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– ¿Qué era?

– Las sandalias y el báculo del primer arzobispo de Canterbury, Agustín.

– Ya veo. ¿Y todos esos objetos estaban colocados en este baúl?

– Exactamente. Junto con cinco cálices de oro y plata que debía bendecir Su Santidad y que se habían de distribuir en las catedrales de los cinco reinos de los sajones, junto con un saco de monedas de oro y plata para ofrendas votivas. Y ninguno de esos objetos preciosos está ahora aquí.

– Semejante tesoro -reflexionó Fidelma lentamente- costaría de trasladar.

– Los objetos robados valían el rescate de un rey -dijo Eadulf.

– Así, de momento -musitó Fidelma-, hemos de considerar dos motivos para el asesinato de Wighard. El primero, en el que se basa el obispo Gelasio a raíz del arresto del hermano Ronan, es que Wighard fue asesinado debido al descontento en la Iglesia de Columba por la victoria de Canterbury en Witebia. El segundo es que Wighard fue asesinado en el curso del robo.

– Los dos motivos podrían bien ser uno solo -arguyó Eadulf-. Las pertenencias de Agustín de Canterbury no tenían precio. Si el descontento de la Iglesia de Columba fuera el motivo del asesinato de Wighard, entonces, ¡menudo golpe sería para Canterbury que se perdieran las reliquias de Agustín!

– Una observación excelente, Eadulf. Esos objetos tan sólo tenían un valor incalculable para alguien que supiera qué eran y que pertenecían a nuestra fe. De otro modo, no tendrían valor alguno.

Se oyeron un discretos golpes en la puerta de la estancia y entró Furio Licinio. Otro miembro de los custodes lo siguió al interior. A Fidelma le pareció un hombre guapo. Era bastante alto, de espaldas anchas y fornidas, rostro fuerte y oscuro y cabello rizado bien arreglado. Su aspecto, notó Fidelma, era meticuloso, llevaba las manos limpias y las uñas cuidadas. En su país natal, tener las uñas arregladas y limpias se consideraba una señal de rango y belleza.

– El decurión Marco Narses, hermana -anunció Licinio.

– ¿Os han informado de nuestra autoridad y de nuestra misión? -preguntó Fidelma.

El custos asintió con la cabeza. Sus movimientos parecían vigorosos y su expresión cordial.

– Me han dicho que vos descubristeis el cuerpo de Wighard y luego arrestasteis al hermano Ronan.

– Así es, hermana -contestó el decurión.

– Entonces explicadnos vos mismo cómo sucedió todo.

Marco Narses echó una mirada a Fidelma y luego a Eadulf, se quedó callado un momento como para poner en orden sus pensamientos y luego dirigió los ojos hacia Fidelma.

– Sucedió la pasada noche, o mejor, a primeras horas de esta mañana. Yo debía acabar la guardia durante la primera hora. El cometido de mi decuria…

– Una compañía de diez hombres de los custodes, hermana -interrumpió Licinio, ávido de dar explicaciones-. Los custodes de la guardia del palacio de Letrán se agrupan de esta manera.

– Gracias -contestó solemnemente Fidelma, que ya conocía este dato-. Continuad, Marco Narses.

– Mi decuria debía vigilar la zona de la domus hospitalis, los alojamientos que los dignatarios extranjeros, huéspedes personales de Su Santidad, tenían asignados.

– Yo tuve la misma guardia la noche anterior -volvió a interrumpir Licinio-. El Superista, el gobernador militar, estaba particularmente preocupado por la protección del arzobispo sajón y su séquito.

Fidelma observaba pensativa al joven.

– Seguid, Marco Narses.

– La guardia era muy aburrida. No había sucedido nada. Era la hora del ángelus. Oí la campana que sonaba en la basílica. Estaba atravesando el patio… -señaló hacia abajo por la gran ventana de la habitación- ese mismo patio que veis ahí abajo… cuando creí oír un ruido procedente de este edificio.

– ¿Qué tipo de ruido?

