Se encontraba en un despacho al fondo del piso.
Cuando llamaron a la puerta, apenas oyó el timbre. Aguzó los oídos. Llamaron otra vez. Se levantó con cuidado y cogió la pistola que Hanne le había dado y cargado. Dejó puesto el seguro, se metió el arma en la cintura del pantalón y la cubrió con el jersey.
Algo iba extremadamente mal.
Capítulo 14
Delante de la puerta de Hanne Wilhelmsen en la calle Kruse, Warren Scifford e Yngvar Stubø se peleaban a voces.
– Vamos a esperar -decía Yngvar, furioso-. ¡Va a venir un coche patrulla en cualquier momento!
Warren consiguió que Yngvar le soltara el brazo.
– Se trata de mi presidenta -le chilló de vuelta-. Es responsabilidad mía averiguar si el líder supremo de mi país se encuentra detrás de esta puerta. ¡Mi propia vida depende de ello, Yngvar! ¡Ella es la única que me cree! Y no tengo la menor intención de esperar a que llegue una panda de uniformados con el gatillo suelto…
– Hola -dijo una voz ronca-. ¿Qué pasa?
La puerta estaba abierta con una rendija de diez centímetros. Una mujer mayor con un ojo a la virulé los miraba por encima de una cadena de seguridad a la altura de su cara.
– No abras -se apresuró a decir Yngvar-. ¡Por Dios, mujer! ¡Cierra inmediatamente esa puerta!
Warren le pegó un puntapié. La mujer retrocedió entre una avalancha de maldiciones. La puerta no se había movido. Yngvar agarró la chaqueta de Warren, pero se le escapó y perdió el equilibrio. Cayó al suelo y tuvo dificultades para volverse a levantar. Intentó aferrarse a la pernera del norteamericano, pero el hombre, a pesar de ser mayor que él, estaba mejor entrenado. Al mismo tiempo que desembarazaba su pierna, con enorme fuerza estampó la bota contra la entrepierna de Yngvar. Éste se derrumbó y perdió el conocimiento. Las maldiciones de la señora en el interior se interrumpieron bruscamente cuando una nueva patada reventó la cadena de seguridad. La puerta se abrió de pronto, propinándole tal golpetazo a la señora que la tiró hacia atrás: cayó sobre un estante para los zapatos.
Warren entró corriendo con el arma de servicio en la mano. Se detuvo ante la puerta siguiente y se resguardó contra la pared mientras gritaba:
– ¡Helen! ¡Helen! Madame Président, are you there?
Nadie contestó. De pronto, con el arma en alto, entró en la siguiente habitación.
Se encontraba en un gran salón. Junto a la ventana había una mujer en una silla de ruedas. No se movía y no había ninguna expresión en su rostro. De todos modos se dio cuenta de que dirigía los ojos hacia una puerta al fondo de la habitación. Otra mujer estaba sentada en un sofá, le daba la espalda y tenía un niño en brazos. Presionaba el bebé contra ella y parecía aterrorizada.
El bebé chilló.
– Warren.
Era la presidenta.
– Gracias a Dios -dijo el hombre, que avanzó dos pasos, mientras volvía a meter el arma en su funda-. Thank God, you're alive!
– Quieto.
– ¿Cómo?
Se paró en seco cuando ella sacó una pistola y la apuntó contra él.
– Madame Président-susurró-. ¡Soy yo! ¡Warren!
– Me has traicionado. Has traicionado a los Estados Unidos.
– ¿Yo? ¿Qué dices?
– ¿Cómo te enteraste de lo del aborto, Warren? ¿Cómo has podido usar algo así contra mí? Tú que…
– Helen…
Intentó otra vez acercarse, pero retrocedió rápidamente un paso cuando ella levantó el arma y dijo:
– Me sacaron engañada del hotel, gracias a la carta.
– Te doy mi palabra de honor… ¡No tengo la menor idea de lo que hablas!
– Levanta las manos, Warren.
– Yo…
– ¡Levanta las manos!
Vacilante, alzó los brazos en el aire.
– Verus amicus rara avis -dijo Helen Bentley-. Nadie más conocía la inscripción con la que estaba firmada la carta. Sólo tú y yo, Warren. Sólo nosotros dos.
– ¡Perdí el reloj! ¡Me lo… robaron! Yo…
El bebé lloraba como un poseso.
– Inger -dijo la presidenta-. Llévate a tu hija al despacho de Hannah. ¡Ahora!
Inger Johanne se levantó y cruzó corriendo la habitación. No le dirigió la mirada al hombre.
– Si te han robado el reloj, Warren, ¿qué es lo que tienes en torno a la muñeca izquierda?
Quitó el seguro.
Con infinita lentitud, para no provocarla, Warren giró la cabeza para mirar. Al alzar las manos, la manga del jersey se había deslizado por el brazo. Llevaba un reloj en torno a la muñeca, un Omega Oyster cuyos números eran diamantes y que tenía una inscripción en la parte de atrás.
– Es que…, verás…, creía que me lo habían…
Dejó caer las manos.
– Ni se te ocurra -le advirtió la mujer-. ¡Levántalas!
Él la miró. Sus brazos colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Tenía las palmas de las manos abiertas y empezó a levantarlas hacia ella en un gesto de súplica.
Madame Président disparó.
El estallido consiguió que la propia Hanne Wilhelmsen pegara un respingo. El eco retumbó en sus oídos y, por unos instantes, sólo oyó un sonido prolongado y agudo. Warren Scifford yacía inmóvil en el suelo, boca arriba. Maniobró la silla hasta él, se agachó y le puso los dedos en el cuello. Luego se incorporó y negó con la cabeza.
Warren sonreía, con las cejas ligeramente arqueadas, como si un instante antes de morir se le hubiera ocurrido algo gracioso, una ironía que sólo él podía entender.
Yngvar Stubø apareció en el vano de la puerta. Se cubría la entrepierna con las manos y tenía la cara blanca como la nieve. Al ver al hombre muerto, jadeó y siguió avanzando.
– ¿Quién eres tú? -preguntó la presidenta con calma, seguía en medio de la habitación con el arma en la mano.
– Es un good guy -se apresuró a decir Hanne-. Policía. El marido de Inger Johanne. No…
La presidenta alzó el arma y se la tendió a Yngvar, con la culata por delante.
– Será mejor que tú te hagas cargo de esto. Y si no fuera mucha molestia, ahora quisiera llamar a mi embajada.
En la lejanía se oían violentas sirenas.
Cada vez sonaban más fuerte.
Capítulo 15
Al Muffet había llevado el cadáver de su hermano al sótano y lo había dejado dentro de un viejo baúl que probablemente llevara allí desde que se construyó la casa. No era lo bastante largo, así que tuvo que colocar a Fayed de costado, con las rodillas y la nuca dobladas, en postura fetal. Le había producido un enorme rechazo tener que retorcer el cadáver, pero al final había conseguido cerrar la tapa. La maleta del hermano se encontraba al fondo de un armario debajo de la escalera. Ni el hermano ni sus cosas permanecerían allí mucho tiempo. Lo más importante era quitar las cosas de en medio antes de que las chicas volvieran del colegio. No permitiría que sus hijas vieran a su tío muerto ni cómo detenían a su padre. Tenía que enviarlas a algún sitio. Podía excusarse con un congreso inesperado o alguna otra reunión importante fuera del pueblo, y enviarlas a Boston con la hermana de su difunta madre. Eran demasiado jóvenes como para quedarse solas en casa.