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Se hizo un silencio mientras Fidelma asimilaba lo que Gelasio decía. Un pensamiento le vino inmediatamente a la cabeza.

– ¿El palacio de Letrán no tiene un consejero jurídico para llevar a cabo tal investigación? -preguntó lanzando una mirada significativa al gobernador militar.

– Ciertamente. Roma era, aún lo es, la communis patria del mundo legal y político -replicó Marino, con una voz que se debatía entre el resentimiento y el orgullo.

Fidelma casi replica que la ley de Roma nunca se había extendido por su propia tierra, cuyo sistema legal era tan antiguo como el romano, pues se había recopilado en los tiempos del rey Ollamh Fódhla, ocho siglos antes de Cristo. Sin embargo, Fidelma se contuvo.

– La ley en esta ciudad de Roma -explicó Gelasio, más moderado que el Superista- es administrada por el Praetor Urbanus y su personal, que defienden la vigencia de la ley existente. Dado que hay extranjeros implicados, este caso cae dentro de la jurisdicción del Praetor Peregrinus, que es el responsable de todos los asuntos legales en los que se ven afectados los forasteros.

– ¿Entonces por qué necesitáis mi ayuda, dado que mis conocimientos se limitan a las leyes irlandesas, y la del hermano Eadulf, que era un gerefa, un magistrado de los sajones?

Gelasio frunció los labios intentando articular una respuesta prudente.

– Nosotros, en Roma, somos sensibles a las diferencias existentes entre las Iglesias de los irlandeses, britanos y sajones. Somos conscientes de nuestro propio papel en este asunto. Es un asunto político, sor Fidelma. Desde que el obispo irlandés Cummian intentó unir las Iglesias de los irlandeses y britanos con Roma, hace treinta años, nosotros hemos intentado fomentar tal reconciliación. Soy lo bastante viejo para recordar cuántas veces el obispo Honorio y su sucesor, Juan, escribieron a los abades y obispos irlandeses rogándoles que no hicieran más grande el cisma que se había abierto entre nosotros.

– Soy consciente de las diferencias que hay entre los que siguen la regla de Roma, Gelasio, y los que se mantienen fieles a las decisiones originales de nuestro concilio en Irlanda -interrumpió Fidelma-. Pero, ¿dónde nos lleva esto?

Gelasio se mordió el labio, claramente descontento por haber sido interrumpido en la mitad de su argumentación.

– ¿Dónde? -Hizo una pausa como si esperase una respuesta-. El Santo Padre tiene muy presentes estas disensiones, tal como he dicho, y confía en unir las diferentes facciones. La muerte del arzobispo designado de Canterbury, justo después del éxito obtenido por Canterbury al conseguir que los reinos sajones abandonaran la Iglesia irlandesa por Roma, ocurrida mientras el arzobispo permanecía en el propio palacio del obispo de Roma, puede encender un fuego de guerra que asolará las tierras de los sajones y los irlandeses. Este conflicto provocará inevitablemente la intervención de Roma.

Fidelma resopló despreciativa.

– No veo por qué.

Fue Marino, que llevaba callado un rato, el que contestó.

– Os he preguntado si conocíais a un monje llamado Ronan Ragallach.

– No lo he olvidado -replicó Fidelma.

– Él fue quien mató a Wighard.

Fidelma alzó las cejas ligeramente.

– Entonces -preguntó con voz tranquila-, ¿por qué, si este hecho es conocido, nos piden a mí y al hermano Eadulf que investiguemos? Ya tienen al culpable.

Gelasio levantó las manos en señal de impotencia. Resultaba claro que aquella situación no era de su agrado.

– Por política -respondió con seriedad-. Para evitar una guerra. Por eso buscamos vuestra ayuda, Fidelma de Kildare. Wighard era el hombre de Roma. Wighard ha sido asesinado en el mismísimo palacio del Santo Padre. Seguro que surgirán preguntas en los reinos sajones que han acordado aceptar la regla de Roma y mirar a Canterbury como su centro eclesiástico, y que han rechazado a los misioneros de Irlanda. Para contestar esas preguntas, Roma dirá que un monje irlandés mató a Wighard. Los sajones se enfurecerán. ¿Y acaso no dirá Irlanda que tal acusación resulta una explicación muy conveniente después de su derrota, tal vez otra estrategia para desacreditarlos? Puede que los sajones reaccionen contra los clérigos irlandeses que todavía están en sus reinos. A lo mejor los expulsan sin más, pero, a lo peor… -dejó la frase sin acabar-. Es posible que estalle una guerra. Hay muchas posibilidades, ninguna de ellas agradable.

