A bordo del Pasteur, en alta mar. Enero 14. No sólo Paco Barbieri despierta su animosidad… A cuanto amigo menciono, Carmen, sin prisa pero sin pausa, procede a desmenuzar con toda suerte de imputaciones caricaturescas o calumniosas. Procuro no hablar, ante ella, de personas por las que siento afecto.
Roma. Febrero 8. Habíamos quedado en comer temprano, para llegar a tiempo al concierto, que empieza a las nueve. Celia me dice que la molesto si la miro mientras se viste y se peina. Bajo al salón del hotel. Hojeo revistas, me aburro y después de un rato, cansado de esperar, llamo al ascensor, para ir a buscarla. Cuando se abre la puerta aparece Celia, tan deslumbrantemente hermosa, que olvido los reproches preparados durante la espera, la tomo en brazos, le doy un beso en la frente y le digo: «Gracias por ser tan linda». Nos encaminamos al restaurante Archimede, para comer allá, como todas las noches, pero antes de llegar a la placita de los Caprettari nos detenemos a leer el menú de un restaurante francés. Como veo que el postre del día es Baba au chocolat pregunto a Celia: «¿Qué tal si entramos?». «No puedo creer», exclama. «Pensaba que nunca me llevarías a otro restaurante, que para vos el único era el Archimede.» Ya se sabe: Celia me reprocha una supuesta manía de volver siempre al mismo restaurante; pero no es por manía que la llevo, dos veces diariamente, al Archimede. Si en un lugar nos dan bien de comer y nos tratan como a clientes de la casa, ¿no sería absurdo probar otros y resultar intoxicados? Celia toma entre ojos los restaurantes que prefiero. Como si yo no advirtiera la censura implícita que había en su respuesta, le explico: «Lo que pasa es que aquí tenemos de postre Baba au chocolat, y vos sabes cuánto me gusta». Entramos, pedimos la comida, que por suerte mereció la aprobación de Celia. Concluido el segundo plato, el mozo nos pregunta qué desearíamos de postre. Contesto: «Dos Babas au chocolat». «Siento mucho. No hay tiempo», declara Celia y ordena al mozo que traiga la cuenta. No sé qué le ha dado: su más inveterada costumbre es llegar tarde a todas partes, pero hoy quiere que salgamos para el concierto con media hora de anticipación. Cómo el teatro no queda lejos, llegamos en seguida. «Teníamos tiempo de comer nuestro Baba au chocolat», observo. Me da la razón, pero agrega: «No vamos a llorar por eso». Claro que no, pero tampoco he de ocultar algún fastidio y ¿por qué negarlo? algún resentimiento. Reflexiono: «Por algo a los chicos no les gusta que los dejen sin postre». El concierto de Pavarotti es largo. El público aplaude a más no poder. Admito que yo no entiendo mucho de música, pero hacia el final hay una canción que me gusta de veras y hasta me da ganas de marcar el compás con movimientos de la cabeza, de las manos y de todo el cuerpo. Descubro que se llama Sole mio o algo así.
Roma. Febrero 9. Hoy vamos al cine. Dan una vieja película, El hombre que hacía milagros. A mí me divierte mucho. A Celia, no. Sospecho que no sólo la película la irrita; por increíble que parezca, sospecho que yo también la irrito con mis incontenibles risotadas. Confieso que al advertir su insensibilidad a los méritos de esta película me entristezco, y hasta me ofendo. Llego a pensar que ahí sentados, uno al lado del otro, estamos separados por un abismo. Hay una escena irresistiblemente cómica, en la que el protagonista, en el salón de un club de Londres, hace aparecer un león, ante sus consocios, que pasan del escepticismo sobre los milagros, a un auténtico estado de alarma. ¿Cuál es el comentario de Celia sobre esta situación? «Yo no aguanto más. La escena no está en el cuento de Wells.» No puedo creer que diga en serio semejante pedantería. Continúa: «¡Qué falta de respeto al autor! ¡Qué falta de seriedad!». Se oyen vehementes chistidos del público. «Esta película es del todo estúpida», afirma Celia, sin acobardarse. «Vámonos.» Muy ingratamente sorprendido, casi diré asombrado de mi mala suerte, salgo del cine, detrás de ella. Una hora después, mientras nos desvestimos en nuestro cuarto del hotel, se vuelve hacia mí y como si de repente se le ocurriera una idea muy extraña, pregunta: «¿Te molestó salir antes de que acabara la película?». «Bastante», le digo. Como hablando sola, reflexiona: «No comer el Baba au chocolat te contrarió. No ver el final de esa película estúpida te contrarió. Todo hombre es un chico».
