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– ¿Así que sabíais que Wighard era vuestro padre? -preguntó Gelasio asombrado.

– Desafié a Wighard aquella misma noche después de la cena. Lo esperé hasta que apareció caminando solo en el jardín y entonces le desafié a que lo negara…

– Yo os vi allí -admitió el hermano Sebbi-, pero no os reconocí, sólo a Wighard.

– ¿Qué sucedió? -insistió Fidelma a la muchacha-. ¿Lo negó?

– Parecía escandalizado. Pero se recuperó y me pidió que fuera a sus habitaciones más tarde -contestó Eafa-. Ni lo negó ni lo admitió.

– Pero vos lo sabíais -insistió Fidelma-. Sabíais que Wighard era vuestro padre y se lo dijisteis a Eanred. No era la primera vez que Eanred estrangulaba a alguien por vos. Eanred fue a esa cita, ¿no es así? Fue a la habitación de Wighard y lo mató antes de ir al Coliseo.

Fidelma se giró con determinación hacia el obispo Gelasio:

– Eanred había estrangulado a Fobba y también estranguló a su propio padre, Wighard, por lo que Wighard había hecho a su madre y a la misma Eafa.

– Y luego mató a Ronan Ragallach de la misma manera -intervino Eadulf, viendo de repente cuál era la línea de argumentación-. Puttoc le había dicho a Eafa que la información provenía de Ronan Ragallach y se olvidó de decir que la información procedía de Osimo y Cornelio. Por lo tanto, Eafa pensó que Ronan Ragallach era la única persona que lo sabía… aparte de Puttoc. ¡Por orden de Eafa, ambos, Ronan Ragallach y Puttoc, también fueron estrangulados por su hermano!

Terminó su discurso con una sonrisa de triunfo por la simplicidad final del asunto. Entonces se dio cuenta de lo pobre que era aquella deducción. Eanred había ido al Coliseo después de la cena. Luego había estado bebiendo con Cornelio. Ine había visto a Wighard mucho después. Eanred no podía…

Vio que Fidelma le sonreía con sarcasmo y de repente se dio cuenta de que ella estaba tendiendo una trampa.

– ¡No! ¡Eso no es verdad!

El grito vehemente de Eafa fue tan fuerte que todos se giraron y se quedaron mirándola. Estaba de pie, con todo su frágil cuerpo temblando.

– Mi hermano Eanred era una buena persona. Era un ser sencillo y creía en el carácter sagrado de la vida. Amaba los animales y haría cualquier cosa por la gente. Haría cualquier cosa por mí.

– ¿Incluso matar? -se burló Licinio. Se volvió hacia Gelasio-: Creo que se os han expuesto los hechos verdaderos.

– ¡Basta! -Era la abadesa Wulfrun, cuyo chillido hizo que los presentes se sobresaltaran, consternados. Distraídos momentáneamente por ella, se volvieron a girar y vieron que Eafa se estaba desplomando lentamente. Una mancha roja brillante se extendía con rapidez por la parte anterior de su stola.

Fidelma se acercó corriendo y agarró a la chica cuando llegaba al suelo.

La empuñadura del cuchillo clavado en el pecho de Eafa no dejaba lugar a dudas.

Wulfrun gimoteaba, con una expresión completamente horrorizada.

– ¿Por qué? -inquirió Fidelma, mientras todos avanzaban para formar un semicírculo alrededor de la chica.

Eafa parpadeó e intentó dirigirse a Fidelma. Hizo una mueca de dolor.

– Perdonadme… pues he pecado…

– ¿Por qué lo habéis hecho? -insistió Fidelma otra vez.

– Para salvar el alma de Eanred -dijo con un gruñido la muchacha.

– Explicaos -la instó Fidelma amablemente.

Eafa empezó a toser sangre.

– No tengo miedo… -susurró. Entonces sus ojos castaños de repente se aclararon y se fijaron en ella-. Estabais equivocada, Fidelma. Veréis, yo fui a su habitación aquella noche.

– Así que era la chica a la que él esperaba -murmuró Ine, que estaba rondando en la parte de atrás del círculo-. Por eso no quiso mi ayuda aquella noche para que le preparara la cama.

Resultaba claro que a Eafa le quedaba poco de vida.

– ¿Fuisteis allí? -preguntó Fidelma-. ¿Fuisteis a ver a Wighard?

La muchacha tuvo otro ataque de tos.

– Fui… De nuevo le conté todo. Le dije que Eanred y yo éramos sus hijos y que sabíamos que había pagado para que nos asesinaran a nosotros y a nuestra madre.

