de aquí… -dijo Al sin inmutarse, y sacó otra jeringuilla del bolso que tenía junto a él en el suelo-. Aquí tengo naxolona. El antídoto, vamos. -Dejó también la segunda jeringa sobre la mesilla y las apartó un poco de la cama, por si acaso, antes de mirar a su hermano y añadir-: Pronto te voy a quitar la mordaza. Pero primero te voy a dar un poco de esta morfina. Vas a notar los efectos bastante rápido. Te bajarán la presión arterial y el pulso. Y te vas a sentir bastante mal. Puede que tengas problemas para respirar. Así que tú eliges. O me respondes a lo que te pregunte, o te pongo más. Y así sucesivamente. Bastante sencillo, ¿no? Cuando me hayas dado la información que necesito, te pongo el antídoto. Pero hasta entonces no, ¿entendido?
El hermano se retorcía desesperadamente en la cama. Le caían lágrimas de los ojos y Al se percató de que el pantalón estaba mojado en torno a los órganos sexuales.
– Una cosa más -dijo Al clavándole la aguja en el muslo, atravesando el pantalón del pijama-. Puedes gritar y chillar todo lo que quieras. Tiempo perdido, has de saberlo. Hay más de kilómetro y medio hasta el vecino más cercano, y además está de viaje. Como es entre semana, tampoco habrá nadie dando un paseo. Así que olvídalo. Ya está…