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– Tal vez el decurión Marco Narses debería hacer otro registro más exhaustivo en todas las estancias de este piso.

Marco Narses musitó algo que Fidelma quiso interpretar como un asentimiento.

– Bien. Mientras lo hacéis, Furio Licinio puede conducirnos a ver al hermano Ronan Ragallach.

– Yo creo que sería el siguiente paso lógico -confirmó Eadulf con solemnidad.

– Y, finalmente -sonrió Fidelma con malicia-, podremos informar al obispo Gelasio de que no todo el tesoro de Wighard ha sido robado.

Se encaminaban hacia la puerta cuando ésta se abrió de golpe. La agitada figura del Superista, Marino, estaba en el umbral. Tenía la cara roja y jadeaba como consecuencia de haber corrido. Sus ojos se desplazaron con rapidez por el grupo hasta que se posaron en sor Fidelma.

– Me acabo de enterar en el edificio de la guardia, el hermano Ronan Ragallach se ha escapado de su celda y no lo encuentran en ningún sitio. Ha desaparecido.

Capítulo 6

Las últimas notas del cántico resonaban en el silencio del gran techo abovedado de la austera basílica redonda de San Juan de Letrán. Unas macizas columnas de granito oriental se elevaban hacia arriba a cada lado de la pequeña nave, donde unos frescos de colores vivos describían escenas tanto del Viejo como del Nuevo Testamento. El olor a incienso y la fragancia de las velas hechas con cera de abeja, puestas en ricos soportes de oro y plata, se mezclaban y se convertían en un aroma profundamente perfumado que creaba una atmósfera agobiante. El mármol era omnipresente y se combinaba con la piedra y el granito que sostenían una torre encima del ostentoso altar mayor, al que se accedía por un pavimento abigarrado hecho de piedras semi-preciosas unidas formando un mosaico. Una serie de capillitas daba paso al área principal abovedada de la basílica; eran unas capillitas poco llamativas en comparación con el esplendor del área del altar mayor. Allí se encontraban algunos de los humildes sarcófagos de los santos padres de la Iglesia romana, aunque la costumbre era ahora que sus restos, siempre que fuera posible, se sepultaran en la basílica de San Pedro, al noroeste de la ciudad.

Ante el altar mayor, ricamente labrado, y descansando sobre caballetes, estaba el ataúd de madera abierto de Wighard, el último arzobispo de Canterbury. Una docena de obispos y ayudantes estaba sentada en un lateral y detrás de ellos había una veintena de abades y abadesas, mientras que en el otro lado del altar se sentaban los asistentes pertenecientes al clero sajón, los que habían seguido al sacerdote de Kent hasta Roma para su ordenación. Ahora eran testigos de sus honras fúnebres.

Sor Fidelma se había situado detrás del hermano Eadulf, que ocupaba un lugar destacado por su condición de scriba de Wighard. Junto a Eadulf estaba sentado un abad de aspecto austero, pero de rasgos marcadamente agraciados, pensó ella, aunque carentes de algo. ¿Compasión, quizás? Había algo de dureza en el rictus de su boca y en la expresión de sus ojos claros. Fidelma se preguntó quién sería, pues estaba situado en un lugar principal entre los sajones. Le preguntaría a Eadulf después, pero no pudo evitar darse cuenta de las miradas laterales que el hombre iba lanzando a la remilgada abadesa Wulfrun, que tenía a su lado. La poco agraciada figura de sor Eafa estaba sentada junto a ella y otros dos hermanos estaban situados al otro lado de Eafa.

Desde su posición, Fidelma veía también el otro lado del ábside, donde se extendía la pequeña nave a oscuras de la basílica abarrotada. La amplia masa de gente, procedente de todas las naciones cristianas, a juzgar por la variedad de sus vestimentas, llenaba la nave y se apiñaba entre los nichos de las macizas columnas que sostenían el tejado. Fidelma sabía bien que no era la misa de réquiem por el arzobispo sajón lo que había traído tal multitud a la iglesia. La asistencia se debía solamente al hecho de que el Santo Padre en persona iba a oficiar la misa por el alma de Wighard. Era para ver a Vitaliano, titular del trono de san Pedro, por lo que se agolpaban.

