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– ¿Martelli, supongo?

– ¿El doctor Guibert?

– Florita me habló de usted. ¿Le gusta la región? ¡No tanto como a mí!

– Me gusta mucho.

– ¿Va a quedarse un tiempo?

– Unos días. Vine a reponerme…

– No me diga que está enfermo.

– Estuve.

– ¡Y yo que suponía que vendía salud! ¿Qué le pasó?

– Una hepatitis.

– Casi nada. ¿Quedan secuelas? Apuesto que no es el de antes. Fastidiado contesté:

– Estoy perfectamente. -Al ver que le temblaban las manos, me di el gusto de agregar-: Y, lo que no todos pueden decir, libre de Parkinson.

– ¿Cómo se le ocurrió venir al lago Quillén?

– Mi amigo Thompson me ofreció la casa. Yo quería respirar aire puro y no tener preocupaciones.

– Diga, más bien, para cambiar de preocupaciones… ¿o no sabe que donde uno va las encuentra?

Pensé que por viejo y sabio que fuera no tenía por qué tratarme con ese tonito superior. Para pagarle en la misma moneda, apunté al cuadro y pregunté:

– ¿De dónde sacó esa belleza? Con una sonrisa contestó:

– Yo tampoco entiendo de pintura. Es un Ave Fénix de Randazzo.

– Un ¿qué?

– Un cuadro de Willie Randazzo. Un pintor bastante conocido y, además, amigo de Florita. ¡Pero acá está ella!

La muchacha le anunció:

– Me voy a almorzar con Martelli.

Poniendo una mano sobre mi hombro, dijo Guibert:

– Se lleva a mi sobrina. Cuídela. Es una persona maravillosa.

De esto último yo estaba seguro y el pedido me conmovió. Pensé: «Hay que ser precavido. Esta chica me gusta demasiado». Cuando salimos de la casa, Flora me tomó de una mano y me obligó a correr. Dijo:

– Vamos por detrás de los árboles. El camino es tan lindo como por el borde del lago.

«Pero lleva más tiempo», me dije.

No llegamos tarde. La señora Fredrich recibió a Flora con grandes muestras de alegría y afecto, que fueron breves porque su verdadera preocupación era que la comida no se pasara. Toda comida de la señora Fredrich es única, provoca comentarios elogiosos y le deja a uno de buen ánimo.

Cuando la señora se retiró, nos besamos junto a la chimenea. Tomé de la mano a mi amiga y la llevé al dormitorio. Como en el bosque, la abracé con tanta avidez, que pensé: «Debo controlarme. He de parecer loco», pero no tardé en advertir que la avidez con que me abrazaba Flora era tan extrema que me pregunté si no debía cuidarme, porque todo exceso a la larga perjudica la salud.

A eso de las cuatro, Flora dijo que tenía que irse. Encontramos a la señora Fredrich en el living y Flora se puso a conversar con ella. Como yo tenía la intención de acompañarla hasta su casa, recapacité que tal vez refrescara y que más valía llevar un pañuelo para el cuello. Fui a buscarlo a mi cuarto y allí, colgado en la percha, vi el sobretodo. En un segundo arrebato de prudencia me lo puse y entonces oí, sin querer, la conversación de las mujeres.

– ¿Con Randazzo todo sigue igual? -preguntó la señora.

Flora contestó:

– Igual, no.

– ¿Pero sigue?

– No sé. No sé nada. Estoy confundida.

– Pobrecita.

Soy muy celoso. No exagero: la sangre se me heló. El corazón me palpitaba audiblemente. Como temía que se me notara el sobresalto, me recosté en la puerta y, antes de salir, conté hasta cien.

La señora Fredrich nos acompañó por el jardín, nos abrió la tranquera. Apenas nos habíamos alejado tres o cuatro pasos, cuando Flora exclamó:

– Ahora sé cómo te quiero -para comunicarme en seguida, en tono levantado y triunfal-: Me vas a llevar por el borde del lago.

– Bueno -contesté, con una vocecita que a mí mismo me pareció desagradable.

Resueltamente me tomó de la cintura y me obligó a correr a su lado.

– Ni se te ocurra que tengo apuro por llegar. Corro porque estoy feliz.

– Se hace tarde -señalé.

Flora no oyó, o no hizo caso. Dijo:

– Qué día maravilloso. Te quise entre los árboles y te quise más después de almorzar.