– ¿Lo negó?

– Yo… yo me habría… me habría aguantado si lo hubiera hecho. Pero lo confesó todo. Rompió a llorar, se giró y se arrodilló junto a su cama. Oh… -volvió a toser-. Oh, si me hubiera suplicado perdón a mí, o a Eanred, o a la sombra de mi madre. Pero no. Empezó a pedirle a Dios que lo perdonara. Mientras yo permanecía allí, su propia hija a quien rechazaba, se arrodilló y le rogó a Dios que tuviera misericordia de él. Estaba de espaldas a mí. Se arrodilló a rezar junto a la cama. Parece… -La tos la interrumpió-. Parece que Dios me mostró el camino. Suavemente, cogí su cordón para el rezo y, antes siquiera de que sospechara nada, ya estaba muerto.

Incluso en sus últimos estertores su voz mostraba una triste satisfacción.

Gelasio la observaba con los ojos bien abiertos y llenos de incredulidad.

– ¿Cómo vos, una muchacha débil, estrangulasteis a un hombre mayor?

Eafa era incapaz de fijar la mirada. La sangre formaba un gran charco a su lado. Sin embargo, una débil sonrisa de crueldad se dibujaba en sus labios.

– Yo fui esclava en una granja. Crecí aprendiendo cómo se mata a los animales. Si se puede estrangular a un cerdo cuando se tienen doce años, matar a un hombre no es nada.

Su cuerpo se estremeció y volvió a toser.

Fidelma se inclino rápidamente.

– Hermana, no tenemos mucho tiempo. Si matasteis a Wighard, ¿hicisteis lo mismo con Ronan Ragallach?

La muchacha moribunda asintió con la cabeza.

– Por la razón que habéis dado antes. Puttoc no mencionó que nadie más tuviera conocimiento del secreto. Sólo Ronan. Maté al monje irlandés creyendo que era la única persona, aparte de Puttoc, que sabía quién era mi padre.

– ¿Pero cómo supisteis cómo y dónde encontrar a Ronan si todos los custodes no habían sido capaces de encontrarlo? -preguntó Licinio-. Seguramente, ni siquiera habíais visto a Ronan Ragallach.

Eafa hizo una mueca, medio divertida, de dolor en mayor medida.

Fidelma habló en su lugar.

– Estabais en el cementerio. Estabais con la abadesa. Creí oír su voz cuando recobré el conocimiento.

Eafa esbozó una sonrisa sardónica.

– Fue pura casualidad. La abadesa quería llevar flores a la tumba de Wighard. Yo reconocí al monje irlandés.

– ¿Cómo pudisteis reconocerlo? -inquirió Licinio.

Fue Eadulf quien contestó.

– Era el mismo hombre que había estado haciendo preguntas respecto a Wighard la mañana del asesinato. Ronan Ragallach había parado a Eafa en el exterior de la domus hospitalis. Luego se dio cuenta de que era Ronan Ragallach por la descripción.

– Eafa cometió un error al hablarnos de su primer encuentro con Ronan Ragallach -dijo Fidelma. Cuando vio a Ronan Ragallach dejó en silencio a la abadesa y simplemente lo siguió al interior de las catacumbas… -Se encogió de hombros.

– Tenéis razón, Fidelma -confirmó Eafa, y acabó su frase con un ataque de tos.

– ¿Y Puttoc? -continuó Fidelma.

Los ojos de Fidelma llameaban.

– También maté a Puttoc. Puttoc era un cerdo. Intentó violarme como había hecho Fobba. Merecía morir sólo por eso, pero también conocía el secreto de mi padre. Yo creo que cuando fui a su cubiculum esta tarde, empezaba a sospechar.

Eadulf, arrodillado junto a la muchacha, estaba pasmado.

– ¿Entonces qué estaba haciendo Eadulf cuando entramos en la habitación de Puttoc? Nos pareció que acababa de matarlo. Si no fue así, ¿por qué huyó?

Fidelma levantó la mirada.

– Cuando Eafa estaba matando a Puttoc el abad agarró un trozo de su vestido, un vestido que tenía un broche que ella se había comprado en Roma -explicó Fidelma-. Cuando la muchacha regresó a su habitación descubrió que no lo llevaba puesto. Al darse cuenta de que eso la relacionaría con el asesinato, le pidió al hermano Eanred que fuera y lo recuperara antes que descubrieran el cadáver. Desgraciadamente para Eanred, entramos nosotros y lo pescamos en ese momento, no asesinando a Puttoc, sino intentando ocultar la culpabilidad de su hermana.