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El joven monje hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta por el extenso salón en el que sus pasos retumbaban.

Gelasio puso su papeles a un lado y se acomodó en su silla de madera tallada para observar la entrada de la joven extranjera anunciada por su factótum, el hermano Dono.

La puerta se abrió y entró una figura alta vestida de religiosa. El vestido resultaba obviamente extranjero para Roma, observó Gelasio; la camilla de lana sin teñir y la túnica de lino blanco indicaban que quien así vestía era alguien recién llegado al clima cálido de Roma. La mujer atravesó el mosaico del suelo del salón imprimiendo a su paso un garbo juvenil que no cuadraba con el recato que requería el hábito religioso. Pero su forma de aproximarse no resultaba carente de gracia. Gelasio advirtió que aunque era alta, su cuerpo estaba bien proporcionado. Unos mechones rebeldes de cabello pelirrojo surgían de debajo de su tocado. Los ojos oscuros de Gelasio se posaron en los rasgos jóvenes y atractivos de su rostro y quedaron fascinados por el verde brillante de los ojos de la mujer.

Ella se detuvo ante él, con el ceño ligeramente fruncido. Gelasio se quedó sentado en la silla, tendió su mano, en cuyo dedo corazón había un gran anillo de oro con una esmeralda incrustada. La joven dudó y luego tendió su mano derecha y cogió la de Gelasio suavemente, inclinando su cabeza hacia adelante con rigidez.

Gelasio controló su sorpresa. En Roma un miembro de los religiosos se hubiera arrodillado ante él y le hubiera besado el anillo en señal de respeto hacia su alto rango. Esta joven extraña y extranjera simplemente había inclinado la cabeza en reconocimiento de su oficio y no como muestra de humildad. La expresión que mostraba ella era algo forzada, como si quisiera disfrazar su irritación.

– Bienvenida, hermana… ¿Fidelia…? -dijo Gelasio, dudando respecto al nombre.

La expresión de la joven no cambió.

– Soy Fidelma de Kildare, del reino de Irlanda.

Gelasio percibió que la voz de la muchacha era firme y no delataba signo alguno de que se sintiera intimidada ante el esplendor de la estancia que la rodeaba. Era extraño, pensó, que a estos extranjeros les resultara indiferente el poder, la riqueza y la santidad de Roma. Los britanos e irlandeses le recordaban a los estirados galos, de los que sabía por la lectura de César y Tácito. ¿No había sido un rey de los britanos, que Claudio había llevado cautivo a Roma, el que, al ver el esplendoroso poderío, no sólo no se había sentido amedrentado, sino que sencillamente había dicho: «¿Y teniendo todo esto, todavía envidian nuestras casuchas en Britania?». Gelasio era un hombre orgulloso de su pasado de patricio romano y a veces le hubiera gustado nacer en los años dorados del imperio de los primeros césares. Se agitó con incomodidad ante tal pensamiento, que no casaba con la humilde ambición de su fe, y se concentró en la figura que tenía ante sí.

– ¿Sor Fidelma? -repitió el nombre con cuidado.

La joven hizo un gesto con gentileza, en señal de agradecimiento por la correcta pronunciación.

– He venido hasta aquí a petición del arzobispo Ultan de Armagh para traer…

Gelasio levantó una mano para detener la serie de palabras que surgía.

– ¿Es ésta vuestra primera visita a Roma, hermana? -preguntó en voz baja.

Ella hizo una pausa y luego asintió con la cabeza, preguntándose si había cometido algún error de protocolo al dirigirse a este personaje superior de la Iglesia de cuyo nombre el factótum ni siquiera le había informado.

– ¿Cuánto lleváis en nuestra hermosa ciudad?

Gelasio creyó oír que la joven ahogaba un suspiro. Percibió un ligero movimiento, un exagerado palpitar en su pecho.

– Llevo cinco días intentando conseguir una audiencia con el obispo de Roma… Lamento no haber sido informada de vuestro nombre ni de vuestra posición.

