A la semana, o poco más, en la mitad de la noche, me despertó el teléfono. Una voz de mujer preguntó:
– ¿Ahora está contento?
Lo que estaba era dormido, así que me costaba entender. Repetí la pregunta como un idiota:
– ¿Quién es?
Una pregunta inútil, porque había adivinado quién llamaba.
– Dígame si está contento -insistió, para agregar después de un silencio-: ¿O no se enteró?
– No sé de qué me habla. Luz dijo:
– Entonces más vale que espere.
– Que espere ¿qué?
– Lo va a saber mañana.
Cortó. Estuve por llamarla, pero desistí. Sabía lo que había sucedido, aunque murmuré varias veces: «No puede ser».
Al otro día supe todo. Es curioso: estaba preparado para la noticia, pero me sentí desorientado. Tan desorientado como a la noche, cuando la adiviné, y muy triste. Como si hubiera muerto un viejo amigo, en previsión, tal vez, de una nota o de un discurso, me dije que esa muerte marcaba el término de la época más brillante del teatro argentino.
A la información de los diarios, bastante amplia, la completaron mis amigos del ministerio del Interior. El hecho ocurrió hacia el fin del último acto de la función de la noche. Después de clavarse la espada, Catón, moribundo, se preocupa de la suerte de los que participaron con él en la resistencia contra César, escucha sus planes de fuga, los aprueba, se despide y muere. En ese momento sonó un disparo. Hubo un gran revuelo en la sala. Algunos señalaron un palco. De otro palco alguien salió precipitadamente. Primero nadie sabía qué había pasado. Todos, al rato, supieron que Davel había muerto de un balazo, probablemente disparado desde un palco balcón. La policía encontró allá a Walter Pérez, con dos de sus hombres. Ninguno tenía armas. Por su parte el que huyó del otro palco logró desaparecer.
Me pidieron que hablara en la Chacarita. Me negué porque estaba conmovido y porque entendí que debía hacerlo alguien más conocedor del teatro y del alma de los actores. Romano, en su discurso, dijo que el mejor final para un actor era morir en escena, en el momento de la muerte de su personaje. Habló también un representante del gobierno. Grinberg, que apareció de no sé dónde y me sobresaltó al tocarme de un brazo, comentó en un murmullo:
– Es tarde para mostrar respeto.
El navegante vuelve a su patria
Creo que vi Pasaje a la India, porque en el título de la película estaba mi país. Al salir del cine, tomé el subterráneo -o Metro, como acá lo llaman- para ir a la embajada, donde todos los días trabajo un par de horas. Lo que así gano me permite ciertas extravagancias que dan un poco de animación a mi vida de estudiante pobre. Sospecho que por culpa de esas extravagancias, recaigo últimamente en una suerte de sonambulismo que suele provocar situaciones molestas. Un ejemplo: al recordar el viaje en subterráneo, me veo cómodamente sentado, aunque tengo pruebas de haber permanecido de pie, cerca de las puertas, asido a una columna de hierro y a punto de caer cuando el tren se detiene o se pone en movimiento. Desde ahí miro, con una mezcla de conmiseración y de censura, a un estudiante camboyano, muy mal entrazado, que en un asiento, a la mitad del vagón, dormita con la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla. Su pelambre, tan abundante como sucia, deja ver un redondel calvo y arrugado; la barba es rala y de tres o cuatro días. Dormido sonríe, mueve los labios rápida y suavemente, como si en voz baja mantuviera una amena conversación consigo mismo. Pienso: «Parece contento, aunque no hay razón para que lo esté. Vive, como yo, entre europeos hostiles, por más que lo disimulen. Hostiles a quienes juzgan diferentes. En tal sentido los indios tenemos alguna ventaja, por ser menos diferentes; pero a este muchacho, con su traza tan particular ¿quién no le lleva ventaja? Aunque fuera occidental y del Norte, se lo vería como a un representante de la escoria del mundo. Ni siquiera yo, que me considero libre de prejuicios, me atrevería así nomás a confiar en él».
