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– … ¿como su nombre? -preguntó Eadulf con aire de inocencia.

– Cuando me di cuenta de que mentía ya había huido. Por esto estoy convencido de que es culpable.

– ¿Pero culpable de qué? -observó Fidelma-. Todavía hay que demostrar que es culpable de asesinato. Discutiremos eso luego con el monje Ronan Ragallach. Venga, Furio Licinio, llevadme hasta ese médico que examinó el cuerpo de Wighard.

Capítulo 5

Cornelio de Alejandría, el médico personal de Su Santidad, Vitaliano, obispo de Roma, era un hombre bajo y de tez morena. Era un griego alejandrino de cabello negro, con una nariz prominente y bulbosa sobre unos labios delgados. Aunque estaba bien afeitado, una barba incipiente negra-azulada indicaba que necesitaba rasurarse tres veces al día. Tenía los ojos oscuros y penetrantes. Se levantó indeciso cuando Furio Licinio entró en su cámara, seguido de Fidelma y Eadulf.

– ¿Sí, tesserarius? -inquirió con un tono que demostraba su irritación por haber sido molestado.

– ¿Sois vos Cornelio, el médico? -preguntó Fidelma, pasando a hablar en griego con gran facilidad.

Entonces se dio cuenta de que el hermano Eadulf no conocía bien esa lengua y repitió la pregunta en latín.

El alejandrino la examinó con mirada inquisitiva.

– Soy el médico personal del Santo Padre -afirmó-. ¿Quién sois vos?

– Soy Fidelma de Kildare y éste es el hermano Eadulf de Canterbury. El obispo Gelasio nos ha encargado investigar la muerte de Wighard.

El médico resopló irónicamente.

– Poco hay que investigar, hermana. No hay misterios en lo referente a las circunstancias de la muerte de Wighard.

– ¿Entonces vos podéis decirnos cómo murió?

– Estrangulado -fue la respuesta inmediata.

Fidelma recordó su encuentro con Wighard en Witebia cuando él era scriba, secretario del arzobispo Deusdedit.

– Recuerdo que Wighard era un hombre grande. Sólo pudo haberlo estrangulado una persona fuerte.

Cornelio resopló. Al parecer, tenía la molesta costumbre de hacer ruiditos con la nariz, a modo de comentario.

– Os sorprendería, hermana, el poco esfuerzo que requiere estrangular incluso a un hombre corpulento. Una mera compresión de las arterias carótidas y las venas yugulares del cuello impiden la llegada de la sangre al cerebro y producen la pérdida de conocimiento, casi inmediatamente, tal vez en tres segundos como mucho.

– Suponiendo que el sujeto permita que le ejerzan esa presión en el cuello -replicó Fidelma atenta-. ¿Dónde está ahora el cuerpo de Wighard? ¿Todavía en su estancia?

Cornelio negó con la cabeza.

– He hecho que lo llevaran al mortuarium.

– Una pena.

Cornelio frunció los labios disgustado ante esa crítica implícita.

– No hay nada respecto a su muerte que yo no pueda deciros, hermana -dijo él en tono distante.

– Quizá -respondió Fidelma con suavidad-. Mostradnos el cuerpo de Wighard y luego nos explicáis cómo habéis llegado a vuestras conclusiones.

Cornelio dudó, luego se encogió de hombros y a la vez se inclinó a medias, en señal de burla.

– Seguidme -dijo, se dio la vuelta y todos salieron de la habitación. Tras pasar la pequeña puerta se dirigieron hacia una pequeña escalera de caracol construida con piedra.

Descendieron tras él, luego penetraron en un lúgubre pasillo y entraron en una gran habitación con frías losetas de mármol. Había varias mesas que parecían de autopsia, también de mármol, que inmediatamente revelaron para qué servían, pues sobre ellas había cadáveres amortajados, cuerpos cubiertos por lino manchado.

Cornelio se dirigió a uno de ellos, le quitó la tela con indiferencia y la puso a un lado.

– El cuerpo de Wighard -resopló, señalando con la cabeza el cadáver pálido, de rostro céreo.

