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– Io Saturnalia! -dijo casi en voz baja.

La abadesa se detuvo de pronto perpleja.

– ¿Qué habéis dicho? -preguntó.

Ni siquiera Eadulf estaba seguro de lo que quería decir Fidelma. Intentó recordar por qué Fidelma se había interesado tanto en la fiesta pagana romana de los saturnales.

– Había una vez una princesa sajona que tenía una esclava por la que sentía mucho cariño -empezó Fidelma en tono coloquial, como si cambiara de tema-. Cuando la princesa fue prometida en matrimonio a un rey vecino, ella, naturalmente trasladó su casa a ese reino. La princesa era muy piadosa y quería involucrarse en las buenas obras cristianas en aquel reino. Fundó una abadía en una islita (conocida como «la isla donde se guardan las ovejas») y se le ocurrió liberar a su esclava y hacerla abadesa. Tenía una relación muy estrecha con esa esclava, casi tan estrecha como una hermana de sangre.

El rostro de Wulfrun estaba ahora blanco como la nieve. Tenía la mano agarrada al cuello. Los ojos bien abiertos y horrorizados observaban a Fidelma. No emitió ningún sonido ni hizo ningún movimiento mientras permaneció contemplando a la religiosa irlandesa.

El encanto lo rompió Gelasio, quien, como la mayoría de los que estaban en la habitación, no entendía de qué estaba hablando Fidelma. Sólo el hermano Ine permanecía sentado, sonriendo y alegrándose de la turbación de la abadesa.

– Éste es un relato muy loable -dijo Gelasio, irritado-. Pero, ¿qué tiene que ver con el asunto que nos ocupa? ¿Cuántos esclavos liberados se han abierto camino en la Iglesia? Éste no es asunto que sea necesario comentar, y menos aún en medio de la deliberación que nos ocupa.

– Oh -Fidelma se mordió los labios, sin separar sus ojos brillantes de las impenetrables pupilas de la abadesa-. Yo simplemente quería añadir que el pecado de orgullo puede destruir las buenas intenciones. En la fiesta de los saturnales, me han dicho que era costumbre que los esclavos se vistieran con las ropas de sus amos y amas. A esta esclava liberada su ama la llamaba generosamente «hermana» y ella intentó hacer esto realidad, pues se avergonzaba de su pasado de servidumbre. Pero lo que acabó haciendo fue tratar a todos como esclavos, aparentando tener rango real, en vez de tratar a la gente con justicia y humildad.

Eadulf tragó saliva, asombrado, mientras se iba dando cuenta lentamente del significado que tenía aquella escenificación contra Wulfrun. Examinó a la altiva abadesa con nuevos ojos mientras la alta mujer se volvía a sentar de repente en su silla, con ojos de terror.

¿Así que Wulfrun había sido una esclava? Siempre se iba toqueteando el pañuelo que portaba alrededor del cuello con nerviosismo. ¿Si le quitaran ese pañuelo quedarían a la vista las cicatrices de un collar de esclava? Entonces Eadulf volvió a mirar a Fidelma preguntándose cómo iba a continuar efectuando aquella revelación, pero parecía que ninguno de los demás había entendido lo que quería decir Fidelma; desde luego, Gelasio no.

– Tengo dificultades para seguir el relato -dijo el obispo Gelasio-. ¿Podemos volver al asesino que le explicó a Ronan Ragallach esta historia?

Fidelma asintió con énfasis.

– Por supuesto. Ronan Ragallach escuchó a aquel asesino en confesión antes de que muriera. Poco después Ronan Ragallach se marchó del reino de Kent y vino a Roma. Nunca traicionó ese secreto de confesión ni el nombre del clérigo que había buscado una posición en la Iglesia por medio de la destrucción de su familia. Eso fue hasta que vio a Wighard en esta ciudad y no sólo como un simple peregrino, sino como el futuro arzobispo de Canterbury, un huésped honorable del Santo Padre, agasajado y a punto de ser ordenado por éste. Ronan Ragallach sintió que ya no podía guardar más el secreto. Así que se lo explicó a Osimo Lando, que era su «alma amiga», como se diría. En nuestra Iglesia confesamos nuestros pecados y problemas a las «almas amigas», pero Osimo Lando era también el amante de Ronan Ragallach. Fue esa confesión lo que hizo que la terrible venganza cayera sobre Wighard.

