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Fidelma asintió con la cabeza y el decurión se encaminó hacia la habitación y se arrodilló a los pies de la cama, adoptando una posición casi idéntica a la que había indicado Cornelio de Alejandría.

– El arzobispo estaba echado con el pecho sobre la cama, boca abajo. Vi una cuerda con nudos alrededor de su cuello. Me acerqué para comprobar su pulso. La piel estaba fría al tacto y entendí que estaba muerto.

– ¿Fría, decís? -inquirió Fidelma impaciente-. ¿La piel estaba fría al tacto?

– Así es -confirmó Marco Narses poniéndose de pie-. Al levantarse, la punta de su vaina se enganchó en el cubrecama y lo retiró un poco. Los ojos de Fidelma percibieron que había algo bajo la cama, pero intentó no perder la compostura y su cara se giró atenta hacia el joven decurión.

– Continuad -le invitó, pues éste se había detenido una vez más.

– Era obvio que el arzobispo había sido estrangulado con el cordón. Asesinado.

– ¿Qué fue lo primero que pensasteis? -se interesó Fidelma-. ¿Cuál fue vuestro primer pensamiento cuando supisteis que Wighard estaba muerto?

Marco Narses se quedó quieto unos momentos con los labios fruncidos, aparentemente meditando su respuesta.

– Que la persona que había visto huyendo por el pasillo podía ser el asesino, naturalmente.

– Lógico. ¿Y respecto al baúl vacío? ¿Qué pensasteis de eso?

– Pensé que quizás se había cometido un robo y que el arzobispo había sorprendido al ladrón y éste lo había asesinado.

– Tal vez. La figura que visteis huyendo, ¿llevaba un saco o algo que le sirviese para cargar los objetos que contenía el baúl?

El custos respondió con desgana.

– No lo recuerdo.

– Vamos. Habéis sido muy preciso hasta ahora -espetó Fidelma-. Y podéis seguir siéndolo.

El decurión parpadeó ante la repentina e inesperada beligerancia mostrada por la voz de la muchacha.

– Entonces he de decir que no observé que llevara ningún saco o bolsa.

– Eso es. ¿Y el cuerpo estaba frío cuando lo tocasteis? ¿Dedujisteis algo?

– Simplemente que el hombre estaba muerto.

– Ya veo. Seguid. ¿Qué hicisteis entonces?

– Grité para dar la alarma y corrí en persecución del hombre del pasillo, que para entonces había desaparecido escaleras abajo.

– ¿Adónde dijisteis que conducía esta escalera en el extremo del pasadizo?

– A un segundo patio en la parte posterior de este edificio. Por suerte, dos soldados de la decuria pasaban por el patio y habían observado la figura del hermano que salía apresuradamente del edificio. Le ordenaron para que se detuviera y así lo hizo.

– ¿Lo hizo? -Fidelma estaba sorprendida.

– No tenía muchas opciones frente a dos custodes armados -dijo el decurión sonriendo cínicamente-. Le pidieron que se identificara y dijera su ocupación. Dio el nombre de «Ayn-dina», y ya casi los estaba convenciendo para que lo dejaran ir cuando oyeron mi voz que daba la alarma. Entonces lo retuvieron hasta que llegué yo. Y ya queda poco que contar.

– ¿Lo retuvieron? -inquirió Eadulf-. ¿Queréis decir que intentó escapar?

– Al principio, sí.

– Ah -Eadulf sonrió en señal de triunfo-. No es la acción propia de un hombre inocente.

Fidelma no le hizo caso y continuó su interrogatorio:

– ¿Le preguntasteis al hermano qué estaba haciendo en los alrededores de las habitaciones del arzobispo?

El decurión sonrió irónicamente.

– ¡Como si fuera a confesar que había asesinado al arzobispo!

– ¿Pero se lo preguntasteis? -insistió Fidelma.

– Le dije que lo había visto salir corriendo de las habitaciones del arzobispo. Él negó tener nada que ver con el crimen. Lo conduje a las celdas que hay en el edificio de la guardia e informé del asunto inmediatamente a Marino, el gobernador militar. Marino vino e interrogó al hermano Ronan Ragallach, quien simplemente negó estar implicado. Esto es todo lo que tengo que decir.

