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Los finos rasgos de Gelasio se relajaron y dibujaron una sonrisa.

– ¿Sois consciente de que algunas partes de la ciudad, áreas conectadas con la santa sede de Roma, están prohibidas a los clérigos extranjeros?

– Por eso pongo condiciones, Gelasio -replicó Fidelma-. Si voy a llevar a cabo tal investigación y eso me obliga a ir a un lado o a otro, he de estar segura de que tengo la autoridad para andar por ese camino.

– Seguramente no tendréis gran necesidad de ello. Nosotros ya tenemos al culpable. Lo único que habéis de hacer es confirmar su culpabilidad -interrumpió Marino.

– Vuestro culpable se declara inocente -advirtió Fidelma-. Según el derecho del Fenechus de Éireann, un hombre o una mujer son considerados inocentes hasta que se ha demostrado, más allá de toda duda, que son culpables. Yo también consideraré que Ronan Ragallach es inocente hasta que haya probado que es culpable. Si lo que deseáis es que simplemente afirme que él es culpable, entonces yo no puedo llevar a cabo esta investigación.

Gelasio dudó e intercambió una mirada triste con Marino. El Superista de los custodes fruncía el ceño, preocupado.

– Tendréis la autoridad que necesitáis, Fidelma -le concedió Gelasio pasado un momento-. El hermano Eadulf y vos podréis llevar a cabo la investigación de la manera que creáis adecuada. Me aseguraré de que el Praetor Peregrinus es informado. Pero debéis recordar que sólo tenéis que investigar y que no podéis impartir justicia por vuestra cuenta. En lo que respecta a la aplicación de la ley estáis sujetos a los procedimientos judiciales de esta ciudad, bajo la jurisdicción inmediata del Praetor Peregrinus. Marino preparará esa autorización y yo me aseguraré de que la firma el Praetor.

– De acuerdo -aceptó Fidelma.

– ¿Cuándo deseáis empezar?

Fidelma se puso de repente en pie.

– No hay mejor momento que éste.

Todos se incorporaron casi a desgana.

– ¿Cómo vais a proceder? -preguntó Marino en un tono brusco-. Supongo que querréis ver al monje llamado Ronan Ragallach.

– Iré paso a paso -contestó Fidelma, lanzando una mirada a Eadulf-. Primeros visitaremos la domus hospitalis y las estancias de Wighard. ¿Ha examinado algún médico el cadáver?

Fue Gelasio quien respondió.

– El mismo médico del Santo Padre, Cornelio de Alejandría.

– Entonces Cornelio de Alejandría va a ser la primera persona que interroguemos.

Empezó a caminar hacia la puerta, dudó y se volvió hacia Gelasio.

– ¿Me da su permiso, señor obispo?

Gelasio no supo a ciencia cierta si su voz contenía un tono de burla, pero hizo una señal con la mano autorizándola a retirarse. Mientras Eadulf se giraba y se inclinaba sobre la mano del perplejo obispo, rozando con sus labios el anillo del hombre, Fidelma llegaba a la puerta.

– Venga, Eadulf, tenemos mucho que hacer -le urgió en voz baja.

– Os llevaré a las habitaciones de Wighard -se ofreció Marino, acompañándolos.

– No será necesario, Eadulf me guiará. Os agradecería, sin embargo, que nos hicierais las autorizaciones lo antes posible y os asegurarais de que tenemos la aprobación escrita del Praetor Peregrinus antes del ángelus.

Había abierto la puerta y advirtió la presencia del joven oficial de los custodes que la había escoltado desde su alojamiento. Todavía estaba fuera esperando órdenes.

– También -prosiguió Fidelma girándose hacia Marino- quedaría en deuda con usted si pudiera contar con los servicios de uno de sus guardias de palacio, como muestra de mi autoridad. Siempre es mejor tener un símbolo de autoridad inmediatamente reconocible. Este joven serviría.

Marino frunció los labios sin saber si tenía que protestar, pero luego asintió con la cabeza lentamente.

