– Está trabajando de lleno aquí en Noruega -dijo Inger Johanne-. Yo me habría enterado si le hubiera pasado algo, si le hubieran arrestado o algo así, quiero decir. -Vaciló un momento, le echó un vistazo a su propio teléfono móvil y añadió-: Al menos eso creo.
– Pero eso no tiene por qué significar nada -dijo la presidenta-. Si supieran que está implicado, podrían haber considerado que era más útil mantenerlo en la incertidumbre. Pero si no lo saben -tomó aire-, puede resultar peligroso que ande suelto cuando yo salga a la luz. No me queda más remedio que entrar en mis propias páginas. Tengo que hacerlo.
– Te descubrirían en pocos segundos -dijo Inger Johanne con escepticismo-. Verían la dirección IP y averiguarían que el ordenador está aquí. Vamos a desatar una tormenta.
– Sí. Tal vez… No. No necesito mucho tiempo, en realidad. Con un par de horas bastará. Espero.
La puerta del salón se abrió y Hanne Wilhelmsen entró con su silla de ruedas.
– Una hora de sueño por aquí y otra por allá -dijo, y bostezó-. Con eso casi se descansa. ¿Has avanzado algo?
Miró a Helen Bentley.
– Bastante, pero ahora tengo un problema. Tengo que entrar en unas páginas bloqueadas; si uso tu ordenador, sabrán inmediatamente que sigo viva, y también dónde me encuentro.
Hanne moqueó y se secó la nariz con el dedo índice.
– Eso es un problema, sí. ¿Y qué hacemos?
– Mi ordenador -dijo Inger Johanne sorprendida y alzando el dedo índice-. ¿Qué tal si lo usamos?
– ¿Tú ordenador?
– ¿Tú tienes un ordenador? ¿Aquí?
Las otras dos la miraban con incredulidad.
– Está en el coche -dijo Inger Johanne con ánimo-. Y está registrado en la Universidad de Oslo. Como es obvio, también les proporcionará una dirección IP, pero les llevará más tiempo… Primero tendrán que contactar con la universidad, luego tendrán que averiguar a quién se le ha prestado el ordenador y al final tendrán que descubrir dónde me encuentro yo. Y la verdad es que eso sólo lo sabe… -volvió a mirar el móvil, atormentada por su mala conciencia- Yngvar. Y en realidad él tampoco lo sabe del todo.
– ¿Sabes? -dijo la presidenta-, creo que es una buena idea. No necesito más de un par de horas, que será más o menos lo que vamos a ganar al usar otro ordenador.
Hanne era la única que todavía parecía muy escéptica.
– No es que yo sepa gran cosa sobre direcciones IP y cosas así -intervino-, pero ¿estáis seguras de que realmente puede funcionar? ¿Lo que rastrean no es la línea, en realidad?
Inger Johanne y Bentley intercambiaron miradas.
– No estoy segura -contestó la presidenta-, pero es un riesgo que voy a tener que correr. ¿Podrías ir a buscarlo?
– Por supuesto -dijo Inger Johanne levantándose-. Dentro de cinco minutos estoy de vuelta.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Helen Bentley se acercó a una silla que estaba junto a Hanne y se sentó. Parecía no encontrar las palabras adecuadas. Hanne la miraba sin expresión en la cara, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
– Hannah. ¿Tienes…? Dices que trabajaste en la Policía. ¿Tienes armas en la casa?
Hanne apartó la silla de ruedas de la mesa.
– ¿Armas? ¿Para qué quieres tú…?
– Sshh -dijo la presidenta, la voz tenía de pronto un aguijón de autoridad que hizo que Hanne se tensara-. Por favor. Preferiría que Inger no supiera nada de esto. A mí no me gustaría tener a mi hija de un año en una casa en la que hay un arma cargada. Y, evidentemente, no creo que sea necesario usarla, pero tienes que recordar que…
– ¿Sabes por qué estoy aquí sentada? ¿Se te ha pasado eso por la cabeza? Estoy sentada en esta maldita silla porque me pegaron un tiro. Una bala me reventó la columna vertebral. No tengo una relación muy cordial con las armas.
