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El obispo parpadeó, sorprendido por la franqueza de la mujer, y luego hizo una mueca al darse cuenta de que Fidelma decía la verdad. La ansiedad que él sentía había sido la causa de que atravesara toda Roma para ver a la religiosa irlandesa antes de que se fuera. Fidelma seguía sonriendo y él le respondió con una sonrisa.

– ¿No hay verdad que se os pueda ocultar, Fidelma de Kildare? -preguntó con ironía.

– Hay algunas -confesó Fidelma tras una pausa. Luego Fidelma lanzó una rápida mirada a Eadulf, pero el monje sajón miraba fijamente a Gelasio.

– Bueno, ya que ha surgido el tema, yo creo que es mejor que el informe oficial a los reyes y prelados sajones diga que Wighard y algunos de su séquito, Puttoc, Eanred, Eafa… murieron a causa de la peste amarilla. La peste es tan frecuente que nadie lo pondrá en duda.

– Estoy de acuerdo con esto -dijo Fidelma-. Respeto el deseo de Roma de ocultar la verdad, pues los hombres y mujeres de Iglesia no son más que hombres y mujeres; incluso los obispos y abades pueden ser tan grandes pecadores como el peor de los campesinos.

– ¿Cómo podríamos hacer que la gente cumpla la palabra de Dios si no tiene respeto por los que predican esa palabra? -inquirió Gelasio como justificándose.

– No habéis de temer que cuente a nadie la verdad de la muerte de Wighard -afirmó Fidelma-. Pero hay otros implicados…

Fidelma se inclinó en dirección a la abadesa Wulfrun, que seguía dando instrucciones a sus dos acólitos. Gelasio siguió aquel gesto.

– ¿Wulfrun? Tal como demostrasteis, es una mujer vanidosa. Con la vanidad, Roma siempre puede llegar a un acuerdo. Al igual que con la ambición; y Sebbi ha satisfecho la suya. Ine no es problema pues tiene la seguridad de ser criado del nuevo arzobispo. En cuanto a Eadulf…

Se giró en redondo y miró pensativo al monje sajón.

– Eadulf -intervino Fidelma- es un hombre inteligente y sin ambición, así que entenderá la conveniencia de vuestra propuesta y no necesita mayor soborno que una explicación.

Gelasio inclinó la cabeza ante ella con seriedad.

– Al igual que vos, Fidelma de Kildare. Me habéis enseñado mucho de las mujeres de vuestra tierra. Tal vez aquí en Roma nos equivoquemos al negar a las mujeres un lugar en nuestros asuntos públicos. Sin embargo, vuestro talento es raro.

– Si me permitís que cambie de tema, Gelasio -dijo Fidelma queriendo ocultar su turbación-. Hay una cosa que sí necesitaba de vos y me gustaría saber si se ha llevado a cabo.

Gelasio sonrió y asintió con la cabeza.

– Os referís al chico Antonio, hijo de Nereo, que trabaja en el cementerio cristiano vendiendo velas a los peregrinos.

Fidelma asintió.

– Ya está hecho, hermana. Al joven Antonio lo hemos enviado al norte, a Lucca, al monasterio de San Fridiano. Fridiano es uno de vuestros compatriotas.

– He oído hablar de Fridiano -admitió Fidelma- Era el hijo de un rey del Ulster que se hizo religioso.

– Pensamos que era un tributo adecuado dirigido a vos, hermana, que el joven Antonio recibiera educación en una casa establecida por un compatriota vuestro.

– Me alegro por él -dijo Fidelma-. Honrará la fe. Me satisface haber podido ayudar al muchacho.

Se vio interrumpida por un grito que provenía de las aguas del Tíber. Un gran barco avanzaba a remo por el río, formando un semicírculo de una orilla a otra en dirección al muelle donde estaban.

– Creo que éste debe de ser vuestro transporte, hermana -advirtió Gelasio.

Una expresión de pánico cruzó la cara de la monja. ¿Tan pronto? ¿Tan pronto, con tanto por decir?

Gelasio percibió su turbación y la interpretó correctamente. Tendió la mano y siguió sonriendo cuando Fidelma la tomó y simplemente inclinó la cabeza. Finalmente, se había hecho a esa costumbre de la Iglesia de Fidelma.