Bajo en la estación La Muette y en seguida me encuentro en la calle Alfred-Dehodencq, donde está la embajada. Por increíble que parezca, el portero no me reconoce y se niega a dejarme pasar. Mientras forcejeamos a brazo partido, el hombre grita: «¡Fuera! ¡Fuera!» varias veces. En una de las últimas, el grito se convierte en un amistoso: «Sour-sday», que en camboyano significa: «Buenos días». Abro los ojos y aún perplejo, veo a mi amigo el taxista, un compatriota, que mientras me zamarrea para despertarme, repite el saludo y agrega:
«Tenemos que bajar. Llegamos al barrio». Me incorporo, casi doy un traspié al salir del vagón; sigo al compatriota por el andén, sin preguntar nada, por temor de equivocarme y de que me crea loco o drogado. Antes de subir la escalera, cuando pasamos frente al espejo, tengo una revelación, no por prevista menos dolorosa. Quiero decir que el espejo refleja mi pelambre sucia, mi barba rala, de tres o cuatro días; pero lo que francamente me fastidia es comprobar que también en ese momento muevo los labios y, peor todavía, sonrío hablando solo, como un imbécil.
Nuestro viaje (Diario) Selección, prólogo y epílogo de F.B.
PRÓLOGO
El gerente de la casa Jackson me había dicho que estaba preparando una colección de diarios de viaje y que si yo tenía alguno se lo mandara. Cuando releí los míos del 60 y del 64, por motivos que no sabría explicar, me faltó ánimo para publicarlos. Propuse entonces Nuestro viaje de Lucio Herrera. A decir verdad temí que lo rechazaran, tal vez por no corresponder a las expectativas de lectores de obras de ese género. Lo aceptaron e integró uno de los hermosos volúmenes, encuadernados en cuerina roja y con letras doradas, de una de las tantas colecciones que la casa Jackson vendía con su correspondiente biblioteca de madera lustrada. Como parece probable que el diario de viaje de mi amigo Herrera duerma en la salita de gente que no lee, junto al Libro de los Oradores de Timón, los volúmenes de Willie Durant, la edición ilustrada del centenario de Don Quijote y un Martín Fierro encuadernado en cuero de vaca overa, decidí publicarlo en este volumen, de venta en las buenas librerías.
F.B.
NUESTRO VIAJE (Diario de Lucio Herrera)
Buenos Aires. Puerto Nuevo. Enero 3, de 1968. Con agradable sorpresa descubro en el gentío la cara de Paco Barbieri, redonda, de color ladrillo, con ojos redondos, oscuros. «¿Vos también viajas en el Pasteur?», le pregunto. Qué bueno tenerlo de compañero de viaje. Le presento a Carmen. Un rato después, cuando subimos por la escalerilla, Carmen pregunta: «¿Viaja solo?». «Creo que sí.» «¿No será raro, tu amigo?» «En el sentido que pensás, no.» «¿En qué sentido?» «¿Para qué vamos a meternos en eso? Cada cual es como es.» «Qué estúpida. Nunca pensé que tuvieras secretos para mí. Creí que me querías como yo te quiero.» Para no empezar el viaje con una pelea, sacrifico al amigo. «Mirá», contesto. «No sé cómo explicarte. Barbieri es un tipo nada convencional. Dice que las mujeres son el impuesto que pagamos por el placer.» «Y porque dice esa pavada ¿te parece que no es convencional? Yo diría que es un verdadero machista, lo que en este país no es de una originalidad extraordinaria. Para no viajar con una mujer ¿el imbécil viaja solo?» «Sí, aunque él diría que no.» «¿Mentiroso además? Machista y mentiroso. Te participo que empiezo a cansarme de tu amigo.» «Viaja con una muñeca inflable.» «¡No te creo! Si es verdad, está muy enfermo. Ya mismo hay que hablarle. Si no le hablas vos, le hablo yo.» «Te pido que no lo hagas. Por favor, no intervengamos.» «De acuerdo. Es tu amigo. Lindo amigo. Pensándolo bien, a lo mejor estás en lo cierto. A un degenerado así más vale no tocarlo, ni con pinzas.» Le aseguro que Paco es buena persona. Me contesta en tono de burla, pero con mucho enojo: «¿Fuera de eso es buena persona? No digas pavadas. Ya que no debemos intervenir, me harás el favor de mantenerlo a distancia durante todo el viaje». «¿Sabes lo que me estás pidiendo? Paco es mi mejor amigo.» «Quédate con tu mejor amigo. Yo voy a morirme de tristeza, pero eso ¿qué importa? El consuelo es que no vas a tener por mucho tiempo a tu Paco tan querido. Para mí, un enfermo con semejante neurosis revienta pronto.»