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A esta altura, es probable que el lector considere fuera de lugar mis reparos críticos. El éxito, la repercusión de la obra, aparentemente le dan la razón. Desde la tercera o cuarta noche el teatro estuvo lleno. Había que reservar localidades con una anticipación de quince o veinte días, algo insólito en el Buenos Aires de entonces. Otro hecho insólito: los espectadores unánimemente interpretaron las invectivas contra César, como invectivas contra nuestro dictador y el clamor por la libertad de Roma como clamor por nuestra libertad perdida. Estoy seguro de que llegaron a esa interpretación por el solo hecho de desearla. Si como alguien sostuvo, en cualquier libro el lector lee el libro que quiere leer, estas funciones del Politeama prueban que podemos decir lo mismo del público y de las obras de teatro. No supongan que al hablar del público me excluyo… De nuevo sentí lágrimas en los ojos cuando Catón dijo: «Ya no hay Roma. ¡Oh libertad! ¡Oh virtud! ¡Oh mi país!».

El éxito fue noche a noche más ruidoso y desordenado. En alguna ocasión me pregunté, por qué negarlo, si los tumultos del Politeama, aunque inspirados en las mejores intenciones, no perjudicarían nuestra causa. Bien podría el gobierno clausurar el teatro y, encima, sacar una ventaja política. En efecto, no parecía improbable que sectores moderados, tan contrarios a la dictadura como nosotros, apoyaran tácitamente la medida, por un ancestral temor a los desmanes.

Para muchos la identificación de Davel con Catón fue absoluta. En la calle, la gente solía decirle: «Adiós Catón» y, a veces, «¡Viva Catón!».

Quienes de un modo u otro estamos vinculados con el teatro, probablemente exageramos la influencia de las representaciones del Politeama en los acontecimientos ulteriores; pero la verdad es que también los conspiradores creyeron en esa influencia. Lo sé porque a mí me encargaron que hablara con Davel y lograra su adhesión a nuestra causa. Queríamos decir, en la hora del triunfo, que nuestro gran actor estuvo siempre con la revolución. Queríamos decirlo sin faltar a la verdad y sin exponernos a que nos desmintiera.

Lo cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen. Pensé que el tango tenía razón, que eran extraños los cambios que traían los años y que la cara de Davel ahora casi no recordaba a la de John Gilbert, lino más bien a la de Charles Laughton. Su expresión era de tristeza, de cansancio y también de resolución paciente y sin límites. De todos modos, cuando le dije que mi admiración por él empezó la noche que estrenaron El gran desfile, en el Smart, juraría que rejuveneció y que volvió a parecerse un poco a John Gilbert. Preguntó con insistencia:

– ¿De veras encontró que estuve a la altura de mi papel?

– Competir con la película, de antemano parecía difícil. Sin la ayuda de las escenas que mostraba el cine, el público del Smart creía que usted estaba en el frente de batalla. Le digo más: usted nos llevó al frente.

Después de un rato me atreví a preguntarle si nos daba su adhesión.

– Es claro -contestó-. Yo estoy contra la tiranía. ¿No recuerda lo que digo en el segundo acto?

– ¿En el segundo acto de Catón!

– ¿Dónde va a ser? Oiga bien. Yo digo: «Hasta que lleguen tiempos mejores, hay que tener la espada fuera de la vaina y bien afilada, para recibir a César».

Primero la contestación me gustó. Interpreté lo que había en ella de fanfarronada, como una promesa de fidelidad y coraje. Después, por alguna razón que no entiendo, me sentí menos conforme. «De cualquier modo, la contestación es afirmativa», me dije. «Ya es algo.»

El gobierno debió de tomar en serio las tumultuosas funciones del Politeama, porque una noche la policía llevó presos al empresario, al director, a los actores y cerró el teatro. A la mañana siguiente todos quedaron libres, salvo el empresario y Davel. Por último soltaron al empresario. Al actor, unos días después. Sospecho que no le perdonaban su papel de enemigo de la dictadura y que lo soltaron porque ellos mismos comprendieron que no era más que un actor.

En contra de mis previsiones, la clausura del Politeama perjudicó al gobierno. Tal vez la gente pensara que si el gobierno daba tanta importancia a una pieza de teatro, debía estar asustado y debilísimo.

Interpretamos esta conjetura como realidad y, desde entonces, conspiramos abiertamente. En casas particulares primero, luego en restaurantes, menudearon banquetes muy concurridos, a los que nunca faltaron los cabecillas del movimiento y donde los oradores reclamaban y prometían la revolución. En esas largas mesas tuvo siempre Davel un lugar de preferencia; no, desde luego, la cabecera, pero siempre el asiento a la derecha de algún personaje prestigioso.

Un día me llamó por teléfono una señora, que me dijo:

– No me conoce. Yo soy la señora de Romano. Luz Romano. Tengo que hablar personalmente con usted.

Por falta de imaginación, o porque dejo que me lleve la costumbre, la cité en el café de Alsina y Bernardo de Irigoyen.

Era una mujer muy atractiva, no demasiado joven, alta, serena, de pelo negro, tez blanca y hermosos ojos, que lo miraban a uno de frente. Me dijo:

– Lo están usando a Davel. Que los políticos lo hagan, no me extraña. Son naturalmente inescrupulosos. Pero usted es un escritor.

– Eso ¿qué tiene que ver?

– No solamente lo están usando: lo están exponiendo.

– Davel se expuso desde el momento del estreno de Catón -le repliqué sin faltar a la verdad.

– De acuerdo. Por culpa mía.

– No digo eso.

– No lo dice, pero es cierto. Sin embargo hay una diferencia. Yo lo mandé llamar para que trabajara en el teatro. Usted lo buscó para usarlo en política. Un destino que Davel no eligió.

– Pero que no le parece impropio. Se ha identificado con su personaje. Quiere combatir la dictadura.

– Esa convicción, en él, no es igual a la suya, ni a la de un político, ni se formó del mismo modo. Davel sigue actuando.

Para defenderme, dije:

– Todos actuamos.

– Sí, pero ahora usted habla de mala fe. ¿Sabe lo que hacen?

– Invitamos a un ciudadano a participar en nuestra lucha.

– Diga más bien que mandan a un inocente a que lo maten.

– Exagera y es muy dura conmigo.

– Usted es duro con Davel.

Hasta que Luz me habló, esas verdades, que siempre supe, no me preocuparon. Después, la conciencia de obrar indebidamente me sumió en la desazón. No hubo, por suerte, motivos de mayores remordimientos, porque la revolución triunfó, sin que nada ocurriera a Davel.