Cuatro hombres más habían salido del hotel. Uno de ellos hablaba en voz baja por el teléfono móvil mientras miraba fijamente una horrorosa escultura de acero relumbrante que representaba a un hombre que estaba esperando un taxi. Los otros tres agentes hicieron señas a alguien a quien la policía no veía, y luego todos, como siguiendo una orden invisible, miraron en su dirección.
– Hey you! Officer! You!
La agente sonrió con inseguridad. Luego alzó el brazo señalándose a sí misma con una expresión interrogativa.
– Yes, you -repitió uno de los hombres, y en sólo tres pasos estaba junto a ella-. ID, please.
Ella sacó su identificación del bolsillo interior. El hombre echó un vistazo al escudo noruego y, sin ni siquiera volver el carné para comprobar la fotografía, se lo devolvió.
– The main door -le espetó, ya se había girado para volver corriendo-. No one in, no one out. Got it?
– Yes, yes. -La agente tragó saliva y abrió más los ojos-. Yes, sir!
Sin embargo, el hombre ya estaba demasiado lejos como para enterarse de la frase de cortesía que por fin se le había ocurrido. El compañero que había pasado la noche con ella se dirigía hacia la entrada. Era obvio que le habían ordenado lo mismo que a ella y parecía inseguro De pronto los cuatro coches del cortejo aceleraron, salieron de la explanada y desaparecieron.
– ¿Qué está pasando? -susurró el policía, y se apostó frente a las puertas de cristal, parecía completamente aturdido-. ¿Qué cojones está pasando?
– Tenemos que… Tenemos que vigilar esta puerta, creo.
– ¡Que sí! De eso ya me he enterado. Pero… ¿por qué? ¿Qué ha pasado?
Una mujer mayor se aproximó a las puertas desde el interior del hotel e intentó moverlas. Llevaba un abrigo de color rojo oscuro y un estrambótico sombrero azul con flores blancas en el ala. En el pecho se había colocado un lazo que casi rozaba el suelo y tenía los colores de la bandera. Al final consiguió girar las puertas y salir a la libertad.
– Lo sentimos, señora. Va a tener que esperar un poquito.
La policía le dirigió su más amable sonrisa.
– Esperar -repitió la señora con tono de pocos amigos-. ¡Dentro de un cuarto de hora tengo que reunirme con mi hija y la hija de mi hija! Tengo sitio en…
– Seguro que no lleva mucho tiempo -la tranquilizó la policía-. Si fuera tan amable de…
– Ya me encargo yo de esto -dijo un hombre con uniforme del hotel, que acudía a su encuentro desde la recepción-. Señora, si fuera usted tan amable…
– Oh say, can you seeeeeeeeee, by the dawn's early limiiiight…
Una voz poderosa cortó repentinamente el aire de la mañana. La agente se giró en seco. Del noroeste, donde la calle cortada daba a un aparcamiento del lado sur de la Estación Central de trenes, venía un hombre enorme con abrigo oscuro, micrófono y toda una orquesta a la espalda.
– … what so prouuuuuuuudly we hailed…
Lo reconoció de inmediato, y los uniformes blancos de los músicos tampoco dejaban lugar a dudas.
De pronto recordó que, según el plan, la Orquesta Juvenil de Sinsen y el hombre de la potente voz de canto se iban a encargar de crear un ambiente hogareño para la Madame Président, a las siete y media en punto, antes de que la llevaran a desayunar a palacio.
El jaleo de los tambores ascendía hacia la potencia de los truenos. El cantante se encogió como para coger carrerilla y tomó aire:
– … at the twighlight's last gleeeeeeeming…
La orquesta intentaba tocar algo que recordaba al ritmo de una marcha, mientras que el cantante parecía sentir debilidad por la actuación más grandilocuente. Se quedaba constantemente atrás en el tono y su pasional lenguaje corporal contrastaba de un modo extraño con la actitud militar de los músicos.