Echó una mirada hacia el altar mayor donde el obispo de Roma, asistido por su secretario, se levantaba de su trono ricamente trabajado.

Vitaliano, el septuagésimo sexto sucesor al trono de Pedro el Apóstol -según los cronistas-, era alto con una larga pero plana nariz, y mechones largos de cabello estropajoso le salían de debajo del blanco phrygium, una corona como una tiara, señal de su rango. Tenía los labios finos, casi crueles, observó Fidelma, y los ojos negros e impenetrables. Aunque había nacido en Segni, una localidad situada no muy lejos, al sur de Roma, se decía que sus ancestros eran griegos y Fidelma ya había oído decir en la ciudad, que Vitaliano, a diferencia de los papas anteriores, estaba embarcado en una política de restauración de la unidad religiosa, por lo que cortejaba abiertamente a los patriarcas de las iglesias orientales para remediar el cisma con Roma que había empezado doscientos años atrás.

Cuando las voces del coro callaron, el obispo de Roma se quedó con la mano levantada para dar la bendición. Se oyó el trasiego de todos los que se arrodillaban ante él. A su lado, su mansionarius, el guardián de la iglesia, presentó el incensario con el incienso a los acólitos cuyo deber era repartir el perfume alrededor del ataúd.

Después de que entonara la bendición, los porteadores del féretro, con la cabeza inclinada, avanzaron lentamente para transportar los restos terrenales de Wighard hasta la carreta que esperaba en el exterior de la basílica. Wighard iniciaría así su último viaje desde la basílica hasta la puerta Metronia, y de allí al cementerio cristiano bajo la desolada muralla Aurelia, al sur de la ciudad.

El obispo de Roma iba el primero tras el ataúd. Pero delante del carro mortuorio iba un destacamento de los custodes del palacio de Letrán con el primicerius, o canciller papal, y sus diáconos. Detrás de Su Santidad caminaba Gelasio, como nomenclator, junto con los otros dos dignatarios principales, el vestararius, que estaba a cargo de la casa papal, y el sacellarius, el tesorero del Papa.

Un joven cenobita, el encargado de la ceremonia, reunió a los asistentes sajones en una posición inmediatamente posterior a la de los obispos.

Tras ellos vendría el resto de la congregación, caminando solemnemente en procesión hasta el lugar de la sepultura. Cuando el cortejo se empezó a mover lentamente alejándose de la basílica, el coro empezó a cantar.

Benedic nobis, Domine, et omnibus donis Tuis…

Bendícenos, Señor, y todos tus bienes…

Se decía que Vitaliano fomentaba enérgicamente el uso de la música en todos los aspectos del culto religioso, contrariamente a la política llevada a cabo por sus predecesores en el trono de san Pedro.

A diferencia de lo que hacían los demás, Fidelma no caminaba con la cabeza gacha en la procesión. Estaba muy ocupada mirando a su alrededor, captando los detalles y sonidos de la ceremonia y en particular los rostros de los asistentes al funeral. En algún lugar, razonaba, entre esas caras solemnes podría estar la del asesino de Wighard.

Mientras examinaba a sus compañeros de duelo reflexionaba sobre las circunstancias de la muerte de Wighard, tal como ella las veía. Había algo que no cuadraba, a pesar del curioso y al parecer culpable comportamiento del hermano Ronan Ragallach. De hecho, de repente se dio cuenta, lo que no le cuadraba era ese comportamiento. Ningún asesino llamaría la atención sobre sí mismo de la manera en que lo había hecho el irlandés. Y la forma exacta como había muerto Wighard y la desaparición de los objetos de oro y plata eran hechos que no parecían encajar en el esquema que el obispo Gelasio y el gobernador militar Marino ofrecían como solución.