Fidelma y Eadulf se acercaron a la mesa y miraron, mientras Licinio permanecía quieto y obediente en el fondo de la estancia. En vida, Wighard de Canterbury había sido un hombre alto, de aspecto jovial, con el cabello canoso y rasgos regordetes. Aunque, como Fidelma recordó de su encuentro en Witebia, sus rasgos de querubín ocultaban una mente fría y calculadora y una ambición afilada como una espada. Los ojos en el rostro regordete eran los de un zorro astuto. Sin la tensión muscular que controlara el gesto, la carne pálida se había relajado y le cambiaba la expresión haciéndolo casi irreconocible para quienes lo habían visto en vida.

Fidelma entornó los ojos al observar unas lesiones alrededor del cuello.

Cornelio vio que estaba examinando algo y se avanzó con una sonrisa burlona.

– Como veis, hermana, estrangulación.

– Sin embargo, no ha sido con las manos.

Cornelio arqueó las cejas ante el comentario de Fidelma, sin duda sorprendido por su capacidad de observación.

– No, es cierto. Lo estrangularon con su cordón para la oración.

Los religiosos llevaban unas cuerdas anudadas alrededor de sus hábitos que utilizaban tanto de cinturón como de guía para sus plegarias: cada nudo marcaba el número de oraciones que se tenía que decir a diario.

– La expresión del rostro parece de tranquilidad, como si estuviera simplemente durmiendo -dijo Fidelma-. Hay pocas señales de un final violento.

El médico alejandrino se encogió de hombros.

– Probablemente ya estaba muerto antes de que se diera cuenta. Como os he dicho, no se tarda mucho en conseguir un estado inconsciente, una vez las arterias carótidas están comprimidas… aquí y aquí -indicó en el cuello-. Veréis -empezó a entusiasmarse con el tema, como un profesor que imparte conocimientos a estudiantes inteligentes-, fue el gran médico Galeno de Pérgamo quien identificó estas arterias y mostró que llevaban sangre y no aire tal como se había supuesto siempre hasta entonces. Las llamó carótidas por la palabra griega karotis, que significa «atontar», para indicar que la compresión de estas arterias produce atontamiento…

El hermano Eadulf le lanzó una mirada divertida a Fidelma.

– Yo había oído -intervino el monje- que Herófilo, que fundó una gran escuela de medicina en Alejandría trescientos años antes del nacimiento de Cristo, sostenía que era sangre y no aire lo que pasaba por las arterias, y eso fue cuatro siglos antes de Galeno.

Cornelio se quedó mirando al monje sajón con asombro.

– ¿Sabéis algo de medicina, sajón?

Eadulf hizo una mueca.

– Estudié unos años en Tuaim Brecain, la principal escuela de medicina de Irlanda.

– Ah -asintió Cornelio, satisfecho con la explicación-. Entonces tendréis algún conocimiento. El gran Herófilo ciertamente llegó a esa conclusión, pero fue Galeno el que claramente lo identificó como un hecho y definió la función de las arterias carótidas. Además, el iugulum, que nosotros conocemos como clavícula, da su nombre a varias venas de aquí. Éstas transportan sangre procedente de la cabeza, mientras que las arterias envían sangre en sentido contrario. Todas fueron comprimidas en el caso de Wighard. Yo creo que la muerte debió de ser cosa de segundos.

Mientras él iba hablando, Fidelma examinaba los miembros y manos del cadáver, prestando particular atención a los dedos y las uñas. Finalmente se enderezó.

– ¿Había alguna señal de lucha, Cornelio?

El médico sacudió la cabeza en señal de negación.

– ¿En qué posición yacía el cadáver?

– Que yo recuerde, se encontraba tendido boca abajo en la cama. O mejor, el torso estaba sobre la cama mientras que la parte inferior de las piernas estaba en el suelo, como si hubiera estado arrodillado junto al lecho.

Fidelma exhaló suavemente mientras meditaba.

– Entonces trasladémonos a las habitaciones de Wighard. Resulta esencial que sepa la posición exacta del cuerpo.