Fidelma, pensativa, se frotó la nariz con uno de sus delgados dedos.

– Sin embargo, lo que vos le dijisteis era inexacto, ¿no es así? -le preguntó casi con dulzura.

El decurión frunció el ceño.

– Lo que quiero decir -continuó Fidelma- es que vos no lo habíais visto huir de las habitaciones del arzobispo. Vos habéis explicado que la primera vez que lo visteis estaba en el extremo del pasillo donde están situadas las dependencias del arzobispo. ¿No es así?

– Si se quiere ser preciso, sí, pero resulta obvio…

– Un testigo debe ser preciso y no sacar conclusiones. Eso es tarea del juez -le amonestó Fidelma-.

Ahora bien, ¿decís que vuestros hombres lo arrestaron mientras huía de la domus hospitalis?

– Así es -contestó Marco Narses con resentimiento.

– ¿Y llevaba algo?

– No, no llevaba nada.

– ¿Se ha ordenado una búsqueda de los objetos desaparecidos del baúl de Wighard? Sabemos que de ahí han sido sustraídos muchos tesoros. Se supone que quienquiera que matara al arzobispo robaría también esos objetos. Pero vos no observasteis que el hermano Ronan Ragallach llevara nada cuando lo sorprendisteis en el pasillo, y ahora confirmáis que no acarreaba nada cuando fue arrestado.

Fidelma sonrió al decurión.

– ¿Por lo tanto, ¿se ha efectuado la búsqueda de los tesoros perdidos? -preguntó con cuidado.

– Se llevó a cabo la búsqueda, por supuesto -replicó Marco Narses-. Se hizo por los alrededores; en cualquier lugar donde los pudiera haber abandonado durante su huida.

– ¿Pero no se encontró nada?

– Nada. Marino ordenó que registráramos las habitaciones del hermano Ronan en el Munera Peregrinitatis y también su alojamiento.

– Y no se encontró nada, por supuesto -preguntó Fidelma, suponiendo la respuesta.

– En efecto, no se encontró nada- confirmó Marco Narses, cada vez más irritado ante la insistencia de Fidelma.

– ¿Y se registró esta habitación? -preguntó Fidelma inocentemente.

Los dos soldados, Licinio y Marco Narses, intercambiaron una sonrisa burlona.

– Si el tesoro fue robado de aquí, el ladrón difícilmente lo ocultaría en la misma habitación de donde lo había sustraído -respondió el decurión en tono socarrón.

Sin decir una palabra, Fidelma se dirigió hacia la cama y se arrodilló allí donde había visto que la vaina de Marco Narses retiraba el cubrecama. Estiró de él ante las miradas de asombro de los presentes y extrajo un báculo y un par de sandalias de cuero, junto con un pesado libro encuadernado en piel. Detrás había un tapiz enrollado que también cogió. Entonces se puso de pie y se giró, dirigiéndoles a todos una mirada afable.

Eadulf sonreía ampliamente ante el repentino disgusto de los dos hombres.

– Imagino que éstos son algunos de los objetos desaparecidos. El báculo y las sandalias de Agustín, el libro de Lindisfarne y el tapiz tejido por la damas de honor de la reina de Kent.

Eadulf se adelantó y examinó aquellas cosas con entusiasmo.

– No hay duda de que éstos son algunos de los objetos del tesoro -confirmó.

Licinio iba sacudiendo la cabeza como un púgil intentando recuperarse de un golpe.

– ¿Cómo…? -empezó.

– Porque nadie buscó a fondo -respondió Fidelma llanamente, disfrutando con el desconcierto de los soldados-. Al parecer, la persona que se llevó el tesoro sólo estaba interesada en los objetos que tenían un valor material. El ladrón no quería nada que no pudiera convertir inmediatamente en moneda de cambio. -Fidelma no pudo evitar lanzar a Eadulf una astuta indirecta-: De alguna manera esto debilita vuestro argumento de que el ladrón quería dañar la autoridad de Canterbury robando estos objetos.

Eadulf hizo una mueca. No estaba en absoluto convencido. Se giró hacia Marco Narses y le planteó con tono inocente: