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Los dos jóvenes religiosos se quedaron mirándose un momento, sonriendo alegremente ante aquel encuentro casual en las escaleras de mármol blanco bañadas por el sol del palacio de Letrán.

– ¿Cómo va vuestra misión en Roma, Fidelma? -preguntó Eadulf-. ¿Habéis visto ya al Santo Padre?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No. Sólo he visto a un obispo. Uno que dice llamarse nomenclator, que tiene que evaluar mi petición procedente de Kildare y determinar si el Santo Padre tiene que molestarse por ella. Los burócratas que rodean al obispo de Roma no parecen estar siquiera interesados en que le lleve las cartas personales de Ultan de Armagh.

– Parece que no lo aprobáis.

Fidelma resopló en señal de afirmación.

– Yo soy una persona sencilla, Eadulf. Me desagrada toda esta pompa y ceremonia temporales -dijo extendiendo la mano y señalando los ricos edificios eclesiásticos que los rodeaban-. ¿Recordáis las palabras de Mateo? El Señor dijo: «No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones horadan los muros y roban…». Estos tesoros mundanos resultan turbadores para la sencillez de nuestra fe.

El hermano Eadulf frunció los labios y sacudió la cabeza en señal de desaprobación, no sin cierta jocosidad. Aunque su expresión era seria, no ocultaba en sus ojos cierto humor tranquilo. Era consciente de que Fidelma tenía una aguda mente escolástica y podía fácilmente citar las Escrituras para imponer sus argumentos.

– Es su historia, la conciencia de su pasado, lo que hace que los romanos conserven tales tesoros, no su valor crematístico o su fe -replicó defendiéndolos-. Si la Iglesia ha de existir en este mundo para preparar a la gente para el siguiente, entonces seguramente ha de estar en este mundo con toda su pompa y circunstancia.

Fidelma discrepó inmediatamente.

– Está claro, como dijo Mateo, que ningún hombre puede servir a dos amos, pues u odiará a uno y amará al otro o si no estará con uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a Mamón. Los que viven en este bello palacio y hacen alarde de grandezas temporales seguro que están anteponiendo Mamón a Dios.

El hermano Eadulf se mostró ligeramente sorprendido.

– Estáis hablando de la casa del Santo Padre. No, Fidelma; es parte del patrimonio de Roma y también del patrimonio cristiano estar en este hermoso palacio. Dondequiera que vayáis en Roma hallaréis en la historia.

Fidelma sonrió burlonamente ante el entusiasmo de Eadulf.

– Cualquier lugar del mundo tiene un recuerdo histórico para alguien -replicó ella secamente-. Yo he estado en la pobre y desnuda colina de Ben Edair, donde el cuerpo sangrante y destrozado por la batalla de Óscar, hijo de Oisín, fue enterrado después de la catastrófica batalla de Gabhra. He visto el túmulo formado con piedras apiladas que se levantó encima de la tumba de la viuda de Óscar, Aidín, después de que muriera de pena al ver el cuerpo de su marido. Un pequeño montón de piedras grises puede evocar una historia tan desgarradora como este gran edificio.

– Pero mirad esto… -Eadulf señaló con entusiasmo intentando abarcar el gran palacio de Letrán y la contigua basílica de san Juan-. Éste es el mismísimo corazón de la cristiandad. El hogar de su jefe temporal durante los últimos trescientos años. Toda esa historia está en cada ladrillo y cada trocito de mosaico.

– Un maravilloso conjunto de edificios, eso lo admito.

Eadulf movió la cabeza ante la falta de reverencia que mostraba la muchacha.

Incluso cuando el emperador Constantino dio el palacio y sus tierras a Melquíades, hace trescientos cincuenta años, para que éste, como obispo de Roma, pudiera erigir una catedral para la ciudad, ya tenía una historia.

Fidelma en silencio se resignó ante el entusiasmo que mostraba el monje.