– Os damos las gracias, hermana, por todo lo que habéis hecho. Que tengáis un buen viaje de regreso a casa y una larga vida. Deus vobiscum.

Se giró, saludó con la cabeza a Eadulf y regresó por el muelle hasta donde esperaba su lecticula, sin hacer caso alguno a la abadesa Wulfrun, para gran disgusto suyo.

La gran barca, a cuyos remos iba una docena de remeros fornidos, se iba acercando al muelle.

Fidelma alzó sus ojos brillantes y se encontró con los cálidos ojos castaños de Eadulf.

– Bien -dijo Eadulf lentamente-, ha llegado la hora de vuestra partida.

Fidelma suspiró intentando sofocar su pesar.

– Vestigia… nulla retrorsum -dijo en voz baja, citando un verso de Horacio.

Eadulf parecía extrañado, no entendía. Ella no se molestó en explicar nada.

Fidelma lo miraba lentamente, intentando leer la expresión en su rostro, pero no había señales que pudiera interpretar.

– Os echaré de menos, Eadulf de Seaxmund's Ham -dijo Fidelma en voz baja.

– Y yo a vos, Fidelma de Kildare.

Entonces Fidelma se dio cuenta de que no había mucho más que decirse.

Sonrió, con una sonrisa tal vez un poco forzada, y se adelantó impulsivamente para estrechar en sus manos las de Eadulf.

– Instruid bien al nuevo arzobispo en las maneras de vuestra tierra, Eadulf.

– Echaré de menos nuestros debates, Fidelma. Pero quizás hemos aprendido algo el uno del otro.

La barca ya estaba de costado. Wulfrun y sus dos acompañantes ya habían almacenado su equipaje a bordo y se habían acomodado en los asientos. Uno de los barqueros había depositado las bolsas de Fidelma en la barca y ahora estaba impaciente, esperando para tenderle la mano y ayudarla a bajar.

Durante un rato Fidelma y Eadulf permanecieron cara a cara y luego fue Fidelma la que rompió el encanto con su sonrisa picara, traviesa. Se dio la vuelta, descendió a la popa de la barca y tomó asiento, girándose a medias hacia donde todavía permanecía Eadulf. Con un grito ronco, los remeros dieron un empujón para alejar la barca del muelle y durante un momento ésta se desplazó sobre las aguas, luego, tras otro grito, los remos penetraron en las aguas marrones y la embarcación empezó a avanzar río abajo con rapidez.

Fidelma levantó la mano y la dejó caer al mirar atrás, hacia la figura menguante de Eadulf, que permanecía solo en el muelle. Estuvo observando hasta que desapareció en una curva del río.

Los remeros iniciaron un canto para ayudarse en su labor, que el cálido sol de mediodía hacía más difícil.

*

Las nubes desaparecen y la tempestad se calma, el esfuerzo todo lo doma, con trabajo se consigue

Heia ulri! Nostrum reboans echo sonet heia!

¡Empujad, hombres! ¡Y dejad que resuene el eco de nuestro esfuerzo!

*

Fidelma suspiró suavemente y se reclinó en su asiento, sus ojos observaban las orillas del río mientras se dirigían hacia el sur. Dejaron atrás las colinas de Roma y sus edificios abarrotados, fueron más allá de los muelles de la ciudad que seguían el curso del río y llegaron hasta el campo plano y desnudo, sin bosques que dieran sombra o cultivos. El río era profundo y su curso sinuoso, no mostraba ninguna de la belleza que a Fidelma le habían enseñado que el gran Tíber poseía.

De vez en cuando veía una elevación coronada por pinos, pero en su mayoría las colinas no tenían vegetación. Tan sólo había unas pocas parcelas con cereales y estaban muy diseminadas. Se acordó de que el ejército del emperador Constancio había pasado hacía poco por allí y que el campo baldío que rodeaba el turbio Tíber era resultado de la acción del hombre y no de la cicatería de la naturaleza.

Por lo que ella recordaba, el río finalmente desembocaba en el Mediterráneo entre los puertos gemelos de Ostia y Porto. Allí la corriente se dividía y bordeaba una isla central, la Isola Sacra. No era una entrada bonita a Roma, rodeada de stagni o pantanos salados. Pero Ostia y Porto eran los antiguos puertos gemelos de Roma a donde iban y desde donde salían los barcos a todos los rincones de la tierra.