Sor Fidelma se detuvo para captar otra vez aquel espectáculo; durante varias horas la habían hecho esperar entre aquel ruidoso gentío antes de que el hermano Dono la llamara en presencia del obispo Gelasio. Albergaba pocas dudas, ciertamente, de que éste era el lugar de reunión de todos los pueblos del mundo. La corte real de Tara, la sede de los reyes de los cinco reinos de Irlanda, parecía un lugar pintoresco comparado con esta magnificencia. Pero, reflexionó Fidelma al tiempo que empezaba a abrirse paso entre los corrillos de gente hablando, prefería la tranquila dignidad de Tara, su atmósfera sencilla en medio de la serena belleza de la provincia real de Midhe.
Una joven religiosa, que avanzaba a empujones en dirección contraria, chocó con Fidelma.
– Oh, perdonad…
La muchacha levantó la cabeza y se detuvo, nerviosa, al reconocerla.
– ¡Sor Fidelma! No os había visto desde que llegamos a Roma.
La joven religiosa sajona tenía unos veinticinco años, era delgada, con facciones ligeramente melancólicas, y por debajo del tocado le salían mechones desordenados de un cabello castaño claro. Sus ojos eran de un marrón oscuro, pero resultaban poco expresivos y, aunque era de complexión menuda, sus manos eran en cambio fuertes y nervudas, y estaban encallecidas por el duro trabajo. A Fidelma no le había sorprendido que sor Eafa hubiera trabajado en una granja antes de entrar en la vida religiosa. Fidelma le sonrió. Había disfrutado de la compañía de sor Eafa durante la mayor parte del viaje desde el puerto de Marsella a Ostia. La joven hermana formaba parte de un pequeño grupo de peregrinos procedentes del reino de Kent que había venido a presenciar la ordenación de Wighard de Canterbury por el Santo Padre. Fidelma sentía compasión por la joven. Era una chica simple, pero dispuesta, que parecía temer a su propia sombra. La forma de comportarse, la postura torpe, ligeramente encorvada y la manera como siempre se envolvía la cabeza y los hombros con el tocado parecían indicar que deseaba pasar por el mundo desapercibida.
– Buenos días, sor Eafa. ¿Cómo os va?
La joven religiosa hizo un mohín, nerviosa.
– En realidad, me encantaría regresar a Kent. Estar en la ciudad donde Pedro, que caminó y habló con Cristo y que sufrió martirio aquí, es realmente una experiencia conmovedora. Sin embargo… -sacudió la cabeza con inquietud- no me gusta la ciudad. En verdad, hermana, la encuentro bastante amenazadora. Hay demasiada gente, demasiada gente extraña. Preferiría estar en casa.
– Comparto vuestro deseo, hermana -dijo Fidelma, con sinceridad.
Al igual que Eafa, ella también estaba más acostumbrada a la vida rural.
Una mirada ansiosa surgió de repente en los rasgos anodinos de sor Eafa al echar una mirada por detrás del hombro de Fidelma.
– Ahí viene la abadesa Wulfrun. He de ir con ella. La acompaño al Oratorio de los Cuarenta Mártires. Ya hemos estado en la tumba de santa Elena, madre de Constantino, esta mañana. Allí donde vamos la gente ve que somos peregrinas extranjeras e intenta vendernos reliquias santas y recuerdos. Son como pedigüeños que no se pueden hacer a un lado. Mirad esto, hermana.
Señaló un pequeño broche de cobre barato que llevaba prendido en su tocado. Fidelma lo miró de cerca. Montado en el cobre lucía un trozo de vidrio coloreado.
– Dijeron que contenía un cabello de la santa cabeza de Elena y me desprendí de dos sestertius… No conozco el valor de esas monedas. ¿Creéis que es demasiado?
Fidelma se acercó más al broche e hizo una mueca. Sólo veía una hebra de cabello en el vidrio.
– Si, ciertamente, ése era el cabello de la bendita Elena; entonces vale el dinero, pero… -dejó la frase en suspenso y se encogió de hombros.
La joven religiosa sajona parecía abatida.
– ¿Dudáis de que sea auténtico?
– Hay muchos peregrinos en Roma y, tal como habéis dicho, hay mucha gente que se gana la vida vendiéndoles todo tipo de cosas que afirman que son reliquias santas.
