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Cuando la procesión giró bajo la sombra del Mons Caelius y las ruinas de la antigua muralla Tulia de Roma, el coro empezó a entonar un nuevo cántico, un triste canto fúnebre y suave.

Nos misen homines et egeni…

Nosotros hombres infelices y necesitados…

Traspasaron los impresionantes pórticos de la puerta Metronia, en el exterior del antiguo centro de la ciudad.

El cementerio cristiano, a la sombra de las ruinas de la muralla Aurelia, del siglo III, que cercaban las siete colinas de Roma, era sorprendentemente extenso, con sus monumentos y mausoleos, criptas y cenotafios. Fidelma estaba asombrada ante la variedad de estilos diferentes de las sepulturas.

Al percibir su sorpresa, Eadulf relajó un poco su cara de triste y de duelo.

– La antigua ley de Roma prohibía que las sepulturas tuvieran lugar dentro de la ciudad, en el interior de los confines establecidos por Servio Tulio, el sexto rey de Roma. Al ir aumentando la población, el límite se amplió una milla. Así pues, hermana, encontraréis muchos cementerios fuera de los límites de la ciudad, como por ejemplo éste.

– Pero yo he oído que, debido a las persecuciones, los seguidores de la fe en Roma enterraban a sus muertos en amplias cavernas subterráneas -dijo Fidelma frunciendo el ceño.

Eadulf negó con la cabeza y sonrió.

– No debido a las persecuciones, sino a que simplemente los primeros cristianos seguían sus propias costumbres. La mayoría de los primeros seguidores de la fe, griegos, judíos y romanos, quemaba o enterraba a sus muertos. Los restos se ponían en una urna o se colocaban en un sarcófago y, a su vez, se situaban en cámaras bajo tierra. La práctica de abrir esas cámaras se generalizó a partir del siglo II después de Cristo y tan sólo acabó durante el siglo pasado. Era más por costumbre que a causa de la persecución.

La bendición final se había impartido y la procesión se reorganizó y se dejó conducir por el coro en un dramático pean triunfal, el Gloria Patri, Gloria al Padre, que simbolizaba la gratitud por el paso del alma de Wighard al reposo celestial. Era apropiado, pensó Fidelma. El lamento en la tumba y el regocijo al regreso.

Se acercó a Eadulf.

– Hemos de discutir el caso -insistió ella.

– Tenemos mucho tiempo, seguro, en particular ahora que sabemos que Ronan Ragallach es culpable -contestó Eadulf francamente.

– No sabemos nada de eso -espetó Fidelma, molesta por la presunción de Eadulf.

Unas cabezas de la muchedumbre se giraron sorprendidas al percibir el tono brusco de Fidelma.

Ésta se ruborizó y bajó la mirada.

– No sabemos nada de eso -repitió con un susurro.

– Pero resulta obvio -respondió Eadulf, frunciendo el ceño con la misma preocupación-. ¿Qué otra prueba necesitáis que la de que Ronan huyera? Su huida es una admisión de culpabilidad por sí misma.

Fidelma sacudió con energía la cabeza.

– No es así.

– Bien, por lo que a mí concierne, Ronan es claramente culpable -replicó Eadulf con tozudez.

Fidelma frunció los labios. Una señal peligrosa.

– Permitidme que os recuerde nuestro acuerdo; la decisión respecto a este asunto de culpabilidad ha de ser unánime. Yo continuaré mi investigación, sola, si es necesario.

El rostro de Eadulf era de verdadera frustración. El asunto estaba claro para él. Pero sabía que el obispo Gelasio consideraría que una opinión dividida era peor que ninguna opinión. Al mismo tiempo se sentía inquieto. No se podía negar que sor Fidelma había mostrado una aptitud remarcable a la hora de hurgar en un misterio y llegar a una solución donde él creía que no había ninguna. Se había quedado más que impresionado por el asunto de Witebia, en Northumbria. Pero este caso era de lo más sencillo. ¿Por qué ella no lo veía?

