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– Ciertamente -contestó enseguida Fidelma, ocultando su sorpresa-. Fui con el hermano Eadulf, scriptor del arzobispo designado Wighard de Canterbury, a la misa dedicada a la vida y obra de san Aidán de Lindisfarne. Ayer era el aniversario de la muerte de Aidán. La misa se celebró en la iglesia de santa María de las Nieves en la Esquilma.

Marino iba asintiendo con la cabeza como si conociera la respuesta de antemano.

– Respondéis con gran precisión, Fidelma de Kildare.

– En mi tierra, soy abogado del tribunal del Fenechus. La precisión forma parte de mi profesión.

El Superista volvió a asentir, ausente, como si ya supiera que ésa iba a ser la respuesta de la monja a su pregunta implícita.

– ¿Y por qué iban a asistir a una misa por Aidán de Lindisfarne los irlandeses y los sajones, hermana?

– Sencillamente porque Aidán fue un monje irlandés que convirtió a la fe el reino de Northumbria y por ello es venerado tanto por los irlandeses como por los sajones.

– ¿A qué hora empezó la misa?

– A medianoche.

– Pero antes, hermana, ¿dónde estabais el padre Eadulf y vos? -preguntó Marino inclinándose hacia adelante de repente, con su cara y sus ojos penetrantes dirigidos hacia ella.

Fidelma parpadeó.

– El hermano Eadulf y yo habíamos acompañado a un grupo de peregrinos a ver el Coliseo, donde tantos cristianos murieron por la fe en los días de los emperadores paganos de Roma. Contemplamos algunos de los santos sepulcros y luego fuimos a la iglesia donde se estaba celebrando la misa. Éramos en total una docena. Tres monjes northumbrios, incluido el hermano Eadulf, y dos hermanas y cuatro hermanos del monasterio de Columba en Bobbio. También había dos guías del hostal de Práxedes donde me alojo.

Marino iba asintiendo impacientemente.

– ¿Y estuvisteis con el hermano Eadulf hasta después de medianoche?

– Eso he dicho, Superista.

– ¿Y conocéis a un monje irlandés que se llama Ronan Ragallach?

Fidelma negó con la cabeza.

– No he oído ese nombre. ¿Por qué lo preguntáis? Tal vez me diréis ahora qué es lo que ha pasado que os ha hecho llamarme.

Marino suspiró profundamente, haciendo una pausa como para poner en orden sus pensamientos.

– Wighard, el arzobispo designado de Canterbury, que era el que iba a tener la autoridad sobre todos los abades y obispos de los reinos sajones, fue encontrado muerto a medianoche por un decurión de los guardias del palacio. Además, han sido sustraídos de su cámara los inestimables regalos que iba a ofrecer al Santo Padre en la audiencia oficial que debía haber tenido lugar hoy.

Capítulo 4

– ¿Soy sospechosa de tener algo que ver en la muerte de Wighard de Canterbury? -inquirió Fidelma fríamente, después de darse cuenta de la gravedad de la noticia que le había dado el Superista.

Marino parecía triste y extendió las manos, un gesto extraño que implicaba una cierta disculpa.

– Tenía que hacer las preguntas. Mucha gente deseaba la muerte de Wighard, en particular los que se oponían a que Canterbury aceptara la regla de Roma en los reinos sajones.

– En ese caso estamos hablando de muchos miles de personas que hubieran deseado que Canterbury no hubiera tenido éxito en el concilio de Witebia -replicó Fidelma con frialdad.

– Pero no son tantos los que están en Roma y tienen la oportunidad de hacerlo -dijo Marino astutamente.

– ¿Queréis decir que Wighard fue asesinado por alguien opuesto al éxito de Canterbury durante el reciente sínodo en el monasterio de Hilda?

– Todavía no se ha llegado a una conclusión definitiva.

– Entonces, ¿por qué estoy yo aquí?

– Para ayudarnos, sor Fidelma -contestó una voz distinta-. Es decir, si queréis.