Fidelma hizo una pausa para beber un trago de agua.

– El siguiente paso se dio cuando Cornelio requirió la ayuda de Osimo para llevar a cabo su plan. Osimo pidió que Ronan Ragallach entrara también en el asunto, pues sabía que Ronan Ragallach no tendría ningún escrúpulo en quitarle sus riquezas a Wighard. Cuando Cornelio le preguntó a Osimo que le explicara por qué, Osimo no pudo ocultar el secreto de Ronan Ragallach y se lo contó a Cornelio para que entendiera por qué Ronan Ragallach se embarcaba de buen grado en la conspiración.

– Y Cornelio se sintió obligado a decírselo a Puttoc -interrumpió Eadulf, avanzando un poco más-. Cornelio consideró que era un sacrilegio que tal hombre pudiera tener un rango en la Iglesia y animó a Puttoc para que protestara ante el Santo Padre, como si hiciera falta que a Puttoc lo animaran. El mismo Puttoc ansiaba el sitial del arzobispo de Canterbury.

Gelasio lo miró un momento y luego se volvió hacia Fidelma con cara de ir entendiendo.

– Veréis, Gelasio -continuó Fidelma antes de que él pudiera decir nada-. Me enteré de que estabais informado de que Wighard había estado casado porque me lo dijisteis vos mismo.

Gelasio asintió lentamente con la cabeza al recordarlo.

– El abad Puttoc me dijo que Wighard había estado casado y tenía dos hijos. Presentó esa información como un hecho que debía impedir a Wighard acceder al episcopado de Canterbury. Cuando se le planteó el asunto a éste, él me aseguró que su mujer y sus hijos habían muerto hacía muchos años en un ataque picto en el reino de Kent.

– Sin duda Puttoc no hubiera dejado que el asunto se quedara así. Probablemente hubiera revelado más información de la que Cornelio le había proporcionado -dijo Eadulf.

– Pero los acontecimientos se le adelantaron -señaló Fidelma-. Y aquí tenemos una de esas coincidencias que suceden en la vida con mayor frecuencia de la que creemos.

Sus ojos se posaron en Sebbi. El cenobita sajón, de repente, sonrió comprendiendo. Puso hacia atrás la cabeza y se rió entre dientes. Su regocijo hizo que los demás lo miraran sorprendidos.

– ¿No querréis decir que Puttoc había salvado al hijo de Wighard de la horca? -dijo riéndose e intentando controlar su hilaridad.

Fidelma se lo quedó mirando con seriedad.

– El asesino vendió a los hijos de Wighard como esclavos en el reino de los sajones orientales y regresó a Kent. Los niños crecieron como esclavos en la granja en la que habían sido vendidos. El asesino confesó a Ronan Ragallach el nombre del granjero que los había comprado. En este momento, voy a escribir el nombre y dárselo al Superista Marino para que lo guarde.

Fidelma le hizo un gesto a Eadulf, a quien había dicho que llevara tablillas de barro y un estilo. Él se los acercó. Fidelma escribió con rapidez y le tendió la tablilla a Marino, diciéndole que no la mirara. Luego se volvió hacia Sebbi.

– Sebbi, quiero que volváis a explicar a los aquí reunidos la historia que me contasteis de cómo Puttoc liberó al hermano Eanred. De cómo Eanred estranguló a su amo y estaba a punto de ser ahorcado.

El hermano Sebbi explicó rápidamente la historia con más o menos las mismas palabras que había utilizado cuando se la contó Fidelma.

– Por tanto -concluyó Fidelma-, Eanred creció en una granja como esclavo junto con su hermana desde que tenía cuatro años. Cuando la hermana de Eanred llegó a la pubertad y su amo, el granjero, la violó, Eanred lo estranguló. Tan sólo la intervención de Puttoc lo liberó del castigo inevitable según la ley sajona. Eadulf os entregará una tablilla de arcilla, Sebbi. Quiero que escribáis el nombre del granjero a quien mató Eanred. Luego dadle la tablilla a Marino.

Con aire de estar intrigado, Sebbi hizo lo que se le pedía.

– ¿Esta farsa conduce a algo? -inquirió Marino en tono brusco al aceptar la segunda tablilla.