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Eadulf callaba, pues sabía, por sus años pasados en Irlanda, que decía la verdad. Las antiguas leyes del Fenechus aplicadas por los Brehons, o jueces de Irlanda, eran, por lo que el sabía, un código gracias al cual los enfermos no temían la enfermedad ni los desposeídos el hambre. La ley los protegía.

– Resulta triste que tantas personas tengan que mendigar para vivir a la sombra de tal riqueza, en particular cuando la opulencia se dedica a un Dios de los pobres -añadió Fidelma-. Esos obispos y clérigos que viven con tal esplendor deberían leer mejor la epístola de Juan en la que dice: «Quien tiene bienes de este mundo, y vea su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas, ¿de qué manera permanece el amor de Dios en él?». ¿Conocéis ese pasaje, Eadulf?

Eadulf se mordió el labio. Echó una mirada alrededor, preocupado por el tono de voz de la religiosa irlandesa.

– Cuidado, Fidelma -susurró-, si no queréis que os acusen de seguir la herejía de Pelagio.

Fidelma resopló molesta.

– Roma considera que Pelagio es herético no porque se aleje de las enseñanzas de Cristo, sino porque critica a Roma por hacer caso omiso de ellas. Una simple cita de la primera epístola de Juan, capítulo tres, versículo diecisiete. Si esto es herejía entonces sin duda soy hereje, Eadulf.

Se detuvo, rebuscó en su bolsillo y lanzó una moneda a la mano que tendía un muchachito apartado de los otros mendigos y que miraba con ojos de ciego. La mano se cerró al contacto con la moneda y en su cara picada de viruela se esbozó una sonrisita.

– Do el des -sonrió Fidelma, pronunciando la antigua fórmula-. Yo doy, que tú puedes dar.

Siguió caminando, echando miradas a Eadulf, que iba a su lado. Atravesaban un barrio de casuchas, que se extendía en la parte inferior de la colina Esquilina, la más alta y extensa de las siete colinas de Roma con sus cuatro cimas. Fidelma cruzó la

Via Labicana y torció por la amplia Via Merulana que llevaba hasta la cima conocida como el Cispius.

– «Da a quien te pide, y no vuelvas la espalda a quien quiera tomar prestado de ti», citó Fidelma solemnemente a Eadulf, que había observado con desaprobación el gesto caritativo de la monja.

– ¿Pelagio? -preguntó Eadulf, preocupado.

– El evangelio de san Mateo -contestó Fidelma seria-. Capítulo cinco, versículo cuarenta y dos.

Eadulf suspiró profundamente y con inquietud.

– Aquí, mi buen amigo sajón -dijo Fidelma deteniéndose en mitad de un paso y poniéndole una mano sobre el brazo- se ve la naturaleza fundamental de nuestra discusión entre la regla de Roma y la regla que seguimos en Irlanda y, ciertamente, en los reinos de los britanos.

– La decisión de seguir la regla de Roma la tomaron los reinos sajones, Fidelma. No me vais a convertir. Yo no soy más que un simple clérigo y no un teólogo. Por lo que a mí respecta, cuando Oswio de Northumbria tomó la decisión en Streoneshalh de seguir a Roma, ahí se acabó la discusión. No olvidéis que ahora soy el secretario del arzobispo y su intérprete.

Fidelma lo miró divertida y en silencio.

– No temáis, Eadulf. Simplemente estoy bromeando, pues yo todavía no estoy de acuerdo en que Roma tenga razón en todos sus argumentos. Pero, por el bien de nuestra amistad, no volveremos a discutir el tema.

Continuó caminando por la amplia calle con Eadulf junto a ella. A pesar de sus distintas posiciones, Fidelma tenía que admitir que le gustaba estar con Eadulf. Podía tomarle el pelo con sus opiniones opuestas y él siempre caía en la trampa, pero no había enemistad entre ellos.

– Tengo entendido que Wighard ha sido bien recibido por el Santo Padre -comentó al cabo de un rato.

Desde que había llegado a Roma hacía siete días Fidelma apenas había visto a Eadulf. Había oído que Wighard y su séquito habían entrado unos días antes en la ciudad y que los habían invitado a alojarse en el palacio de Letrán en calidad de huéspedes personales del Santo Padre, Vitaliano. Fidelma sospechaba que al obispo de Roma le había encantado la noticia del éxito de Canterbury sobre la facción irlandesa en Streoneshalh.