– ¡Hannah! ¡Hannah! ¡Escúchame!
Hanne cerró la boca y miró fijamente a Helen Bentley.
– Por lo general soy una de las personas mejor custodiadas del planeta -afirmó la presidenta en voz baja, como si tuviera miedo de que Inger Johanne hubiera vuelto-. Todo el rato estoy rodeada de hombres fuertemente armados, por todas partes. No es por casualidad, Hannah, por desgracia es necesario. En el momento en que se sepa que estoy en este apartamento, estaré indefensa. Hasta que lleguen las personas correctas y vuelvan a ponerme bajo su cuidado, tengo que poder defenderme. Creo que si lo piensas, estarás de acuerdo conmigo.
Hanne fue la primera en apartar la mirada.
– Tengo armas -dijo por fin-. Y munición. Nunca he conseguido deshacerme de los pesados armarios de acero y… ¿Eres buena?
La presidenta sonrió de lado.
– Mis profesores hubieran protestado si dijera algo así, pero sé manejar un arma. I'm the Commander in Chief, remember?-Hanne seguía sin expresión en la cara, mirando fijamente la mesa. Bentley le puso la mano sobre el antebrazo-: Una cosa más. Creo que lo mejor sería que todas os fuerais. Que os fuerais del piso. Por si pasara algo.
Hanne alzó la cabeza y la miró con cara de exagerada incredulidad. Luego se echó a reír. Se rio en alto, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
– Buena suerte -susurró-. A mí no me mueve nadie. Y en cuanto a Marry el radio de su vida tiene unos treinta metros. Nunca, repito, nunca conseguirás sacarla de aquí. Alguna que otra vez consigo convencerla para que baje al sótano, pero no creo que tú lo consigas. En cuanto a…
– Ya estoy aquí -dijo Inger Johanne con el aliento entrecortado-. ¡Fuera hace calor de verano, por cierto!
Dejó su ordenador portátil sobre la mesa de la cocina. Con ágiles manos, conectó un ratón externo, sacó una alfombrilla, enchufó el cable a la corriente y encendió la máquina.
– Voilà -exclamó-. Adelante, Madame Président. ¡Un ordenador que llevará un tiempo rastrear!
Estaba tan excitada que no se percató de la cara de preocupación de Hanne cuando maniobró con la silla y se dirigió hacia el interior del apartamento. Las ruedas de goma chirriaban finamente contra el parqué. El ruido no calló hasta que oyeron cómo se cerraba una puerta al fondo del piso.
Capítulo 11
El joven que se encontraba ante un monitor en una diminuta habitación no demasiado alejada de The Situation Room, en la Casa Blanca, notó que las letras y los números habían empezado a danzar ante sus ojos. Los cerró con fuerza, sacudió la cabeza y lo volvió a intentar. Todavía le seguía costando fijar la mirada en una fila o en una columna. Intentó masajearse la nuca. El agrio olor del sudor de varios días ascendió desde sus sobacos y apretó avergonzado los brazos contra el cuerpo rezando por que nadie pasara por ahí.
Él no había ido a la universidad para dedicarse a aquello. Cuando le dieron trabajo en la Casa Blanca, después de licenciarse como ingeniero informático y con sólo dos años de experiencia en una empresa, apenas podía creerse su propia suerte. Pero no habían pasado mucho más de cinco meses, y ya estaba harto.
Había demostrado su eficiencia en la pequeña empresa de informática donde le habían ofrecido un puesto y creyó que era su indiscutible talento como programador lo que había hecho que la Administración lo reclutara.
Pero ante todo se había sentido como el chico de los recados durante cerca de seis meses.
Y llevaba ahí más de veintitrés horas, en una habitación sin ventanas, sudoroso y maloliente, mirando códigos que danzaban por la pantalla en un caos en el que se suponía que él debía poner orden. Al menos era importante que se enterara de lo que pasaba.