– Muy bien Fidelma. Yo creo que Ronan es culpable. Sus acciones así lo proclaman. Yo estoy preparado para informar de ello a Gelasio. Sin embargo, estoy dispuesto a escuchar cualquier argumento que podáis tener en contra de tales conclusiones.

Se dio cuenta de que algunas de las personas del duelo los examinaban con curiosidad al ver sus rostros animados y mostrando desacuerdo.

El hermano Eadulf cogió a Fidelma por el brazo y la condujo a través del cementerio hacia un alto mausoleo con una construcción de mármol.

– Sé de un sitio donde podemos estar tranquilos para intercambiar nuestras opiniones respecto a este asunto -gruñó Eadulf.

Sorprendida, Fidelma vio a un joven en cuclillas en el exterior de la entrada del mausoleo, con una cesta con velas delante de él. Eadulf colocó una moneda dentro del cuenco que tendía el chico y eligió una vela. El muchacho tenía pedernal y yesca y encendió la vela.

Sin una palabra, Eadulf condujo a Fidelma al interior. Se encontró en un pequeño hueco de escalera dentro de la cripta que descendía hacia la oscuridad.

– ¿Qué sitio es éste, Eadulf? -preguntó Fidelma cuando el monje sajón empezó a descender por las labradas escaleras de piedra.

– Ésta es una de las catacumbas donde eran enterrados los primeros cristianos -explicó mientras sostenía la vela en lo alto y la guiaba unos veinte pies o más por un amplio pasillo que se había excavado en la piedra-. Hay sesenta cementerios como éste en el subsuelo de los alrededores de Roma que se utilizaron hasta finales del siglo pasado. Se dice que unos seis millones de cristianos fueron enterraron en estos lugares durante los últimos cuatro o cinco siglos.

Fidelma se dio cuenta de que el túnel desembocaba en una red de galerías subterráneas, que generalmente se iban cruzando con otras en ángulo recto, aunque algunas veces se hacían tortuosas. Tenían seis pies de ancho y a veces llegaban a medir diez pies de alto.

– Parece que estos túneles están horadados en roca maciza -observó Fidelma, deteniéndose para pasar la mano por las paredes.

Eadulf sonrió y asintió con la cabeza.

– El terreno que rodea Roma está hecho de piedra volcánica, algunas veces utilizada para la construcción. Es seca y porosa y fácil de trabajar. Las galerías que hicieron nuestros hermanos eran aptas para vivir y a menudo se utilizaron como refugios durante las grandes persecuciones.

– ¿Pero cómo podía respirar esa gente bajo tierra?

Eadulf le señaló una pequeña apertura encima de sus cabezas.

– ¿Veis? Los constructores mandaron que se hicieran unas aberturas cada doscientos o trescientos pies.

– Deben de ser unas construcciones inmensas, si ésta es sólo una de las sesenta.

– Ciertamente -admitió Eadulf-. Se hicieron muchas durante los reinados de los emperadores Aurelio Antonino y Alejandro Severo.

De repente se encontraron en un espacio más amplio, con largos huecos horadados en las paredes. Varios estaban vacíos, pero muchos estaban cerrados con losas esculpidas.

– Aquí tenemos las criptas de los muertos -explicó Eadulf-. El nicho o loculus donde se colocaba el cadáver. Cada familia tenía una cámara de este tipo, llamada arcosolia, donde enterraban a sus muertos.

Fidelma observaba con cierta admiración los frescos bellamente pintados en el exterior de algunas de las tumbas. Había algo escrito en el arco superior:

Hic congesta jacet quaeris si turba Piorum,

Corpora Sanctorum retinent venereanda sepulcro…

– Como sabéis -repitió Eadulf, traduciendo-: «Aquí están amontonados juntos multitud de santos, estos venerados sepulcros encierran los cuerpos de los santos».

Fidelma estaba impresionada.

– Es fascinante, Eadulf. Os agradezco que me lo hayáis enseñado.

– Hay catacumbas todavía más interesantes en cualquier lugar de Roma, como la que está bajo la misma colina Vaticana, donde reposan Pedro y Pablo. Pero la mayor de todas es la tumba de san Calixto, papa y mártir, en la Via Apia.