Verona. Febrero 11. Mientras hojea displicentemente la Guía Azul, Pilar comenta: «Habría que ver la tumba de los Scaligero». De pronto la cara se le ilumina y exclama: «¿Cómo pude olvidarlos?». «¿A quiénes?», pregunto. «¿A quiénes va a ser? ¡A los amantes!» Acto seguido me obliga a seguirla hasta la tumba de Julieta, que no está lejos, pero tampoco cerca. Me dice que me ponga de un lado, se pone del otro, estrechamos nuestras manos sobre la tumba y juramos amor eterno. «Y verdadero», dice Pilar. «Y verdadero» repito, a lo que agrego: «Es claro que no estoy seguro de que el mejor sitio para jurar amor verdadero sea una tumba falsa». «¿De dónde sacas que es falsa?» «De tu misma guía. Cuando la leas un poco más detenidamente verás que dice: la supuesta tumba de Julieta. En cuanto al famoso amor de la mujer, que no está enterrada acá, y de su Romeo, figúrate lo que habrá sido: un amor cualquiera, exagerado por los escritores, y al que la afición del pueblo por los prodigios convirtió en sublime.» Si hubiera sabido cómo la afectarían mis observaciones, me callo. Declara que nada me gusta como destruir ilusiones («Lo mejor que puede uno tener»), que soy «desagradablemente negativo» y que tal vez lo que trato de decirle es que no la quiero.
París. Febrero 15. Una noche tibia, para esta época del año. Por la calle Galilée volvemos del cine, rumbo al hotel. Mentalmente me digo: «Tranquilo. No te impacientes. Para lo que más te gusta ya falta poco». Tan abstraído estoy, o tan silenciosa y vacía está la calle, que la voz de Justina me sobresalta. «¿En qué pensás?», pregunta. «No sé…» «¿Cómo no vas a saber? Debió de ser algo muy lindo, porque sonreías.» «Pensaba», digo mientras miro su cara expectante, confiada y tan hermosa que por unos segundos olvido lo que voy a decir… Me recobro y sigo: «Pensaba que por suerte ya falta poco para que hagamos lo que más nos gusta y que un bienestar incomparable vendrá después, una verdadera beatitud por la que sin darnos cuenta vamos a deslizamos en el sueño». Me siento inspirado, poéticamente inspirado, al decir mi discursito. Juntos, de noche, en París, tan lejos del mundo de nuestras rutinas: ¿no será como casarnos de nuevo y alcanzar otra culminación en nuestra vida? La voz de mi mujer me sobresalta, esta segunda vez, de manera diferente. «Yo creía que te acostabas conmigo porque me querías», dice. «Pero no: es para sentirte bien, para dormir mejor. Para eso los hombres buscaron siempre a las prostitutas.» «Qué agradable sería descubrir que habla en broma» pienso. Habla en serio. «Lo más cómodo: estar casado con la prostituta. Más cómodo todavía si no se ofende. Yo me ofendo.» Mi única esperanza es que se le pase el enojo. No se le pasa. En silencio llegamos al hotel, subimos al cuarto, nos metemos en cama. La oigo respirar. La miro: se ha dormido, con un ceño que expresa furia. Hay que buscarle una salida a la situación. Intento el recurso que no falla. Muy suavemente la pongo de espaldas, le aparto las piernas, la abrazo. Me empuja, sin enojo tal vez, pero con tristeza. Me dice: «No me entendiste. Me has ofendido. La gente frívola olvida las ofensas. Yo no». Me da la espalda y apaciblemente retoma el sueño.