Fidelma notó que a Eafa le hubiera gustado hablar más, pero echó otra mirada rápida por encima del hombro de Fidelma e hizo un gesto disculpándose.
– He de irme. La abadesa Wulfrun me ha visto.
La joven de Kent se giró, con la ansiedad aún patente en su rostro, y se abrió camino entre la gente hasta donde estaba una mujer alta con hábito de religiosa, esperando con una expresión austera y de desaprobación en su semblante de ave.
Fidelma experimentó una punzada de tristeza por la joven hermana. Eafa hacía esta peregrinación en compañía de la abadesa Wulfrun. Ambas eran de la abadía de Sheppey pero, tal como le había confesado Eafa, Wulfrun era una princesa real, la hermana de Seaxburgh, reina de Kent, y se aseguraba bien de que todos conocieran su rango.
Probablemente por esto Fidelma había buscado la amistad de la muchacha durante la travesía de Marsella a Ostia, pues Wulfrun trataba a la chica casi como a una esclava. Sin embargo, le había parecido que Eafa tenía más miedo del ofrecimiento de amistad de Fidelma que de su propia soledad. Era reacia a mostrarse amistosa con cualquiera y no se quejaba de la forma autocrática con que la abadesa Wulfrun le mandaba hacer esto o lo otro. Una muchacha extraña y solitaria, pensó Fidelma. Introspectiva, no antisocial, sino simplemente insociable. Por encima del griterío que se alzaba a su alrededor, Fidelma percibía el tono agudo de la voz de la abadesa Wulfrun que le ordenaba a Eafa que le llevara algo. La figura autoritaria de la abadesa se abrió camino a empujones en dirección a las puertas del palacio, como la proa de un barco de guerra rompiendo las aguas tormentosas, con la figura delgada de Eafa balanceándose sobre su estela.
Sor Fidelma esperó un rato hasta que desaparecieron entre la muchedumbre y, con un leve suspiro, atravesó las puertas del palacio para salir a las escaleras de mármol bañadas por el sol que se extendían ante la gran fachada.
El sol romano la envolvió con su calidez, obligándola a detenerse a fin de recobrar el aliento. Después de estar en el fresco interior del gran palacio, entrar en el caluroso día romano era como darse una ducha caliente después de una fría. Parpadeó y respiró hondo.
– ¡Sor Fidelma!
La joven se giró hacia la muchedumbre que ascendía por las escaleras y entrecerró los ojos intentando identificar aquella voz familiar y profunda de barítono. Un joven vestido con unos burdos y sencillos ropajes de lana marrón, con el cabello castaño oscuro rematado con la corona spina propia de la tonsura romana, se destacó del grupo y le hizo una señal con la mano. Era musculoso, con una complexión más de guerrero que de monje; era un hombre bien parecido de su misma edad y altura. Se encontró sondándole ampliamente a modo de saludo, y al mismo tiempo se preguntó para sí por qué le sobrevenía tal placer al volver a verlo.
– ¡Hermano Eadulf!
Eadulf había sido su compañero durante la larga y tediosa travesía desde el reino de Northumbria. Era el secretario e intérprete de Wighard, el arzobispo designado de Canterbury. Se habían hecho amigos durante el concilio en el monasterio de Hilda en Streoneshalh, junto a la ciudad costera de Witebia donde, juntos, habían resuelto el oscuro misterio del asesinato de la abadesa Étain de Kildare. Sus aptitudes se habían complementado, pues Eadulf había sido gerefa hereditario, o magistrado, de Seaxmund's Ham antes de que se convirtiera a la fe gracias a un monje irlandés llamado Fursa, que lo llevó a Durrow, en Irlanda, para su educación religiosa. Eadulf también tenía conocimientos de medicina, pues había estudiado en la gran escuela de medicina de Tuaim Brecain. Luego Eadulf había pasado dos años en Roma y había elegido seguir las enseñanzas romanas, rechazando las reglas de la orden de Columba, antes de regresar a su país natal. Había estado en la abadía de Hilda prestando apoyo a Canterbury y Roma, mientras que Fidelma había viajado allí para apoyar a sus colegas clérigos irlandeses procedentes de Lindisfarne e lona.