París. Febrero 16. Mientras espero a Justina, converso, en la Recepción del hotel, con la rumana que ahí trabaja. Me refiere que un argentino muy correcto y agradable estuvo en el hotel, hace poco: un señor Paco Barbieri. Cuando aparece Justina, la rumana está contándome que Paco había estado bastante enfermo, con gripe. Al oír esto Justina comenta: «Ya te lo previne. Va a reventar pronto».
París. Febrero 17. En un Sport-Dimanche que alguien dejó en la del hotel de Roma pude enterarme de que hoy juega Reims con Paris-Saint Germain un partido que por nada quiero perder, porque el 9 de Reims -el centro forward, como decíamos en mi tiempo- es nada menos que Carlitos Bianchi. Desde que leí eso, no pierdo ocasión de recordar mi firme propósito de ir el domingo 17 al estadio del Park aux Princes: táctica de ablandamiento, para que Justina comprenda que no voy a estar a su disposición para ir al museo del Louvre o a un concierto en la sala Pleyel. En lo relativo al propósito, mi táctica dio buen resultado. Justina sabe que voy al partido. Lo que no preví es que al darle tiempo para pensar en la cuestión, podría ocurrírsele la insólita idea de acompañarme a la cancha. Desde luego se le ocurrió y desde luego acepté complacido. En cualquier lugar, a su lado me siento feliz. El hecho de que sea tan linda ayuda. No negaré que, por lo menos mentalmente, me pavoneo… Tampoco debo ocultar que por regla general soy contrario de ir a la cancha con mujeres. Hoy compruebo que tengo razón. Al comienzo Justina finge interés y pide explicaciones que estorban mi concentración en el partido. «¿Qué es un penal?» «¿Qué es un córner?» «¿Por qué se interrumpió?» Después, en medio de una extraordinaria jugada de Carlitos, que sortea las defensas de Paris-Saint Germain y mete un gol para la historia, contesto: «De acuerdo, de acuerdo, pero convendrás conmigo que no hay un goleador como Bianchi». He de ser un gran iluso porque imagino que puedo hablar de fútbol con la mujer amada. Ella responde con una pregunta: «¿Bianchi? ¿Quién es ése? ¿Otro amigo tuyo?». En el segundo tiempo se impacienta, de tan aburrida que está, y antes de que el partido concluya, con el pretexto de que debemos evitar la aglomeración, me toma de una mano, se levanta, me dice: «Vamos, vamos». No queda otro remedio que seguirla. Me indigna pensar que nunca sabrá el sacrificio que me impone. En mi fuero interno soy un mártir, porque me voy de la cancha en este momento, y un faquir, porque no tengo una palabra de queja.
París. Febrero 20. Justina cayó en cama con un fuerte resfrío, que pronto se transformó en gripe. «Lo pesqué en ese partido que no acababa nunca», se lamenta. Voy al cine, paso un rato agradable; sin embargo la extraño. Recapacito: «No debo extrañarla. Una mujer así, primero te arruina el ánimo, después la salud. La única solución es el divorcio». Lo sé, pero no me resuelvo… A veces, para darme coraje, apelo a reflexiones un poco absurdas. «Es cuestión de vida o muerte», digo, como si lo creyera. Ando solo por las calles de París. Como alma en pena, aunque tranquilo.
Manresa. Montserrat. Febrero 24. Pasamos por Manresa, una ciudad rodeada de viñedos. Luisita me pide: «Pará frente a ese café». «Vamos a llegar tarde.» «No importa. Quiero tomar un carajillo. Para tonificarme ¿sabes? ¡Quién te dice que lo de Montserrat no resulta cuesta arriba!» «Va a resultar.» Entramos en el café. Por si acaso, yo no hablo; Luisita ordena: «Por favor, dos carajillos». El hombre pregunta: «¿De ron o cognac?». «De cognac.» Nos traen dos tacitas de café a medio llenar, en las que echan un buen chorro de cognac. Estamos en eso cuando, sin poder creerlo (¿ya me emborrachó el carajillo?), veo a Paco Barbieri, que va hacia el mostrador. Me levanto, nos abrazamos. Lo noto cansado, como envejecido, con la cara menos colorada que de costumbre. Me acompaña hasta la mesa. Tal vez porque está cansado o porque Luisita no se esfuerza en retenerlo, se va en seguida. Pensando en voz alta murmuro: «Lamento que se vaya tan pronto». «Yo no», contesta Luisita. «¿Viste cómo está?» «Admito que me pareció algo cansado.» «¿Algo cansado? ¡Está deshecho! El muerto que camina.» «Cruz diablo» le digo. Replica: «Te apuesto lo que quieras que no volvés a verlo. Vivo, se entiende». En el trayecto a Montserrat no abro la boca. Si debo contestar algo, me limito a monosílabos. Luisita no pregunta qué me pasa. Al llegar a Montserrat, dice: «Dejemos el coche aquí». «¿Vamos a subir a pie?» «A pie.» Emprendemos la cuesta, pero muy pronto confiesa que no puede subir un metro más. «Yo tampoco», digo. Por una vez, con Luisita, estamos de acuerdo. Paramos