La idea de que Flora tuviera otro hombre me perturbaba, y que fuera tan linda me provocaba despecho. Yo he de ser demasiado sensible, demasiado franco. Me dije que si estaba ansioso por aclarar las cosas, tal vez lo más expeditivo fuera pedir una explicación. Me exponía, desde luego, a irritarla y a que mintiera. No debía prevenirla, si quería descubrir la verdad.

– ¿Te pasa algo? -preguntó.

– No estoy bien -contesté.

De nuevo me había salido la vocecita desagradable e hipócrita.

– Si no estás bien, no me acompañes. Yo siempre ando sola por acá. Te hago una recomendación: no te acerques mucho al borde del lago. Es peligroso.

Pensé: «Ha de creer que estoy mal de salud, que voy a perder el equilibrio y caer al agua». Por poco le aclaro las cosas. Me ofendía bastante que no entendiera que ella tenía la culpa.

Creí que no bien la dejara me sentiría más tranquilo. Me equivoqué. En cuanto estuve solo, me encontré ansioso y contrariado. Felizmente la señora Fredrich me sirvió un té con scones, tostadas y mermelada de frambuesas. Comí copiosamente y recuperé el bienestar. Alguna parte en esto habrán tenido los dos amores del día. Después de larga abstinencia, el amor físico entona. Repetirlo fue quizá un exceso; me cuidaría la próxima vez.

De Flora recibiría cuanto me diera de bueno, sin comprometer el alma. Creo que me dije: «Pruebas no me faltan de que es una mujer fácil; de fácil a promiscua no hay más que un paso… Debo defenderme, porque soy muy sensible y no quiero sufrir».

Pasé las últimas horas de la tarde, con un libro, junto a la chimenea. Después de una comida exquisita, a la que celebré como corresponde, dormí hasta el día siguiente.

Desperté en admirable estado de ánimo y mejor estado físico. Reprimiría las ganas de ver a Flora, así como la impaciencia por averiguar la verdad sobre mi rival. Para conseguir una cosa y otra, seguiría literalmente su recomendación: en mis caminatas evitaría el borde del lago; me alejaría en dirección contraria, hasta llegar al pueblo. A la tarde, en el bote, me daría el gusto de pescar. De todos modos consideraba el día que tenía por delante como un experimento duro, del que esperaba salir fortalecido. ¡Qué hubiera dado por ver inmediatamente a Flora!

El paseo de la mañana fue llevadero. La gente de la zona me pareció bastante afable. Compré, en el pueblo, un poncho tejido por los indios y Licor de las Hermanas, que según comprobé en más de una oportunidad contrarresta desórdenes estomacales, frecuentes en todo hombre goloso, como yo. Procuro siempre tener una botellita en mi botiquín.

Durante el almuerzo, la señora Fredrich no habló de Flora y, por mi parte, me privé de mencionarla, para no parecer ansioso. Me hubiera gustado que la señora me dijera que en algún momento de la mañana mi nueva amiga había llegado hasta la casa, para preguntar por mí. La sola idea de que tendría que pasar toda la tarde y toda la noche antes de estar de nuevo con ella, me provocaba una suerte de vahídos; pero recapacité que no debía flaquear, si quería que el sacrificio de no verla sirviera de algo.

Mientras preparaba carnada y moscas, recordé una frase que suelo decir a quien quiera oírme: para mí no hay otro paraíso que una tarde de pesca. No falto a la verdad, sin embargo, sí confieso que al poner en funcionamiento el motor del bote, sentí más resignación que expectativa: en verdad todo lo que no fuera ver a Flora me irritaba como una imperdonable pérdida de tiempo.

Dejé correr la línea, de modo de arrastrar la mosca bien lejos del bote: avancé con extrema lentitud, para que el ruido del motor no espantara la pesca. En cuanto llegué al medio del lago, el bote comenzó a hamacarse como si, desde abajo, algún monstruoso animal lo sacudiera, empeñado en tirarme al agua. Atiné a manotear el acelerador: con un sacudón el bote se liberó. Miré hacia atrás, por temor de que me persiguieran. Vi por un instante, o creí ver, en el blanco de la estela, una mancha de sangre. Aunque iba a toda velocidad, el trayecto hasta el embarcadero me pareció interminable. Desde tierra firme eché una mirada al lago, que estaba tan sereno como siempre, y entré en la casa. Puedo afirmar que tuve que cerrar la puerta para sentirme seguro. La señora Fredrich calmosamente exclamó: