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– El orgullo precede a la destrucción y el espíritu engreído a la caída -murmuró Fidelma.

Eadulf sonrió con complicidad.

– No parece que haya aprendido la lección -admitió Eadulf-. Obviamente, no le gustó que se revelara la verdad. Hubiera preferido vivir en la fantasía de que era una princesa y no en la realidad de que había sido una esclava.

– Ventas odiumparit -contestó Fidelma, citando un verso de Terencio-. La verdad genera odios. Sin embargo, me da pena. Ha de ser triste no tener suficiente fe en uno mismo y tener que inventarse un pasado para atraerse el respeto de la otra gente. La mayor parte del daño que se hace en este mundo es debido a gente que quiere sentirse importante e intenta imponer su valía a los demás.

– ¿Cuáles eran las palabras irónicas de Epicteto? -inquirió Eadulf, frunciendo el ceño mientras intentaba recordar.

– Sin duda os referís a la pregunta: «¿Qué, el mundo entero se hundirá cuando muráis?». Es una ironía, claro -admitió Fidelma, sonriendo-. De todas maneras, la abadesa Wulfrun parece que ha encontrado nuevos acólitos para sustituir a la pobre hermana Eafa. Todavía siento pena por ella.

Giró la cabeza hacia donde Wulfrun seguía aleccionando a sus dos nuevas criadas, diciéndoles dónde debían colocar el equipaje y dónde situarse ellas.

– No cambiará -comentó Eadulf-. Espero que no tengáis que hacer todo el viaje en su compañía.

– Ah, a mí no me importa su actitud, sólo a ella.

Fidelma se volvió hacia Eadulf con actitud burlona, pero entornó los ojos al percibir a un recién llegado que avanzaba por el muelle. La expresión que mostraba éste era de tal sorpresa que Fidelma se volvió y siguió su mirada.

La figura del tesserarius Furio Licinio, que llevaba una caja bajo el brazo, pasó junto a la abadesa Wulfrun y su grupo y se detuvo bajo el toldo delante de Fidelma.

– Me he enterado de que os ibais de Roma esta mañana, hermana -saludó con expresión turbada.

Fidelma levantó la cara sonriendo y miró al torpe joven oficial.

– No pensé que los preparativos para el viaje de una pobre hermana irlandesa tuvieran importancia para un oficial de los custodes del palacio de Letrán, Furio Licinio -dijo con solemnidad.

– Yo… -Licinio se mordió los labios y luego lanzó una mirada a Eadulf, quien hizo ver que examinaba las aguas marrones del lodoso Tíber-. Yo le he traído este regalo… un recuerdo de vuestra estancia en Roma.

Fidelma vio que el joven se ruborizaba al tenderle el objeto, que iba envuelto en tela de saco. Era una caja de madera. Fidelma la cogió con solemnidad y le quitó el envoltorio. Era una bella caja hecha de una curiosa madera negra que Fidelma había visto una vez anteriormente.

– Se llama ebenus -explicó Licinio.

– Es hermosa -admitió Fidelma, observando las diminutas bisagras y el cierre de plata que brillaban en contraste con el negro de la caja-. Pero no debisteis…

– No está vacía -continuó Licinio, ansioso-. Abridla.

Con solemnidad, Fidelma la abrió. En el interior había dispuesta una docena de frascos de cristal en compartimentos forrados con terciopelo.

– ¿Qué es? ¿Hierbas curativas? -preguntó.

Eadulf se había girado con interés.

Licinio seguía ruborizado. Se inclinó, extrajo un frasquito y le quitó el tapón de corcho.

Fidelma olió con curiosidad y entonces sus ojos se abrieron mostrando gran sorpresa.

– ¡Perfume! -exclamó.

Licinio tragó saliva, nervioso.

– Las damas de Roma usan mucho estas fragancias. Quiero que aceptéis esto como muestra de mi respeto, Fidelma de Kildare.

Fidelma se sintió de repente muy incómoda.

– Yo no creo… -empezó.

Licinio avanzó impulsivamente y le cogió una de sus manos finas.

