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Volvió a sacar la jeringuilla y comprobó cuánto había metido. Asintió satisfecho, dejó la jeringuilla junto a la otra sobre la mesilla y de un tirón le arrancó la mordaza a su hermano. Fayed intentó sacarse el trapo con la lengua, pero le dieron náuseas y giró la cabeza hacia un lado. Al metió dos dedos y sacó el trozo de tela.

A Fayed le costaba respirar. Jadeaba y era evidente que intentaba decir algo, pero no le salieron más que carraspeos y náuseas.

– Se nos está yendo el tiempo -dijo Al-. Así que será mejor que intentes responder rápido. -Se humedeció los labios mientras pensaba y luego preguntó-: ¿Es verdad que madre creyó que tú eras yo antes de morir?

Fayed sólo pudo asentir con la cabeza.

– ¿Te contó algo que tú entendiste que tenía que ser para mí?

El hermano empezó a dominarse. Estaba más tranquilo. Fue como si por fin hubiera entendido que no había manera de liberarse. Por un momento permaneció completamente quieto. Sólo se le movía la boca. Daba la impresión de estar intentando producir humedad, tras varias horas con un trapo en la boca.

– Toma -dijo Al, y le llevó un vaso de agua a los labios.

Fayed bebió, varios tragos. Luego carraspeó y arrojó a la cara de su hermano un escupitajo de agua, mocos, saliva y restos del trapo.

– Fuck you -dijo jadeante, y reclinó la cabeza.

– No estás siendo muy sensato -dijo Al secándose la cara con la manga.

Fayed no dijo nada. Podía dar la impresión de estar pensando, como si valorara qué podía hacer para negociar una solución.

– Vamos a probar otra vez -dijo Al-. ¿Te contó madre algo sobre mi vida creyendo que eras yo?

Fayed seguía sin contestar, pero al menos estaba quieto. La morfina había empezado a actuar. Las pupilas se encogieron ostensiblemente. Al se acercó a la cómoda junto a la puerta del cuarto de baño, abrió las cerraduras de combinación y sacó la agenda de Fayed del fondo de la maleta. Pasó las hojas hasta llegar al calendario del año 2002 y lo arrancó. Luego volvió junto a la cama:

– Aquí tenemos la fecha en que murió madre. ¿Y qué has escrito aquí, Fayed, el día que murió mamá, cuando estabas sentado en su cabecera? -Mostró la hoja a su hermano que giró la cara hacia otro lado-. Junio de 1972, Nueva York, eso es lo que has apuntado. ¿Qué significa esta fecha para ti? ¿Fue madre la que te la dio? ¿Fue madre la que te habló de este día cuando estabas sentado junto a ella?

Seguía sin haber respuesta.

– ¿Sabes? -dijo Al con calma, mientras agitaba el calendario-, eso de morir de una sobredosis de morfina es mucho menos agradable de lo que piensa la gente. ¿Notas que los pulmones te están empezando a fallar? ¿Notas que te cuesta más respirar?

El hermano resopló. Intentó arquear el cuerpo, pero no tenía fuerzas.

– Madre era la única que lo sabía -dijo Al-. Pero no me lo reprochó, Fayed, nunca. Mi secreto le afectó muchísimo, pero no lo usó contra mí. Madre era la compañera de mi alma, del mismo modo que podría haberlo sido de la tuya, si te hubieras comportado de un modo más o menos decente. Al menos podrías haber intentado ser un miembro de la familia. Pero hiciste cuanto estaba en tu mano para no ser uno de nosotros.

– Yo nunca fui uno de vosotros -gruñó Fayed-. De eso te encargaste tú.

Estaba pálido. Yacía tranquilo y había cerrado los ojos.

– ¿Yo? ¿Yo? Yo que… -Con decisión cogió la jeringuilla de morfina e inyectó otros diez miligramos del contenido en el muslo de Fayed-. No tenemos tiempo para esto. ¿Qué va a pasar, Fayed? ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido a verme después de todos estos años? ¿Y para qué coño has usado la información sobre el aborto de Helen?

Al fin daba la impresión de que Fayed empezaba a asustarse de veras. Se esforzaba por respirar, pero los músculos no le obedecían del todo. En sus labios se estaba formando espuma blanca, como si no tuviera fuerzas para tragar su propia saliva.

