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Fidelma ya hacía tiempo que estaba enterada de que los sajones todavía practicaban la esclavitud. No pudo evitar insistir:

– ¿Puttoc liberó a Eanred de la esclavitud para que fuera su esclavo en su abadía?

Eadulf se agitó incómodo y decidió no comentar nada.

– Luego está el hermano Sebbi -continuó deprisa-. También es de la abadía de Stanggrund y ha viajado hasta aquí como consejero del abad Puttoc.

– Habladme de él -le invitó Fidelma.

– No me he enterado de gran cosa respecto a él desde que estoy en Roma -confesó Eadulf-. Creo que tiene una mente privilegiada, pero que también es tan ambicioso como astuto.

– ¿Otra vez la ambición? -dijo Fidelma con desdén-. ¿Y todo el séquito de Wighard tenía las habitaciones en el mismo edificio, la domus hospitalis, como Wighard?

– Sí. De hecho, mi habitación era la que estaba más cerca, pues estaba frente a la de Wighard, al otro lado del pasillo.

– ¿Quién tenía la estancia situada junto a la de Wighard? ¿Su criado Ine?

– No. Ésa estaba vacía, como las otras habitaciones de ese lado del edificio. Creo que son simples almacenes.

– ¿Pues dónde estaba Ine?

– Su habitación estaba junto a la mía. Enfrente de la de Wighard. A continuación estaba la habitación del hermano Sebbi; luego la habitación del abad Puttoc y junto a ella, en el extremo del pasillo, se alojaba el hermano Eanred, su criado.

– Ya veo. ¿Y dónde estaban aposentadas la abadesa Wulfran y sor Eafa?

– En el piso inmediatamente inferior. El segundo piso de la domus hospitalis.

– Entiendo -reflexionó Fidelma-. Así, de hecho, ¿vuestra habitación es la que está más cerca de la de Wighard?

Eadulf sonrió burlón.

– Me parece que es una suerte que tenga la coartada de haber estado con vos en la basílica de santa María.

– No lo había olvidado -añadió Fidelma, en un tono que parecía serio.

Por un momento Eadulf la miró fijamente, pero la cara de Fidelma era una máscara. Sin embargo sus ojos brillaban traviesos.

– Ahora -de repente Fidelma se desperezó-, si me conducís al palacio de Letrán, sugiero que nos ocupemos de interrogar a alguno de vuestros hermanos, y espero que los custodes hayan conseguido atrapar al hermano Ronan Ragallach. -De repente Fidelma se estremeció-. No me había dado cuenta del frío que hace aquí.

Eadulf se giró para recoger la vela y soltó una exclamación.

– Mejor que avancemos con rapidez, hermana. No creía que la vela estuviera tan menguada.

Fidelma vio que la cera de la vela casi se había consumido y el trocito que quedaba ya había empezado a chisporrotear.

Eadulf agarró a la muchacha de la mano y empezó a andar apresuradamente por el pasillo, a lo largo de los diversos recodos y ángulos rectos. Luego oyeron un débil siseo y se encontraron envueltos por la oscuridad.

– No soltéis mi mano -le ordenó Eadulf con una voz áspera que surgió de la oscuridad.

– No voy a hacerlo -le aseguró Fidelma con contundencia-. ¿Sabéis cómo seguir?

– Recto, creo.

– Entonces avancemos con precaución.

No había la más mínima luz en la oscuridad de los túneles horadados por el hombre, mientras ellos iban avanzando a tientas lentamente.

– He sido un idiota -dijo Eadulf con tono de reprimenda-. Tenía que haber vigilado la vela.

– Bueno, recriminarse no nos servirá de nada -dijo Fidelma arrepentida-. Tomemos…

De repente se detuvo y soltó un grito ahogado al palpar algo con la mano que le quedaba suelta.

– ¿Qué es esto?

– El pasillo se bifurca aquí. Izquierda y derecha… ¿qué camino? ¿Os acordáis?

Eadulf cerró los ojos en la oscuridad. Su mente intentaba tomar una decisión. Se sintió impotente, y cuando se dio cuenta de que no sabía qué camino tomar, sus pensamientos se convirtieron en una oleada vacilante de imágenes de pánico, y notó un sudor frío en la frente.

De repente sintió que Fidelma le apretaba la mano.