– Me habéis enseñado muchas cosas respecto a las mujeres -dijo con seriedad-. No lo olvidaré. Así que, por favor, aceptad este obsequio como recuerdo.

Fidelma se sintió de repente triste y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensó en Cian y luego en

Eadulf y deseó ser de nuevo una simple jovencita enfrentándose al aimsir toga, la edad de elegir, con toda la vida por delante. Intentó sonreír, pero le salió una mueca sardónica.

– Aceptaré este obsequio, Licinio, por el ánimo con el que me lo ofrecéis.

Licinio vio que Eadulf lo miraba fijamente, y de repente se enderezó y su expresión se volvió rígida.

– Gracias, hermana. ¿Puedo desearos un buen viaje de vuelta a vuestro hogar? Dios os acompañe, Fidelma de Kildare.

– Dia argach bóthar a rachaidh tú, Licinio. Como decimos en mi lengua, que Dios esté en cada camino que recorráis.

El joven miembro de los custodes del palacio de Letrán se puso firme y saludó, luego giró sobre sus talones y se alejó.

Eadulf estuvo un momento dudando, incómodo, y luego habló intentando bromear.

– Creo que habéis hecho una conquista aquí, Fidelma.

Eadulf frunció el ceño cuando Fidelma se volvió de repente, pero antes había percibido una mirada de rabia en la cara de la muchacha. Se preguntaba qué había dicho que le hubiera molestado tanto. Se quedó parado torpemente mientras ella manipulaba la caja de perfumes, la envolvía en la tela de saco y luego la metía en su equipaje.

– Fidelma… -empezó a decir Eadulf, turbado. Entonces se calló y renegó en su lengua materna.

Fidelma estaba tan asombrada por la inesperada palabrota que levantó la cabeza sorprendida. Eadulf miraba en dirección al otro extremo del muelle.

Una lecticula se había detenido. Iba acompañada por una tropa de custodes del palacio de Letrán con sus uniformes oficiales, lo que le daba un aire más próximo a la época de la Roma imperial que a la de la era cristiana del presente. La alta figura del obispo Gelasio descendió y, haciendo una señal a sus ayudantes para que se quedaran a un lado, empezó a avanzar en solitario por el muelle.

La abadesa Wulfrun corrió a su encuentro. Desde donde estaba sentada Fidelma se oyó su voz estridente y penetrante.

– Ah, obispo; os habéis enterado de que me iba de Roma hoy -dijo Wulfrun.

Gelasio se detuvo, parpadeando, como si viera a Wulfrun por primera vez.

– ¿Cómo? No, no -contestó con voz distante-. Os deseo un buen viaje. He venido a ver a otra persona.

Dejó a la abadesa de Sheppey con una expresión ultrajada en su cara arrogante.

– El orgullo precede a la caída -repitió Eadulf en voz baja.

El obispo Gelasio avanzó directamente hasta donde estaba Fidelma y ella se levantó, indecisa.

– Fidelma de Kildare -el nomenclator de la casa del obispo de Roma le dirigió una sonrisa, y apenas se percató de la presencia de Eadulf-. No podía dejaros partir de la ciudad sin venir a desearos mis mejores deseos para que tengáis un feliz viaje.

– Eso es muy amable por su parte -contestó Fidelma.

– ¿Amable? No, le debemos mucho, hermana. Si no hubiera sido por su diligencia… y la ayuda del hermano Eadulf, por supuesto… Roma hubiera sido testigo de un conflicto terrible entre los reinos sajones y de Irlanda.

Fidelma se encogió de hombros.

– No merezco que me deis las gracias por hacer lo que me han enseñado, Gelasio -dijo.

– Pero si incluso el rumor de la muerte de Wighard a manos de un cenobita irlandés hubiera llegado a los oídos de los sajones… -Gelasio se encogió de hombros. Dudó un momento y luego miró rápidamente a Fidelma-. Confío en que respetareis los deseos del Santo Padre respecto a este asunto.

Pareció sorprendido cuando Fidelma se rió entre dientes.

– ¿Es quizás ésa la verdadera razón de que hayáis venido, Gelasio? ¿Aseguraros que no seré un problema para Roma?