Al dejar la compañía de Eadulf, al llegar a Roma, a Fidelma le habían recomendado un pequeño hostal en una calle que daba a la Via Merulana, junto al oratorio erigido por Pío I en honor a santa Práxedes. La comunidad del hostal era cambiante, pues estaba formada principalmente por peregrinos cuyos períodos de estancia en la ciudad variaban. La vivienda estaba gobernada por un clérigo galo, un diácono de la Iglesia, Arsenio, y su mujer, la diaconisa, Epifania. Eran una pareja mayor sin hijos, pero eran como un padre y una madre para los visitantes extranjeros, principalmente irlandeses peregrinatio pro Christo, que buscaban alojamiento en su casa.

Durante ya más de una semana lo único que había visto Fidelma de la gran ciudad de Roma era la modesta casa de Arsenio y Epifania y la magnificencia del palacio de Letrán, junto con la más variada pobreza en las calles que separaban ambos edificios.

– El Santo Padre nos ha tratado bien -afirmó Eadulf-. Nos han dado unas habitaciones excelentes en el palacio de Letrán y ya hemos sido recibidos en audiencia. Mañana tendrá lugar un intercambio oficial de presentes, seguido de un banquete. Dentro de catorce días, el Santo Padre ordenará oficialmente a Wighard arzobispo de Canterbury.

– ¿Y entonces iniciaréis el viaje de regreso al reino de Kent?

Eadulf asintió con la cabeza.

– ¿Y vos regresaréis pronto a Irlanda? -preguntó él, mientras dirigía una mirada rápida hacia ella.

Fidelma hizo una mueca.

– Tan pronto como pueda entregar las cartas de Ultan de Armagh y la consueta de mi casa de Kildare sea bendecida. Llevo ya mucho tiempo fuera de Irlanda.

Durante un rato caminaron en silencio. En la calle polvorienta hacía calor a pesar de los cipreses fragantes y resinosos bajo cuya sombra los comerciantes se reunían para comprar y vender sus mercancías. El tráfico arriba y abajo de la Via, una de las calles principales de la ciudad, era continuo. Sin embargo, por encima de todo el bullicio del trasiego, Fidelma oía el chirrido de los grillos, que intentaban mantenerse al fresco bajo el calor sofocante. Sólo cuando una nube atravesó el sol, el extraño ruido cesó de forma repentina. A Fidelma le había llevado su tiempo descubrir el significado de los sonidos.

Las laderas situadas tras la Esquilina eran una zona de pocos habitantes, un área de casas ricas, viñas y jardines. Servio Tulio había construido allí su robledal ornamental, Fagutalis había plantado un hayedo, era el hogar del poeta Virgilio, Nerón había construido su «Casa Dorada» y Pompeyo había planeado su campaña contra Julio César. Eadulf, en los dos años que llevaba en Roma, la había llegado a conocer bastante bien.

– ¿Habéis visto ya muchas cosas de Roma? -preguntó de repente Eadulf, rompiendo el silencio.

– Desde que estoy aquí me esfuerzo en entender por qué una Iglesia de los pobres se engalana con tales riquezas… no -se echó a reír la muchacha mientras veía cómo él fruncía el ceño-, no, no volveré a hablar más de ello. ¿Qué me haríais ver vos?

– Bueno, está la basílica de Pedro en la colina Vaticana, donde está enterrado el gran pescador, el guardián del Reino de los Cielos. Cerca yace también el cuerpo de san Pablo. Pero uno tiene que acercarse a esas tumbas con gran arrepentimiento, pues se dice que les suceden cosas terribles a los hombres y mujeres que se aproximan a ellas sin humildad.

– ¿Qué cosas terribles? -inquirió Fidelma, recelosa.

– Se decía que cuando el obispo Pelagio -no el de la herejía, que nunca fue obispo de Roma, sino el segundo Santo Padre que llevó ese nombre- quiso cambiar las cubiertas de plata que están situadas sobre los cuerpos de Pedro y Pablo, tuvo al acercarse a ellos una aparición que le causó gran terror. El capataz encargado de las mejoras murió en el acto y todos los monjes y sirvientes de la iglesia que vieron los restos murieron en un lapso de diez días. Dicen que fue porque el Santo Padre llevaba el nombre de un hereje y por ello se ha decretado que ningún papa vuelva a llevar el nombre de Pelagio en el futuro.