– Me entusiasmaría en otras circunstancias, Eadulf -suspiró Fidelma-, pero todavía tenemos que hablar de la muerte de Wighard.
Eadulf exhaló profundamente, se detuvo, posó la vela en una losa de piedra cercana y se apoyó en la pared con los brazos cruzados.
– ¿Por qué estáis tan segura de que Ronan Ragallach es inocente? -inquirió-. ¿Simplemente porque es irlandés?
Los ojos de Fidelma parecieron relampaguear peligrosamente a la luz vacilante de la vela. Eadulf percibió cómo la monja tomaba aire y mentalmente se preparó para un ataque de ira. No lo hubo. En lugar de eso, Fidelma expulsó el aire lentamente.
– Eso es indigno de vos, Eadulf. Me conocéis bien -dijo suavemente.
Eadulf había lamentado sus palabras en cuanto las hubo dicho.
– Lo siento -dijo sencillamente, pero no como si fuera un mero formalismo.
Se hizo un silencio incómodo. Luego habló Eadulf.
– No os queda más remedio que admitir que el comportamiento de Ronan Ragallach indica que es culpable.
– Por supuesto -admitió Fidelma-. Resulta obvio, tal vez demasiado obvio.
– No todos los crímenes son tan complicados como el de la abadesa Étain en Witebia.
– Cierto. Tampoco estoy yo defendiendo que Ronan Ragallach sea inocente. Lo que digo es que hay preguntas que se han de responder antes de afirmar con seguridad que es culpable. Examinemos esas cuestiones.
Levantó una mano para ir indicando los puntos con los dedos.
– Wighard, según las pruebas está arrodillado junto a su cama y es estrangulado con su propio cordón para la oración. ¿Por qué estaba arrodillado?
– ¿Porque estaba rezando?
– ¿Y permitir que su asesino entrara en sus habitaciones, se situara detrás de él, cogiera la cuerda y lo estrangulara antes de que ni siquiera pudiera levantarse? ¿No es curioso? Y ello depende de que Ronan Ragallach sea muy sigiloso. Sabemos que Ronan Ragallach es un hombre pesado. Regordete y con una respiración algo asmática y ruidosa.
– Quizás Wighard había invitado a entrar a Ronan Ragallach y… -empezó Eadulf.
– ¿Y le pidió que esperara mientras Wighard seguía arrodillado de espaldas a él y rezando? Es poco probable.
– De acuerdo. Pero todo esto lo podemos preguntar cuando vuelvan a capturar a Ronan Ragallach.
– Mientras tanto hemos de cuestionarnos si Wighard podía haber conocido tan bien a su asesino como para no sentir miedo al rezar en tal posición -advirtió Fidelma-. ¿Vos, como secretario suyo, podríais decir que Wighard conocía al hermano Ronan Ragallach, lo suficiente como para confiar en él en tales circunstancias?
Eadulf levantó un hombro ligeramente y luego lo dejó caer.
– No puedo decir que Wighard conociera al hermano Ronan -confesó.
– Muy bien. Hay otro aspecto que me preocupa. Nos dicen que Ronan Ragallach fue visto saliendo de las habitaciones de Wighard. Falta el oro, la plata y las monedas. Esto también se ha señalado como un posible móvil del crimen.
Eadulf asintió desganadamente con la cabeza.
– También nos han dicho -continuó Fidelma- que el hermano Ronan no cargaba nada cuando fue visto en el pasillo fuera de las habitaciones de Wighard. Tampoco llevaba nada cuando lo detuvieron y arrestaron en el patio exterior. Tampoco el registro llevado a cabo por los custodes ha descubierto dónde está oculto el oro y la plata de Wighard. Si Ronan es el culpable, sorprendido en el momento de abandonar la habitación de Wighard después de matarlo, ¿por qué no lo vieron con esos objetos preciosos, que son bastante voluminosos?
Eadulf entornó los ojos. Interiormente estaba enojado consigo mismo por no ver la lógica de lo que indicaba Fidelma.
Su mente se puso a trabajar rápido.
– Porque Ronan mató a Wighard antes y se llevó el tesoro -empezó, después de pensar un rato-. Por eso el cuerpo estaba frío cuando Marco Narses lo encontró. O porque Ronan lo había matado antes, pero luego regresó a la cámara para recuperar algo y entonces fue visto. O quizá le acompañase otra persona.