La Madame Président aún no había aparecido. Los norteamericanos, que apenas habían alcanzado a dar sus órdenes antes de precipitarse de vuelta al vestíbulo del hotel, tampoco estaban a la vista detrás de las puertas cerradas. Sólo la anciana con sombrero seguía de pie al otro lado de la puerta con gesto furioso. Era evidente que alguien había desconectado el sistema de apertura de las puertas. La joven policía estaba sola y no tenía la menor idea de qué hacer. Incluso su compañero había desaparecido, y no sabía adónde había ido. Empezó a dudar de que realmente fuera correcto por su parte aceptar órdenes de un extranjero. Y el relevo no había aparecido, cuando aquello era lo planeado.
Quizá debería de llamar a alguien.
Tal vez fuera el frío, quizá los nervios ante una misión tan importante; en todo caso, los cuarenta músicos y la estrella musical prosiguieron impasibles con su interpretación del Star Spangled Banner en una calle cortada que se había transformado en una plaza festiva más bien malograda, con una única policía de público.
– ¡Joder, Marianne! ¡Joder!
La policía se volvió de pronto. Su compañero salía corriendo por una puerta lateral. No llevaba la gorra y ella frunció la nariz y se llevó la mano severamente a su propia visera.
– La señora ha desaparecido, Marianne.
El compañero tenía la respiración entrecortada.
– ¿Cómo?
– He oído a dos que…, sólo quería saber lo que estaba pasando, entiendes, y…
– ¡Nos habían dicho que nos quedáramos aquí! ¡Que vigiláramos la puerta!
– ¡Como entenderás, yo no acepto órdenes suyas! ¡Esos aquí no tienen jurisdicción! Y nos deberían haber relevado hace media hora. Así que entré por ahí… -señaló agitando la puerta-… y, ¿sabes?, la gente del hotel no me paró, por el uniforme y eso, así que…
– ¿Quién ha desaparecido?
– ¡La señora! ¡Bentley! ¡La Presidenta, chica!
– Desaparecido -repitió ella sin fuelle.
– ¡Desaparecido! ¡Nadie tiene ni idea de dónde está! Al menos… Oí cómo hablaban dos de los tipos esos…
Se interrumpió a sí mismo y sacó el teléfono móvil.
– ¿A quién vas…? -empezó Marianne tapándose una oreja; la orquesta estaba alcanzando un crescendo-. ¿A quién estás llamando?
– Al VG, al periódico -susurró su compañero-. Por esto me dan diez mil, por lo menos.
Como un rayo le quitó el teléfono.
– De ninguna manera -le espetó-. Tenemos que contactar con…, contactar con… -Se quedó mirando el móvil como si éste pudiera ayudarla-. ¿A quién deberíamos…?
– … and the land of the freeeeeeee!
La canción se apagó. El cantante hizo una reverencia con inseguridad. Algunos de los músicos de la orquesta se rieron. Luego se hizo el silencio.
La voz de la agente sonaba débil y cortante, y le tembló la mano cuando esgrimió el teléfono ante su compañero y acabó la frase:
– ¿Con quién…, con quién coño tenemos que hablar ahora?
Capítulo 2
La secretaria jefe del ministro de Justicia estaba sola en la oficina. De un armario de acero del archivo cerrado sacó tres carpetas de anillas. Una amarilla, otra azul y otra roja. Las colocó sobre el escritorio del ministro y después preparó una cafetera. De un armario cogió bolígrafos, lápices y blocs, y los llevó a la sala de reuniones. Acto seguido se conectó con manos diestras a tres de los ordenadores: al suyo propio, al del ministro de Justicia y al del consejero del Ministerio. Antes de volver al archivo sacó un cronómetro de su escritorio personal y, sin demasiado esfuerzo, apartó uno de los estantes. Salió a la luz un panel con número rojos. Puso en marcha el cronómetro, introdujo un código de diez cifras y comprobó el tiempo. Treinta y cuatro segundos más tarde introdujo un nuevo código. No apartaba la vista del cronómetro y esperó. Esperó. Pasó minuto y medio. Un nuevo código.