– No estoy seguro -contestó el decurión frunciendo el ceño-. Era como el sonido de una pieza de metal al caer contra una superficie dura. No estaba siquiera seguro de dónde provenía.

– Muy bien. ¿Y luego?

– Yo sabía que el arzobispo designado se alojaba aquí, así que entré y subí por las escaleras hasta el pasillo exterior. Quería comprobar que todo estaba en orden.

El joven custos hizo una pausa y tragó saliva, como para humedecerse la garganta seca.

– Había llegado al extremo superior de las escaleras y observaba por el pasillo exterior cuando vi una figura, vestida con hábito religioso, que se dirigía rápidamente hacia las escaleras que están en el extremo opuesto. Hay dos tramos de escaleras que dan al pasillo, uno en esta punta del edificio, al que se llega desde aquel patio, y el otro en la otra punta, al que se accede desde un patio y un jardín más pequeños.

– ¿Cuándo llegasteis al pasillo estaba éste a oscuras o iluminado? -preguntó Eadulf.

– Tres antorchas en sus soportes lo iluminaban. Yo… -Marco Narses hizo una pausa y luego sonrió-. Ah, ya sé lo que queréis decir, hermano. Sí; el pasillo estaba lo bastante iluminado para que yo pudiera reconocer al hermano Ronan Ragallach.

Fidelma alzó las cejas sorprendida.

– ¿Reconocer? -repitió ella con énfasis-. ¿Conocíais al hermano Ronan Ragallach?

El custos se ruborizó y negó inmediatamente con la cabeza con cierta turbación; enseguida corrigió sus palabras.

– Lo que quiero decir es que a la persona que vi huir de mí por el pasillo luego la volví a ver y la arresté. Entonces supe que era el hermano Ronan Ragallach.

Licinio asintió con la cabeza indicando que estaba de acuerdo.

– Era la misma persona que dijo llamarse hermano «Ayn-dina» cuando…

Su voz se fue apagando cuando Fidelma levantó su delgada mano.

– Ahora estamos escuchando el testimonio de Marco Narses -lo reprendió suavemente-. Continuad, decurión. ¿Os dio el hermano Ronan Ragallach su verdadero nombre cuando lo detuvisteis?

– Primero, no -contestó el custos-. Intentó darme el nombre de hermano «Ayn-dina». Pero uno de mis hombres lo reconoció como un scriptor que trabajaba en el Munera Peregrinitatis…

– El secretariado de exteriores -aclaró rápidamente Furio Licinio.

– El guardia recordó su nombre, Ronan Ragallach. Entonces fue cuando el hermano admitió su identidad.

– Me parece que hemos ido muy deprisa -dijo Fidelma-. Volvamos al momento en que visteis por primera vez al hombre que luego supisteis que era el hermano Ronan. Habéis dicho que lo descubristeis en el extremo del pasillo donde estaba situada la habitación de Wighard, ¿verdad?

El decurión asintió con la cabeza.

– ¿Le gritasteis al hermano que se detuviera? -preguntó Eadulf-. ¿Creísteis que se comportaba de manera sospechosa?

El decurión contestó complacido.

– Al principio no. Cuando llegué al pasadizo y vi al hermano en la otra punta, también observé que la puerta de los aposentos del arzobispo estaba ligeramente entreabierta. Llamé al arzobispo y al no oír respuesta alguna la empujé y volví a llamarlo. Como no oí nada, entré.

– ¿Estaba bien iluminada la estancia? -preguntó Fidelma.

– Perfectamente, hermana. La velas ardían en ambas habitaciones.

– ¿Y qué visteis?

– Al entrar no detecté nada inquietante, pero vi que la tapa del baúl estaba levantada -hizo un gesto hacia el baúl que había contenido el tesoro-. No había nada en el baúl, y nada a su alrededor que pudiera haber sido sacado de allí.

– Muy bien. ¿Y luego? -interrogó Fidelma otra vez, cuando él se detuvo.

– Volví a llamar al arzobispo. Me dirigí a su habitación. Entonces vi su cuerpo.

– Describid en qué postura estaba el cuerpo.

– Si me lo permitís, os lo mostraré.