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El rostro de Gelasio reflejaba su incredulidad.

– ¿Así que es costumbre que los reyes de Irlanda permitan a las mujeres ser abogados en sus tribunales de justicia?

Fidelma se encogió de hombros con indiferencia.

– Entre mi gente, la mujer puede ejercer cualquier profesión, incluida la de reinar y la de estar al mando de su gente en una batalla. ¿Quién no ha oído hablar de Macha de las Trenzas Rojas, nuestra gran reina guerrera? Sin embargo, he oído que a las mujeres no se las considera igual en Roma.

– Podéis estar segura de ello -contestó Gelasio con vehemencia.

– ¿Es cierto que ninguna mujer puede aspirar a ninguna de las profesiones liberales de ejercicio público en Roma?

– Por supuesto que no.

– Pues resulta ser una sociedad extraña la que se niega el uso de la mitad de los talentos de su población.

– No más extraño, mi buena hermana, que una sociedad que permite a las mujeres tener una posición igual a la de los hombres. En Roma, observaréis que el padre o marido tiene total control sobre las mujeres de su familia.

Fidelma hizo una mueca sarcástica.

– Resulta asombroso que pueda andar por las calles de esta ciudad sin que me aborden por mi descaro.

– Vuestro hábito es reconocido como la stola matronalis y no sólo podéis visitar lugares públicos de culto, sino también teatros, tiendas y juzgados. Sin embargo, estos privilegios no se conceden a alguien que no lleve el hábito de religiosa o no esté casada. Las doncellas han de permanecer en las proximidades de su hogar. Sin embargo, las mujeres de las clases altas pueden tener influencia en asuntos de negocios, siempre que ello se realice en la privacidad de sus propios palacios y a través de sus maridos o padres.

Fidelma sacudió la cabeza con aire sombrío.

– Entonces ésta es una ciudad triste para las mujeres.

– Es la ciudad de los santos Pedro y Pablo que nos iluminaron en la oscuridad de nuestro paganismo; a Roma le fue confiada la misión de extender esa luz por todo el mundo.

Gelasio hablaba con orgullo, tal vez demasiado, mientras se arrellanaba y estudiaba a la joven. Era un hombre típico de su nación, su ciudad y su clase.

Fidelma no contestó. Era lo bastante diplomática para darse cuenta de cuándo las palabras no conducían más que a puertas cerradas con cerrojo. Unos momentos después fue Gelasio el que continuó la conversación.

– ¿Así que vuestro viaje no tuvo incidentes?

– El viaje desde Marsella fue tranquilo, salvo cuando apareció una vela por el oeste y el capitán casi estrelló el barco contra unas rocas a causa del miedo.

Gelasio se puso serio.

– Debía de ser un barco con algunos de los fanáticos árabes seguidores de Mahoma que han estado haciendo incursiones por todo el Mediterráneo, contra todos los barcos y puertos de nuestro emperador Constancio. Asolan continuamente los puertos del sur. Gracias a Dios que su barco no cayó en sus manos. -Gelasio hizo una pausa para reflexionar un momento antes de continuar-. ¿Y tenéis buen alojamiento en la ciudad?

– Así es, gracias. Me hospedo en un pequeño hostal no lejos de aquí cerca del oratorio de santa Práxedes junto a la vía Merulana.

– Ah, ¿el hostal que regenta el diácono Arsenio y su buena mujer Epifania?

– Exactamente.

– Bien. Ya sé dónde puedo contactar con vos. Ahora examinemos los mensajes que habéis traído de Ultan de Armagh.

La barbilla bien formada de Fidelma se elevó con cierta agresividad.

– Son sólo para los ojos de Su Santidad.

Las cejas de Gelasio se juntaron con preocupación, se quedó mirando los atrevidos ojos verdes que tenía frente a él y entonces pareció que cambiaba de opinión y asentía con la cabeza sonriendo ampliamente.

– Tenéis razón, hermana. Pero la norma aquí es que pasen por mis manos. También he de examinar la regla para que la bendiga el Santo Padre. Está dentro de mis atribuciones examinarla -añadió con énfasis burlón.

Sor Fidelma buscó entre sus ropas y extrajo los rollos de vitela. Se los tendió al obispo. Éste los desenrolló, echando una ojeada a su contenido antes de colocarlos a un lado de la mesa.