Fidelma miró alrededor y se encontró con la figura alta y delgada del obispo Gelasio, que avanzaba arrastrando los pies desde una puerta lateral que había sido tapada con una cortina. Resultaba obvio que había estado escuchando el interrogatorio que le había hecho Marino.

Fidelma se levantó indecisa en deferencia hacia el rango del obispo. Gelasio tendió su mano izquierda. Esta vez Fidelma ni siquiera se molestó en cogerla, sino que cruzó los brazos ante sí e hizo una breve inclinación de reconocimiento. Sus labios apretados formaban una línea delgada. Si estos romanos la iban a acusar de tener alguna responsabilidad en la muerte de Wighard, no sentía ninguna obligación de mostrar obediencia. Gelasio suspiró y tomó la silla que Marino había dejado libre. El gobernador militar del palacio de Letrán se quedó respetuosamente a un lado, a cierta distancia detrás de la silla.

– Haced entrar al monje, Marino -ordenó Gelasio-, y sentaos vos, Fidelma de Kildare.

Fidelma estaba ahora ligeramente desconcertada y se arrellanó en su asiento. Gelasio parecía compartir la ansiedad de Marino y ello se reflejaba en sus rasgos siniestros.

Marino atravesó la estancia hasta la puerta e hizo una señal a alguien que había al otro lado.

Hubo una pausa. Gelasio se quedó contemplando el fuego un rato y luego levantó los ojos hacia el recién llegado que había entrado en la offiána y permanecía esperando pacientemente.

Fidelma se dio la vuelta. Sus ojos se abrieron con sorpresa.

– ¡Hermano Eadulfl

Eadulf sonrió, con gesto un poco cansado, mientras avanzaba con el Superista y se quedaba vacilante ante el obispo Gelasio.

– Sentaos, Eadulf de Canterbury.

Marino había traído otras dos sillas de madera, arrastrándolas sobre el suelo de piedra, y él se sentó en una y Eadulf en la otra.

Fidelma se giró hacia Gelasio con mirada inquisitiva.

El obispo extendió las manos y sonrió para apaciguarla.

– Simplemente habéis confirmado lo que nos ha dicho el hermano sajón Eadulf.

– ¿Entonces…? -empezó Fidelma mostrando perplejidad.

El obispo levantó la mano exigiendo silencio.

– Esta muerte de Wighard es un asunto serio. No hay nadie bajo sospecha. Vos habéis admitido libremente que erais uno de los delegados que estaba en desacuerdo con Canterbury, en el sínodo que tuvo lugar en el monasterio de Hilda. Podíais fácilmente haber querido vengaros de Wighard, quien, como arzobispo designado de Canterbury, había salido vencedor de la discusión.

Como Fidelma exhaló un suspiro de profunda preocupación él continuó rápido.

– Pero el hermano Eadulf nos ha informado del extraordinario servicio que realizasteis durante el debate de Witebia al resolver el asesinato de la abadesa Étain.

Fidelma echó una mirada a Eadulf, que estaba sentado con la mirada baja y sin mostrar expresión alguna en el rostro.

– El servicio lo llevé a cabo en cooperación con el hermano Eadulf, pues sin su ayuda el asunto no hubiera tenido una solución positiva -replicó fríamente.

– Así es -añadió Gelasio-. Pero incluso con la exagerada recomendación que ha hecho el hermano Eadulf de vuestro carácter, uno tenía que asegurarse.

Fidelma volvió a fruncir el ceño.

– ¿Asegurarse de qué? ¿Adónde conduce este interrogatorio?

– Sor Fidelma, cuando nos vimos el otro día mencionasteis que erais un abogado cualificado de los tribunales de vuestro país natal. El hermano Eadulf lo confirmó. Al parecer, tenéis una singular habilidad para resolver misterios.

Fidelma estaba exasperada por la manera pedante en que Gelasio se dirigía a ella. El obispo continuó con cuidado.

– El hecho es que tenéis el talento que el palacio de Letrán necesita urgentemente. Deseamos que vos, sor Fidelma, junto con el hermano Eadulf, aquí presente, hagáis investigaciones para determinar la causa de la muerte de Wighard y descubrir quién ha robado los regalos que había traído con él.