– ¡Mirad! -dijo ella con un susurro sibilante-. A la izquierda. Me parece que hay una luz…

Eadulf se giró y escrutó la oscuridad. No veía nada.

– Estoy segura de que era una luz -dijo Fidelma con tono misterioso-. Tan sólo durante un momento.

Eadulf estaba a punto de desengañarla cuando percibió el breve vacilar de una luz. ¿Acaso sus ojos estaban creando aquello que su mente quería ver? Se quedó mirando anhelante en la oscuridad. No, ¡Fidelma tenía razón! Ciertamente, había un resplandor en la oscuridad. Soltó un ladrido de alivio.

– Sí, ahí está. ¡Tenéis razón! ¡Rápido! -Empezó a estirar de la muchacha en dirección a la llama vacilante y al mismo tiempo gritaba con todas sus fuerzas-. ¡Hey! ¡Hey!

No hubo respuesta en un primer momento, pero luego se oyó una en los túneles.

– Heia!

La luz se hizo más intensa y luego vieron a un anciano que avanzaba en su dirección sosteniendo una linterna.

El hombre se detuvo mientras ellos corrían por el pasillo hacia él.

– Heia vero! -gritó con voz áspera mientras los observaba a uno y a otro.

Fidelma y Eadulf se detuvieron ante él casi sin aliento, sintiéndose como niños cazados en alguna travesura por un anciano de figura paternal y bondadosa. Durante un momento lo único que pudieron hacer fue sonreír y jadear aliviados. La carrera por el túnel les había quitado la respiración y no podían hablar. El viejo iba sacudiendo la cabeza mientras los observaba con gravedad.

– Humm. El chico dijo que llevabais ahí abajo mucho tiempo con una vela. Habéis sido tontos.

– Nos nos dimos cuenta del paso del tiempo -replicó Eadulf, recuperando su voz y tachándose de idiota mientras escuchaba las palabras de reconvención del anciano.

– Mucha gente fallece por esta tontería -respondió el hombre con un gruñido-. ¿Podéis seguirme ahora? Os conduciré hasta la entrada.

El anciano se giró mientras ambos asentían con la cabeza en silencio, sintiéndose ridículos y avergonzados por su comportamiento. El viejo los fue guiando mientras iba hablando por encima del hombro.

– Sí, sí; hemos tenido muchas muertes en estas catacumbas. ¡Muerte entre los muertos! -Se echó a reír de forma vulgar-. ¿Qué irónico, verdad? La gente se pasea para ver los huesos de los santos y mártires y se deja los propios. Otros, como vosotros, se dejan atrapar por la oscuridad y quedan condenados a deambular eternamente a menos que tengan suerte. ¡Suerte, sin duda! Porque, ¿sabéis lo que medirían las catacumbas de Roma si formaran un largo túnel? Se ha calculado que alcanzarían las seiscientas millas. ¡Seiscientas millas de túnel! Algunos han desaparecido en estos pasillos y no se les ha vuelto a encontrar. Quizá sus almas sigan vagando aquí abajo, entre los muertos, entre…

Afortunadamente, llegaron a las escaleras que llevaban al mausoleo desde el que habían descendido y salieron a la luz del sol del cementerio cristiano con los ojos parpadeantes.

El chiquillo estaba sentado frente a su cesto con velas y se los quedó mirando inexpresivo.

El anciano se detuvo para apagar su lámpara y la colocó a un lado de la entrada del mausoleo.

Escupió a un lado.

– Si el chico no llega a decirme… -empezó a decir encogiéndose de hombros.

Fidelma rebuscó en su marsupium, la bolsa con dinero que llevaba entre los pliegues de su hábito, y le entregó al muchacho una moneda de plata. El chico la cogió y la lanzó dentro del cuenco sin mudar la expresión. Eadulf, mientras tanto, había extraído una moneda y se la ofreció al viejo, pero éste negó con la cabeza.

– La moneda para el chico es suficiente -dijo con tono brusco-. Pero si vosotros, religiosos, valoráis vuestra existencia terrena, la próxima vez que estéis en esa espléndida basílica de allí -señaló hacia la lejana torre de San Juan de Letrán, que se elevaba detrás de la muralla Aurelia- encended una vela y decid una oración por el chico.