Los delgados labios de Gelasio temblaron al esbozar una sonrisa. Admiraba la franqueza de la joven.

– Soy el obispo Gelasio -contestó-. Ocupo el cargo de nomenclator de Su Santidad. Mi función consiste en recibir todas las peticiones del Santo Padre, valorar si es necesario que las vea y ofrecerle mi consejo.

Los ojos de sor Fidelma se iluminaron.

– Ah, ahora entiendo por qué me han traído a vuestra presencia -comentó, y sus hombros cuadrados descendieron ligeramente al relajarse un poco-. Resulta difícil responder adecuadamente cuando nadie le ha informado a una de los usos protocolarios de aquí. Debéis perdonarme si cometo algún error y culpad de ello tan sólo a mi nacimiento en tierra extranjera y a mi educación.

Gelasio inclinó la cabeza con un aire de solemnidad no carente de ironía.

– Bien dicho, hermana. Habláis un latín excelente para alguien que visita por primera vez nuestra ciudad.

– También conozco el griego y sé algo de hebreo. Tengo una cierta facilidad para las lenguas e incluso hablo algo del idioma de los sajones.

Gelasio la miraba fijamente por si estuviera burlándose ligeramente de él. El tono no era jactancioso y Gelasio estaba impresionado por su continua franqueza.

– ¿Y dónde conseguisteis tales conocimientos?

– Estudié el noviciado en Kildare, en la casa que estableció santa Brígida, y luego con Morann en Tara.

Gelasio frunció el ceño sorprendido.

– ¿Habéis estudiado estas lenguas sólo en Irlanda? Bueno, he oído hablar de sus escuelas pero ahora tengo la prueba de su excelencia. Sentaos, hermana, y discutamos el motivo de vuestra visita. El viaje desde Irlanda debe de haber sido largo y lleno de peligros. No lo habréis hecho sola, ¿verdad?

Fidelma echó una mirada alrededor en la dirección que Gelasio le había indicado, vio una sillita de madera cerca de ella y la colocó de cara al obispo. Se sentó y se acomodó antes de responder.

– He hecho el viaje en compañía del hermano Eadulf de Canterbury, que es scriba de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury en el reino sajón de Kent.

Gelasio arqueó las cejas irónicamente.

– Por lo que me han dicho, los irlandeses tenéis poco en común con Canterbury, ¿o sois vos uno de los pocos irlandeses que ha aceptado la regla de Roma en lugar de la de Columba?

Fidelma sonrió levemente.

– Yo sigo la regla de Paladio y Patricio que convirtieron nuestra pequeña isla a la fe -dijo con tranquilidad-. He asistido al sínodo de Witebia y llegué a conocer a los delegados sajones. Fue al final del sínodo cuando Deusdedit, el arzobispo de Canterbury, se puso enfermo y murió de la peste amarilla. Wighard, como arzobispo designado, anunció su intención de viajar aquí, a Roma, para recibir la bendición papal de su cargo, y, como Ultan me había ordenado traer aquí la Regula coenobialis Cill Dara, decidí hacer el viaje en compañía del hermano Eadulf, a quien he llegado a conocer y respetar.

– ¿Y qué hacíais vos asistiendo al concilio de Witebia, hermana? Ya he tenido noticia de esa discusión entre los partidarios del uso de las costumbres de Roma y los de los hábitos de sus propias iglesias irlandesas. ¿No ganaron nuestros representantes romanos la discusión y provocaron la retirada de los delegados irlandeses?

Fidelma no hizo caso del tono de burla que mostraba la voz de Gelasio.

– Yo asistí al sínodo para dar consejo legal a los delegados de nuestra Iglesia.

El ceño del obispo se alzó con asombro.

– ¿Estabais allí para dar asesoramiento legal? -preguntó perplejo.

– Yo no sólo soy una religiosa sino que también soy dálaigh del tribunal Brehon de Irlanda…, es decir, soy una abogada versada en el código civil del Senchus Mór y el criminal del Leabhar Acaill por los que se administra justicia en nuestro país.