Fidelma sonrió solemnemente.
– Tres posibles alternativas. Pero hay una cuarta. Puede que sencillamente estuviera en el sitio equivocado en el momento equivocado.
Eadulf estaba callado.
– Estas preguntas tan sólo podrán ser contestadas cuando el hermano Ronan Ragallach vuelva a ser capturado -volvió a decir.
Fidelma ladeó la cabeza con gesto de burla.
– ¿Así todavía creéis que no hay preguntas que hacerse antes de ese momento?
– Estoy de acuerdo en que hay varios misterios que solucionar. Pero seguramente sólo el hermano Ronan…
– Bien, al menos coincidimos en la primera parte de vuestra afirmación, Eadulf -interrumpió Fidelma-. Sin embargo, ¿estaréis de acuerdo en que, mientras el hermano Ronan no aparezca, continuemos nuestra investigación en otra dirección haciendo preguntas a los otros miembros del séquito de Wighard y a todos aquellos que lo acompañaron en Roma?
– No veo… -dijo dudando el monje sajón-. Muy bien -continuó tras una pausa-. No hay nada malo en ello, supongo.
Fidelma sonrió.
– Bien. Entonces veamos a quién hemos de interrogar cuando regresemos al palacio de Letrán. ¿Quién había en su séquito?
– Bueno, de entrada, yo era su scriptor -dijo Eadulf sonriendo agriamente-. Ya me conocéis bastante.
A Fidelma no le hizo gracia.
– ¡Idiota! Quiero decir los otros. Hay mucha gente en su grupo, incluida sor Eafa y la autoritaria abadesa Wulfrun, con quien tuvimos la dicha de viajar en el barco desde Marsella.
Eadulf hizo una mueca ante aquel sarcasmo.
– La abadesa Wulfrun es, como os habréis enterado, una princesa real. Es hermana de Seaxburgh, reina de Kent, esposa de Eorcenberht, el rey.
Fidelma frunció el ceño, disgustada por el tono respetuoso del monje.
– Una vez se han tomado los hábitos se pertenece a la Iglesia y no se tiene otro rango que el que confiere la Iglesia.
Eadulf se sonrojó un poco a la luz de la vela. Cambió de postura en la pared de piedra.
– Sin embargo, una princesa sajona se merece…
– No más reconocimiento que cualquier otra persona que toma el hábito. La abadesa Wulfrun tiene la desafortunada tendencia a creer que todavía es una princesa de Kent. Me da pena sor Eafa, a quien mangonea con tanta arrogancia.
En su interior, también Eadulf había sentido compasión por la joven monja. En las tierras de los sajones, la cuna y el rango significaban mucho.
– ¿Quienes formaban el grupo de Wighard aparte de vos mismo? -preguntó Fidelma.
– Bien -continuó el monje al cabo de un momento-, además de Wulfrun y Eafa, está el hermano Ine, que es el criado personal de Wighard y el que le ayudaba en todas las tareas domésticas. Tiene cara de duelo permanente y resulta difícil acercarse a él. Luego está el abad Puttoc, de la abadía de Stanggrund.
– Ah -interrumpió Fidelma-, ¿el hombre bien parecido con aquel rictus tan cruel en la boca?
Eadulf resopló con desagrado.
– ¿Bien parecido? Eso será desde una perspectiva femenina. Se cree alguien y se rumorea que es igualmente ambicioso. Es un enviado especial del rey Oswio de Northumbria. Me han dicho que es un buen amigo de Wilfred de Ripon.
– Ya veo. ¿Está en Roma en representación de Oswio?
– Así es, pues Oswio es considerado ahora en Roma el bretwalda, o como vos decís, el rey supremo de los reinos sajones.
Wilfred de Ripon, por lo que Fidelma sabía de su estancia en Witebia, era el principal enemigo de los misioneros irlandeses en Northumbria y había sido el abogado principal durante el reciente sínodo.
– Luego está el hermano Eanred, que es el criado de Puttoc. Un hombre tranquilo, pero algo simplón. Me han dicho que Puttoc lo compró como esclavo y lo liberó de acuerdo con las enseñanzas de la fe.