– ¡Tesserarius!

El joven se puso en posición de firmes.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Recibiréis órdenes de sor Fidelma o del hermano Eadulf hasta que yo, personalmente, os releve de ese deber. Actúan con mi propia autoridad, la del obispo Gelasio y la del Praetor Peregrinus.

El rostro del joven mostraba una gran sorpresa.

– ¿Superista? -tartamudeó, como si no diera crédito a lo que estaba oyendo.

– ¿Me he expresado con claridad?

El tesserarius se puso rojo y tragó saliva.

– ¡A vuestras órdenes, Superista!

– Bien. Os haré llegar la autorización, sor Fidelma -le aseguró Marino-. No dudéis en hacerme llamar si me necesitáis.

Fidelma, seguida de Eadulf, abandonó la habitación, seguida por el asombrado joven oficial de la guardia.

– ¿Cuáles son vuestras órdenes, hermana? -preguntó el joven cuando entraron en el patio.

El cielo estaba iluminado con las pálidas sombras grises del amanecer y los pájaros empezaban a acompañar con un ruidoso coro de trinos el murmullo del surtidor de la fuente central.

Fidelma se detuvo en mitad de un paso y examinó al joven que la había levantado de la cama con tan rudos modales. A la luz del día todavía parecía ligeramente arrogante, y en la riqueza de su atuendo, aunque era el de gala de la guardia del palacio de Letrán, se percibía por completo el aire de un noble romano. De repente Fidelma sonrió ampliamente.

– ¿Cómo os llamáis, tesserarius?

– Furio Licinio.

– Pertenecéis a una antigua familia patricia de Roma, ¿no es así?

– Por supuesto… sí -contestó el joven frunciendo el ceño y sin captar el sarcasmo latente en las palabras de Fidelma.

La hermana dejó escapar un suspiro.

– Eso está bien. Tal vez necesite a alguien que pueda informarme de las costumbres de esta ciudad y de las del palacio de Letrán. Tenemos a nuestro cargo la investigación de la muerte del arzobispo Wighard.

– Pero si lo hizo un monje irlandés -dijo el joven, perplejo.

– Para nosotros es dudoso -replicó Fidelma secamente-. Pero vos obviamente estáis enterado de la muerte.

El joven lanzó una larga y curiosa mirada a Fidelma y luego se encogió de hombros.

– ¡La mayoría de los guardias lo sabe, hermana! Pero yo sé que el monje irlandés es culpable.

– Parecéis muy seguro, Furio Licinio. ¿Por qué?

– Yo estaba de servicio en el cuarto de la guardia cuando mi compañero, el decurión Marco Narses, entró con el monje irlandés, Ronan Ragallach. El cuerpo de Wighard acababa de ser descubierto y este Ronan fue arrestado cerca de su cámara.

– Eso se consideraría una prueba circunstancial -respondió Fidelma-. Sin embargo vos decís que estáis seguro. ¿Cómo es eso?

– Hace dos noches, yo estaba de guardia en el patio donde están situadas las habitaciones de Wighard. Alguien andaba merodeando por allí a medianoche. Perseguí al individuo y me encontré con este mismo monje irlandés que negó ser la persona a la que yo perseguía. Al hacer eso me mintió. Me dio un nombre falso: hermano «Ayn-dina»…

– ¿Hermano Aon Duine? -preguntó Fidelma, corrigiendo cortésmente la pronunciación, y cuando el tesserarius asintió con la cabeza ella se giró ligeramente para ocultar la sonrisa burlona que se le había dibujado en los labios. Incluso Eadulf, que sabía bastante irlandés, entendía la broma que el joven oficial no captaba.

– Ya veo -dijo ella solemnemente, recobrando la compostura-. Os dijo entonces que era el hermano Nadie, pues eso es lo que significa Aon Duine en mi lengua. ¿Y luego?

– Aseguró que venía de unas habitaciones y luego supe que era tan falso…