– Era el palacio de una gran familia patricia de la antigua Roma, los Laterani. En la época en que el malvado emperador Nerón perseguía a los cristianos, hubo una conspiración para asesinarlo. Cayo Calpurnio Piso, que era un cónsul, un gran orador y un personaje rico y popular, estuvo a la cabeza de la conspiración. Pero se descubrió y los conspiradores fueron arrestados y condenados a muerte; otros se vieron obligados a suicidarse antes que enfrentarse a una ejecución, en señal de respeto y deferencia a su posición de patricios.

– Entre ellos estaba Petronio Arbiter, que escribió el Satiricón; el poeta Lucano y el filósofo Séneca, al igual que Piso. Además de estos intelectuales estaba Plautio Laterano, dueño de este palacio. Fue desposeído de esta propiedad y condenado a muerte.

Fidelma echó una mirada a la rica fachada del palacio de Letrán; seguía desaprobando su opulencia.

– Es un edificio bonito -dijo bajito-, pero no tan bello como un valle tranquilo o una gran montaña o una colina azotada por el viento. Eso es auténtica belleza, la belleza de la naturaleza libre de las construcciones mundanas del hombre.

Eadulf la miró afligido.

– No habíais dicho que erais filistea, hermana.

Fidelma alzó las cejas contrariada y sacudió la cabeza en señal de negación.

– No lo soy. Habéis aprovechado los dos años de vuestra vida pasados aquí en Roma adquiriendo conocimientos. Pero al alabar estos edificios habéis olvidado mencionar que el palacio de Letrán original fue destruido y que Melquíades construyó esos edificios sobre sus ruinas. Habéis olvidado decir que estos edificios se han reconstruido dos veces durante los últimos doscientos años, en particular después de que los destruyeran los vándalos hace doscientos años. ¿Así pues, dónde está la continuidad histórica de la que hablabais? Éstos no son más que monumentos temporales.

Eadulf se la quedó mirando sorprendido y disgustado.

– ¿Así que ya conocíais la historia? -preguntó acusador, sin hacer caso de lo que ella había dicho-.

Fidelma se encogió de hombros con gran expresividad.

– Le pregunté a uno de los guardianes de la basílica. Pero como os mostrabais tan deseoso de transmitir vuestros conocimientos… -Fidelma hizo una mueca y luego sonrió en señal de disculpa ante la expresión petulante del joven, se adelantó y le puso la mano sobre su brazo. Una repentina sonrisa de golfillo pícaro iluminó su rostro.

– Venga, hermano Eadulf. Yo simplemente he hecho constar que los templos son catedrales temporales en comparación con la mayor catedral que es la naturaleza, que los hombres a menudo destruyen con sus miserables construcciones. Últimamente me he preguntado cómo debían de ser las siete colinas de esta extraordinaria ciudad antes de que quedaran ocultas bajo los edificios.

La cara del monje sajón seguía mostrando su mal humor.

– No os enfadéis, Eadulf -Fidelma lo engatusaba con expresión contrita, lamentando haber ofendido su ego-. He de ser fiel a mí misma, pero me interesa todo lo que tenéis que explicarme de Roma. Estoy segura de que esta ciudad tiene mucho más que enseñarme. Venga, caminad un rato conmigo y mostradme de lo que sois capaz.

Enfiló las amplias escaleras y se abrió camino entre los mendigos que se apiñaban abajo, que eran contenidos por custodes de rostro severo. Aquellos ojos oscuros en unos rostros esqueléticos los seguían al pasar y unas manos delgadas, huesudas, se tendían mudas y suplicantes. A Fidelma le había costado varios días acostumbrarse a aquello cuando se dirigía desde su alojamiento al ornado palacio del obispo de Roma.

– Ésta es una escena que no veréis en Irlanda -comentó, señalando con la cabeza a los mendigos-. Nuestras leyes prevén el auxilio de los pobres a fin de que no tengan que recurrir a estos medios para mantenerse a ellos y sus familias.