– Los leeré tranquilamente y luego le pediré a mi scriptor que los examine. Si todo está bien, puedo arreglar una audiencia con Su Santidad dentro de siete días a partir de hoy.

Vio que los labios de la joven mostraban decepción.

– ¿Antes no? -preguntó la muchacha decepcionada.

– ¿Tenéis prisa por abandonar nuestra hermosa ciudad? -preguntó Gelasio con mofa.

– Mi corazón añora mi país, señor obispo, eso es todo. Llevo ya muchos meses lejos de sus costas.

– Entonces, hija, algunos días más no importan. Hay mucho que ver aquí antes de vuestro regreso, en particular si es vuestro primer peregrinaje a este lugar. Sin duda querréis visitar la colina Vaticana donde se alza la basílica de San Pedro sobre la tumba de ese hombre santo, esa roca santa sobre la que Cristo ordenó que se construyera su Iglesia. En esa misma colina nos enseñan que se apareció Nuestro Señor a Pedro cuando abandonaba la ciudad donde Nerón perseguía a sus hermanos. Allí dio la vuelta Pedro y rehizo sus pasos hacia la ciudad, para ser crucificado con su rebaño, y allí se le enterró.

Fidelma bajó la cabeza para ocultar la irritación que le producía que el obispo la considerara tan ignorante.

– Esperaré entonces vuestro aviso, Gelasio -dijo al tiempo que se levantaba mostrando su deseo de irse.

Ciertamente, Gelasio tuvo que ocultar su sorpresa de nuevo al ver que la joven parecía tan dueña de sí misma, pues él estaba muy acostumbrado a mandar.

– Decidme, Fidelma de Kildare, ¿hay muchas mujeres como vos en vuestro país?

Fidelma frunció el ceño intentando entender el significado de aquellas palabras.

– He conocido a muchos hombres de vuestro país, incluso tenemos a algunos trabajando aquí en el palacio de Letrán, pero mis experiencias con las mujeres de vuestra tierra son limitadas. ¿Son todas tan francas como vos?

Fidelma sonrió.

– Sólo puedo hablar por mí, Gelasio. Pero, como ya os he dicho, en mi tierra una mujer no está supeditada a un hombre. Creemos que nuestro Creador nos hizo iguales. Tal vez, algún día, deberíais viajar a las tierras de Irlanda y conocer sus bellezas y tesoros.

Gelasio rió entre dientes.

– Con gusto lo haría. Con gusto lo haría, aunque me temo que ya son muchos mis años para embarcarme ahora en un viaje arduo. Mientras tanto, espero que disfrutéis de nuestra ciudad. Podéis iros. Deus vobiscum.

Satisfecho por haber conseguido controlar finalmente el final de la entrevista, alcanzó una diminuta campana de plata.

Tendió la mano derecha y una vez más, y para su irritación, Fidelma simplemente se la estrechó e inclinó su cabeza en lugar de besarle el anillo obispal tal como era costumbre en Roma.

La alta muchacha se giró y atravesó la estancia hasta donde estaba el hermano Dono aguantando la puerta.

Capítulo 2

Sor Fidelma atravesó aliviada las ornamentadas puertas de madera tallada que daban al vestíbulo principal del palacio de Letrán, donde todos y cada uno de los obispos de Roma habían sido coronados durante los últimos trescientos cincuenta años. El atrium, o vestíbulo público, era una estructura suntuosa, de ello no había duda. Altas columnas de mármol se elevaban hacia el cielo formando una bóveda arqueada. El suelo era una alfombra de mosaico que se extendía por todas partes, las paredes estaban decoradas con tapices llenos de color y las bóvedas más arriba eran de roble oscurecido y barnizado. Era un lugar adecuado para un príncipe temporal.

Los guardias del palacio, los custodes, situados en cada entrada, vestían la ropa militar de gala con petos bruñidos y cascos con plumas, las espadas cortas envainadas y colgadas atravesadas sobre el pecho; una muestra impresionante de esplendor mundano. Los clérigos se movían de un lado a otro para cumplir misteriosas tareas, y su ropaje sencillo contrastaba de forma curiosa con el de los dignatarios y potentados procedentes de cualquier país imaginable del mundo.