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Furio Licinio interrumpió la conversación con un carraspeo.

– ¿Debo pedir al decurión Marco Narses que nos acompañe, hermana? Él fue quien encontró el cadáver y también el que capturó al asesino.

Una breve expresión de irritación apareció en la cara de Fidelma.

– Queréis decir que capturó al hermano Ronan -corrigió ella suavemente-. Sí, haced lo necesario para que ese Marco Narses se reúna con nosotros en la habitación de Wighard. Id a buscarlo. Cornelio nos acompañará a la habitación.

El médico la miró fijamente, posiblemente ofendido por la presunción de Fidelma de que él iba a obedecer sus órdenes, pero no protestó.

– Venid por aquí.

Salieron del mortuarium, atravesaron un pequeño patio y siguieron un laberinto de pasillos hasta que llegaron a un patio agradable, dominado por una fuente. Cornelio guió a Fidelma y a Eadulf a través de él hasta entrar en un edificio de tres pisos, donde subieron por una escalera de mármol. Aquello era sin duda la domus hospitalis del palacio de Letrán, el lugar donde se alojaban los invitados especiales que tenía el obispo de Roma. En el tercer piso, Cornelio se detuvo en un pasillo. Un único custos hacía guardia delante de la puerta, pero se apartó ante Cornelio, quien abrió de un empujón la puerta alta y tallada que daba a las habitaciones.

Había una antesala acogedora detrás de la cual se encontraba la habitación del último arzobispo. Era una amplia y elegante cámara con altas ventanas que daban al patio interior soleado.

Cornelio los llevó hasta la habitación.

Fidelma observó que la estancia estaba a la altura de las otras habitaciones del palacio de Letrán en lo concerniente a su opulencia, pues tenía tapices colgados y alfombras esparcidas por el suelo embaldosado. No era como el estrecho cubiculum al que ella estaba acostumbrada. La cama era amplia, con un armazón de madera cuidadosamente tallado con abundantes símbolos religiosos. Aparte de una colcha arrugada, parecía que no se había dormido en la cama o que incluso se hubiera preparado para la noche. La colcha estaba puesta en su sitio, aunque parecía desordenada, como si alguien se hubiera echado en la mitad inferior de la cama.

Cornelio señaló hacia el extremo del lecho.

– Wighard yacía boca abajo, atravesado, en la parte inferior de la cama.

– ¿Podéis mostrarnos exactamente cómo estaba? -preguntó Fidelma.

Cornelio no parecía nada contento, pero se avanzó y se inclinó sobre la cama. Colocó su torso sobre la cama, pero las piernas le quedaron dobladas casi como si estuviera arrodillado en el suelo junto al lecho.

Fidelma pensó durante unos instantes.

Eadulf también examinaba la posición:

– ¿Podría ser que Wighard estuviera arrodillado rezando cuando entró su asesino y lo estranguló con su cordón para la oración?

– Es una posibilidad -musitó Fidelma-. Pero, si estaba arrodillado rezando, tendría el cordón en las manos y, si no, alrededor de la cintura. El asesino tiene que haber atacado inmediatamente, con mucha rapidez, para no asustar a Wighard. Por tanto, el asesino tenía el cordón en sus manos… no hubo lucha para hacerse con él, eso hubiera prevenido al arzobispo.

Eadulf estuvo de acuerdo, pero con cierta renuencia.

– ¿Me puedo levantar ya? -preguntó Cornelio, casi de mal humor debido a la posición incómoda en que estaba.

– Por supuesto -respondió Fidelma arrepentida-. Habéis sido de lo más útil. No creo que debamos molestaros más.

Cornelio se levantó resoplando sonoramente.

– ¿Y el cadáver? Su Santidad espera celebrar una misa de réquiem en la basílica a mediodía. Después de eso, los restos mortales se llevarán a la puerta Metronia de la ciudad y se enterrarán en el cementerio cristiano, en el exterior de la muralla Aurelia.

– ¿Un entierro tan pronto?

– Es la costumbre en esta tierra.

El calor del día hace que los entierros se lleven a cabo cuanto antes por motivos de salud pública -dijo Eadulf.