un autocar. En él vamos hasta la cima; un rato después bajamos. Estamos tan cansados que, al pasar por donde dejamos el automóvil, por poco nos olvidamos de pedirle al chofer que pare. En Manresa, Luisita me dice: «Quiero tomar otro carajillo». Cuando entramos en el café ocurre el segundo encuentro con un amigo: Mileo, un compañero de quinto año del colegio Mariano Moreno, que antes de alcanzar la mayoría de edad había montado un taller para fabricar faros de automóviles, lo que provocaba mi admiración. Le pregunto: «¿Seguís copiando los faros Marshall?». «¿Te acordás?» me dice. «Fue un sueño de juventud que no duró mucho. De un día para otro desaparecieron los guardabarros, los estribos, los faros a la vista, y yo me encontré fabricando accesorios para automóviles inexistentes.» Le digo: «¿A que no sabés con quién estuvimos hace un rato? Con Paco Barbieri». «Yo también. ¿Y sabes la brillante idea que tuvo? Subir a pie a Montserrat. Quedó deshecho.» «Aquí hay una conocida mía que tuvo la misma idea» digo, señalando a Luisita. «Por suerte no tardó en pedir la toalla y seguimos la cuesta en autocar.» En cuanto se va Mileo, observa Luisita: «No sé con cuál quedarme. Con el degenerado o con el soñador de accesorios para automóviles en desuso. Lindo muestrario de amigos». Creo que en todo el trayecto a Barcelona no volvimos a hablar.
Río de Janeiro. Marzo 15. Parece que el barco va a recoger mucha carga y que no zarparemos hasta mañana por la mañana. Propongo un paseo a Petrópolis. Margarita quiere ir a la playa de Copa Cabana. Le doy la razón: el baño de mar es agradable y menos cansador que un viaje en auto. Almorzamos en un hotel. Después acompaño a Margarita en sus compras. No sé cómo consigue que tres o cuatro compras le lleven toda la tarde. Puedo decir, nos lleven. Felizmente la convenzo de comer en el barco. Los plantones en diversos negocios me cansaron extraordinariamente. Lo que más deseo es meterme en cama. Para mi desgracia la camarera dio a Margarita una dirección donde esta noche podremos ver una macumba muy interesante. «El artículo auténtico. No esas macumbas para turistas, que todo el mundo ha visto.» Argumento como puedo, pero en vano: le digo que toda macumba es una impostura. Margarita se enoja, me llama cobarde y se aflige por mi falta de curiosidad. Encaro el programa de esta noche ¿por qué negarlo? con la falta de curiosidad más absoluta y con una pereza próxima al miedo. Después de comer en el barco, salimos en taxi en dirección a un barrio llamado Ciudad Vieja: muy pobre, muy poblado. Las casas -la palabra es casuchas- son de madera. Nos detenemos frente a una de piso alto. Subimos la empinada escalera y nos internamos en un estrecho corredor hacia una puerta. Margarita la abre, sin decir «permiso» y entramos en un saloncito redondo. Creo poder afirmar que los que están ahí nos miran con desaprobación. En el centro algunas mujeres bailan, más bien giran y por último caen en medio de convulsiones epilépticas. Muchachas de amplias faldas, con volado, las recogen. Hay un señor, una suerte de jefe, mulato, que viene a ser el sacerdote. No sé por qué, tal vez por nerviosidad, Margarita se tienta de risa. Mujeres furiosas se arremolinan y un hombre insinúa el ademán de sacar un arma. Si el macumbero no nos toma bajo su protección, cualquier cosa puede pasarnos. El hombre nos dice: «Ahora es mejor que se retiren. Si les ofrecen un charuto o una bebida, no acepten. No entren en ningún café. No tomen el primer taxi que vean, sino el que voy a llamar para ustedes». Mientras bajamos los crujientes escalones, Margarita me susurra: «Hay que desconfiar de ese brujo. No esperemos el taxi que llamó. A lo mejor nos quiere secuestrar». Antes de que pueda impedirlo, Margarita cruza corriendo la calle y se mete en un taxi. El taxista cierra la puerta y, haciendo rechinar las gomas, a toda velocidad, se lleva a Margarita, para robarla, para secuestrarla, para violarla o para matarla ¿qué sabe uno? Miro hacia todos lados con desesperación y veo que llega un taxi, seguramente el del candombero. Lo tomo, como puedo explico y emprendemos una carrera tan alocada que me pregunto si el chofer no trata de asustarme para que no advierta que la persecución ya es inútil. No bien formulo ese pensamiento, veo que damos alcance al otro coche, cuyo chofer abre una puerta y de un empujón arroja a Margarita. Faltó poco para que la atropelláramos. La recogemos temblorosa, tumefacta y sollozante. Con gran dificultad persuado al taxista de renunciar a la persecución. «La señora está muy asustada», explico. Debe de estarlo porque al oír esta afirmación no protesta.