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El escenario cambió un poco y Fidelma pudo contemplar los olivos de un verde plateado que se extendían por las laderas, mientras que los campos secos antaño cultivados de cereales daban paso a numerosos olivares que habían sobrevivido a los estragos de Constancio. Se percató de que los verdes plateados no eran los verdes profundos que estaba acostumbrada a ver en su tierra, y también de que los árboles no eran las plantas exuberantes y sombrosas que crecían en el clima templado de Irlanda. Irlanda, con sus senderos bordeados de fucsia que descendían hasta los cantos rodados de granito de color gris, salpicado de azafrán, de las playas rocosas. Irlanda con sus amplias colinas verdes y sus pantanos oscuros y profundos rodeados de zarzamoras, y brezos y bosques protegidos por las ortigas, llenos de tejos, avellanos y madreselvas.

Con gran sorpresa por su parte, Fidelma notó que se estaba poniendo nostálgica. Se dio cuenta de las ganas que tenía de regresar, de volver a oír hablar su lengua, de sentirse a gusto, sentirse en casa. ¿Qué era lo que había escrito Homero? «No hay nada más dulce para los ojos que la patria.» Ah, quizá tuviera razón.

Se quedó mirando los paisajes que pasaban y sus pensamientos regresaron a Eadulf. Se sentía incómoda por la tristeza de la partida. ¿Estaba intentando descubrir algo más en su amistad con Eadulf de lo que realmente había habido o, sin duda, de lo que podía haber? ¿Tenía razón Aristóteles de que una amistad es una sola alma habitando en dos cuerpos? ¿Era por eso que notaba que le faltaba algo? Se mordió los labios, enfadada consigo misma. Ella a menudo intentaba intelectualizar sus actitudes, y así se evitaba tener que enfrentarse a las emociones. Algunas veces ya no podía discernir entre emoción y racionalización. Resultaba mucho más fácil analizar las actitudes de los demás que las propias. ¿Cómo era… médico, cúrate a ti mismo? No lo recordaba. Había un antiguo proverbio en su lengua: cada inválido es un médico. Eso era una perogrullada.

Volvió a dirigir su mirada a las orillas del río, que iban pasando ante ella, y a su vegetación, de un color verde pálido. De nuevo volvió a pensar en el gran contraste que existía con el rico verdor de Irlanda. Miró atrás, hacia donde Roma había desaparecido detrás de la curva del río, y volvió a pensar brevemente en Eadulf.

Sonrió tristemente para sí. Lo que había escrito Horacio era cierto: Vestigio… nulla retrorsum, ni un paso atrás. No, no había marcha atrás ahora. Volvía a casa.

Peter Tremayne

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