Fidelma asintió a medias, con la cabeza ausente, mientras estudiaba las arrugas de la ropa de cama. Entonces alzó los ojos y sonrió rápidamente a Cornelio.

– No tengo necesidad de volver a ver a Wighard. Que se disponga de él según los deseos del Santo Padre.

Cornelio dudaba en la puerta, casi remiso a marcharse ahora.

– ¿Hay algo más?

– Nada -contestó Fidelma rotundamente, girándose hacia la cama.

El médico alejandrino volvió a resoplar, luego se dio la vuelta y salió de la estancia.

Eadulf observaba a Fidelma, que examinaba el lecho con curiosidad.

– ¿Habéis visto algo, Fidelma?

Fidelma sacudió negó con la cabeza.

– Pero hay algo aquí que todavía no entiendo. Algo que… -Inspiró y sacudió la cabeza-. Mi viejo maestro, Morann de Tara, solía decir, que no se debía especular antes de poseer toda la información.

– Un hombre sabio -observó Eadulf.

– Era tanta su sabiduría que se convirtió en jefe de los jueces de Irlanda -añadió Fidelma.

La muchacha señaló hacia el lugar donde Cornelio se había tendido:

Aquí tenemos a Wighard, de pie o arrodillado junto a su cama, presumiblemente, y por la hora que era, a punto de prepararse para el descanso nocturno. ¿Estaba a punto de quitar la colcha y se disponía a ir a la cama, o estaba arrodillado rezando?

Se quedó observando el sitio con aire pensativo, como si buscara inspiración.

– Fuera como fuera, hemos de suponer que estaba de espaldas a la puerta. Su asesino entró, tan sigilosamente que Wighard ni siquiera se giró o sospechó algo, y entonces hemos de pensar que el asesino se hizo con el cordón de Wighard y lo estranguló con tanta rapidez que éste no pudo luchar y murió antes de darse cuenta de lo que estaba pasando.

– Todo esto según la información que tenemos hasta ahora -añadió Eadulf con una mueca-. Tal vez tendríamos que ver ahora al hermano Ronan y conocer qué luz puede arrojar sobre el asunto.

– El hermano Ronan puede esperar un poco más -dijo Fidelma mientras su mirada concentrada seguía escrutando la habitación-. El obispo Gelasio dijo que los regalos que Wighard traía para el Santo Padre fueron robados. Como secretario de Wighard, Eadulf, vos debéis de saber dónde estaban guardados.

Eadulf señaló en dirección a la otra habitación.

– Estaban guardados en un baúl en la sala de las visitas.

Fidelma se dirigió hacia la primera habitación. También reflejaba la riqueza y elegancia del palacio, con su mobiliario y sus tapices. Tal como había indicado Eadulf, en un rincón había un gran baúl de madera con herrajes de hierro. La tapa ya estaba abierta y Fidelma vio que dentro no había nada.

– ¿Qué había guardado en el baúl, Eadulf? ¿Lo sabéis?

Eadulf sonrió con cierta vanidad.

– Ese era mi deber de scriba, secretario del arzobispo. Tan pronto como llegué a Roma, fui llamado para hacerme cargo de mis obligaciones, así que conozco todo sobre el asunto. Cada reino de las tierras sajonas había enviado presentes a Su Santidad a través de Canterbury, para mostrar que todos acataban la decisión de Witebia; para demostrar, con tales regalos, que la regla de Roma era aceptada y que Canterbury iba a ser el principal arzobispado de aquellos reinos. Había un tapiz tejido por las damas de honor de la piadosa Seaxburg. Es la mujer de Eorcenberth de Kent y ha fundado un gran monasterio en la isla de Sheppey.

– De acuerdo. Un tapiz. ¿Qué más?

– Oswio de Northumbria envió un libro, un Evangelio de Lucas, iluminado por los monjes de Lindisfarne. Eadulf de Anglia Oriental envió un cofre adornado con piedras preciosas. Wulfhere de Mercia envió una campana con oro y plata engastados, mientras que Cenewealh, de los sajones orientales, envió dos cálices de plata trabajados por artesanos de su reino. Luego, por supuesto, estaba el regalo de Canterbury.