– Ayúdame -dijo-. Tienes que ayudarme. No puedo…

– Responde a mis preguntas.

– Ayúdame. No puedo… Todo se va a ir a… El plan…

– ¿El plan? ¿Qué plan? Fayed, ¿de qué plan estás hablando?

Se estaba muriendo. Era evidente; Al sintió que se acaloraba. Notó que le temblaban las manos cuando agarró la jeringuilla con naxolona y la preparó.

– Fayed -dijo agarrando firmemente la barbilla de su hermano para conseguir que lo mirara-, te estás metiendo en un lío. Aquí tengo el antídoto. Respóndeme a una cosa. Sólo a una cosa: ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué has venido justamente aquí?

– Por las cartas -murmuró Fayed, sus ojos parecían muertos-. Las cartas van a llegar aquí. Si algo saliera mal… -No respiraba, Al le dio un golpetazo en el pecho y los pulmones de Fayed hicieron un nuevo intento de evitar la muerte-. Tú caerás conmigo. Era a ti a quien amaban.

Al cogió un cuchillo del bolso y cortó la cinta americana que amarraba el brazo derecho de Fayed al poste de la cama. La morfina la había inyectado directamente en el músculo, pero ahora necesitaba una vena. Con lentitud vació el antídoto en una vena azul pálido del antebrazo de su hermano. Y, para no perder del todo el valor, volvió a amarrarle el brazo. Se levantó, se puso a dar vueltas y ya no podía contener las lágrimas.

– ¡Me cago en la hostia! ¡Me cago en la hostia! ¡Todo lo que quería en esta vida era paz y tranquilidad! ¡Nada de peleas! ¡Nada de jaleo! Había encontrado este rincón del mundo donde todo nos iba bien a las niñas y a mí, y ahora vienes tú a…

Al estaba sollozando. No estaba acostumbrado a llorar. No sabía qué hacer con los brazos. Colgaban sueltos a ambos lados de su cuerpo. Le temblaban los hombros.

– ¿De qué tipo de carta estás hablando, Fayed? ¿Qué es lo que has hecho? Fayed, ¿qué has hecho?

De pronto corrió hacia su hermano y se inclinó sobre él. Puso la palma de la mano contra su mejilla. El bigote, el enorme y ridículo mostacho que se había dejado crecer desde la última vez, le hizo cosquillas en la piel. Al acariciaba la cara de su hermano una y otra vez.

– ¿Qué has hecho esta vez? -susurraba.

Pero su hermano no contestaba, estaba muerto.

Capítulo 10

Acababan de dar las dos cuando Helen Bentley retornó a la cocina. Tenía muy mal aspecto. A primera hora de la mañana las seis horas de sueño y una larga ducha habían hecho milagros, pero con el paso de las horas se estaba poniendo muy pálida. Sus ojos carecían de brillo y bajo ellos tenía ojeras con forma de media luna. Se dejó caer pesadamente en una silla y cogió con avidez la taza de café que le ofreció Inger Johanne.

– Queda hora y media para que abra la bolsa de Nueva York -suspiró, y bebió un poco-. Va a ser un jueves negro. Tal vez el peor desde los años treinta.

– ¿Has averiguado algo? -preguntó Hanne con prudencia.

– Al menos tengo una especie de visión de conjunto. Parece evidente que nuestros amigos de Arabia Saudí, llegado el caso, no han sido excesivamente amigables. Tercos rumores insisten en que son ellos quienes están detrás de todo esto, junto con Irán. Aunque en mi Administración nadie quiere admitir nada, por supuesto.

Se forzó a sonreír. Tenía los labios casi tan pálidos como el resto de la cara.

– Lo que significa que Warren se ha vendido a los árabes -dijo Inger Johanne, aún en voz baja.

La presidenta asintió y se cubrió los ojos con las manos. Permaneció así sentada durante varios segundos, pero de pronto se levantó y dijo:

– No tengo manera de averiguar lo que realmente está pasando si no entro en las páginas bloqueadas de la Casa Blanca. Tengo que usar mis propios códigos; aun así habrá muchas cosas a las que no tenga acceso, porque para eso necesito otro tipo de equipo, pero tengo que averiguar si han descubierto a Warren. Tengo que averiguar lo que saben los míos sobre todo esto antes de darme a conocer. Si no saben nada sobre su…