Sor Fidelma lanzó una mirada al rostro preocupado de Gelasio.

Por primera vez examinaba el rostro del obispo Gelasio con detenimiento. Previamente, había catalogado a Gelasio como un hombre de edad, no viejo, pero ciertamente de la edad en que una persona considera que todos los cambios son a peor. Pero ahora era consciente de su vitalidad, de la energía y la emoción que ella sólo esperaba encontrar en alguien joven; era un hombre decidido, carente de la docilidad, paciencia y humildad atribuibles a las edades venerables.

– Vuestras hipótesis son razonables, pero son sólo posibilidades -observó ella.

– Roma está interesada en conseguir que ni siquiera se conviertan en posibilidades. Hemos tenido muchas guerras de aniquilación mutua entre las facciones cristianas. Necesitamos aliados por toda la cristiandad, especialmente ahora que los seguidores de Mahoma asolan el Mediterráneo atacando el comercio y nuestros puertos.

– Voy entendiendo vuestra lógica, Gelasio -respondió Fidelma cuando Gelasio la miró esperando una respuesta.

– Bien. ¿Qué mejor manera para desactivar las animosidades que surgirán que vos, sor Fidelma, una experta en leyes de Irlanda, y el hermano Eadulf aquí presente, un sajón erudito en su propia ley, ambos con la reputación que les ha reportado Witebia, examinarais este caso? Si ambos llegarais a un acuerdo respecto al culpable, ¿quién podría acusaros a ninguno de los dos de parcialidad? Sin embargo, si nosotros los de Roma hiciéramos una aseveración de culpabilidad o inocencia, se nos replicaría que tenemos mucho que ganar al señalar con el dedo acusador a los que están en desacuerdo con nosotros.

Fidelma empezó a captar la sutileza del pensamiento de Gelasio. Ésa era la mente aguda de un político al igual que la de un hombre de Iglesia.

– ¿Ha admitido este Ronan Ragallach que mató a Wighard?

– No -contestó Gelasio con desdén-. Pero la prueba en su contra es abrumadora.

– ¿Así que queréis poder anunciar que este crimen lo han resuelto Eadulf de Canterbury y Fidelma de Kildare de acuerdo y al unísono, para prevenir que surja un posible conflicto?

– Habéis entendido perfectamente, hermana -dijo Gelasio.

Fidelma miró a Eadulf y el monje le respondió con una leve mueca.

– ¿Estáis de acuerdo con esto, Eadulf? -le preguntó.

– Yo fui testigo de cómo resolvió el asesinato de la abadesa Étain. Me he mostrado de acuerdo en ayudarla de la manera que pueda para resolver la muerte de Wighard y así evitar el derramamiento de sangre entre nuestros pueblos.

– ¿Vais a llevar a cabo la tarea, Fidelma de Kildare? -insistió Gelasio.

Fidelma se giró y observó sus rasgos finos, de halcón, y de nuevo volvió a percibir ansiedad en los ojos oscuros del obispo. Frunció los labios con aire reflexivo, preguntándose si lo que le producía tal ansiedad era simplemente temor a un conflicto en el extremo noroeste del mundo. No había que decidir nada. Inclinó la cabeza.

– Muy bien, pero hay condiciones.

– ¿Condiciones? -Marino, al oír la palabra, frunció el ceño con suspicacia.

– ¿Cuáles? -la invitó a continuar Gelasio.

– Unas muy sencillas. Con la primera ya estáis de acuerdo, que el hermano Eadulf sea mi compañero en igualdad de condiciones en esta investigación y nuestras decisiones hayan de ser unánimes. La segunda condición es que hemos de tener total autoridad para el desarrollo de las pesquisas. Podremos interrogar a cualquier persona que consideremos oportuno e ir allí donde sea necesario. Incluso si necesitamos hacer una pregunta al mismísimo Santo Padre. No puede haber ninguna limitación a nuestras pesquisas.