Ignoro a santo de qué me puse a discutirle y sostuve que el mejor momento de la vida llegaba a los hombres después de los treinta y quizá después de los cuarenta. Como no me contestó, ensayé una pregunta:
– El salmón ya viejo ¿vuelve a morir en el río o lago natal?
– Desde luego, pero eso no viene al caso -dijo y continuó la explicación.
Injertar la glándula de un pez en organismos de otra especie trajo dificultades que fueron superadas. Flora dijo que escuchaba con atención las explicaciones de su tío y que después las comentaba con Randazzo. Tiempo atrás, Randazzo le había dicho: «La suerte de encontrarte me llegó junto con la desgracia de cumplir sesenta años». Al enterarse de las investigaciones de Guibert, le pidió a Flora que lo pusieran en la «lista de espera de conejitos de la India». Por su parte Guibert, al principio, alegó que el margen de seguridad de su procedimiento aún no permitía ensayos con personas. De todos modos, como no era mayor la ansiedad de Randazzo porque lo rejuvenecieran, que la de Guibert por intentarlo, este último se dejó convencer, aunque previno que recién implantada la glándula no produciría rejuvenecimiento; que esto llevaría algún tiempo, como en el salmón… «Si le entendí bien», habría dicho Randazzo, «el salmón no rejuvenece hasta que sale al mar.» «No, es al revés: el salmón no sale al mar hasta que rejuvenece. Emprende la gran aventura cuando siente la renovación de su juventud. Para su tranquilidad, recuerde que todo salmón sale al mar. Es decir que la glándula nunca falla.»
Contó Flora que en el laboratorio de su tío, en la misma casa donde estábamos conversando, le injertaron a Randazzo cuatro glándulas, porque el cuerpo humano es mayor que el del salmón. No hubo rechazo. Se recuperó el hombre y tan bien lo encontraron tío y sobrina que muy pronto creyeron descubrir síntomas de un incipiente rejuvenecimiento. Se presentaron, sin embargo, a los pocos días, una complicación respiratoria y una suerte de irritación en la piel. Randazzo tuvo ahogos repetidos, crecientes. Guibert le sacó una radiografía de tórax que mostró los pulmones seriamente disminuidos. A pesar de los remedios vasodilatadores, la afección se agravaba. En cuanto a la piel, lo que hubo fueron escamaciones.
A los pocos días, en una segunda radiografía, los pulmones parecieron marchitos. Flora creyó ver la aparición de otros nuevos. Esto reavivó sus esperanzas, pero Randazzo tuvo un principio de asfixia. El doctor Guibert actuó. Ante los ojos espantados de Flora y sin decir palabra, lo llevó hasta el borde del lago, le dio un empujón y, ya en el agua, lo tomó de la cabeza y lo mantuvo sumergido. Flora trató de rescatar a su amante, pero sorprendida vio que nadaba bajo el agua. Lo que ella había tomado por nuevos pulmones eran branquias. A cada rato, Randazzo emergía del agua, tapándose la nariz, y con voz apagada gritaba: «Nunca le perdonaré lo que me hizo». «Me las va a pagar.» «O me manda a Flora o lo mato.» Ella no se resignaba a dejarlo en el agua y tuvo con él una larga conversación, que lo fatigó notablemente. Cuando Flora le dijo: «Mi tío no podía saber que en lugar de pulmones tendrías branquias», Randazzo repetidamente se asomó para gritar: «Lo sabía, lo sabía. Probó con animales». Flora le preguntó si tenía frío; parece que en el primer momento, sí, pero que pronto se acostumbró. «¿Te acordás de que se me escamaba la piel? ¡Ahora tengo escamas! Te aseguro que si algún día salgo del lago, la única esperanza de tu tío es desaparecer.» «Físicamente no sufro», decía Randazzo. «Pero no veo cómo voy a resignarme a no pintar.» Esta consecuencia, que conmovía mucho a Flora, no sé por qué me daba ganas de reír. Parece que una de las causas más permanentes de la furia de Randazzo fue mi relación con Flora. Dijo que a ella no le haría nada, pero que mataría a Guibert y a mí. ¿Por qué a mí, que ni siquiera sabía de su existencia, que nunca tuve intención de perjudicarlo y que si le robé el amor de Flora, fue obedeciendo a leyes de la naturaleza, que no dependen de nuestra voluntad? Flora le hizo ver que si lo mataba a su tío, jamás podría ella reunirse con él. «El día que vengas al lago, a ése lo perdono. Te lo juro.» Se metió en el agua; cuando se asomó de nuevo, gritó: «Para el otro no hay perdón». Volvió a sumergirse; se asomó trabajosamente para gritar lo que ya habían oído: «No hay perdón». ¿Para qué negarlo? Me felicité de que el majadero estuviera donde estaba.
Según Flora, Randazzo no dudaba de que ella convencería a Guibert de operarla.
– Cree en mi amor -dijo, moviendo la cabeza y estuve por creer que a último momento calló las palabras: «No como otros»; siguió diciendo-: Y lo peor es que dudé al principio. Todo me asustaba. La frialdad del lago y el cambio de vida. Vivir entre animales que aborrezco. A mí no me gustan los pescados.
Cuando le llegara el rejuvenecimiento a Randazzo ¿tendría que acompañarlo en la excursión por el mar? La idea la asustaba. Sin embargo, habló con su tío, para convencerlo de que le injertara las glándulas. Al principio no quiso oírla. Exclamó: «¿Cómo se le ocurre a Randazzo que voy a salmonizar a mi sobrina más querida? Por tu edad no tiene sentido el injerto y todavía el experimento no está suficientemente probado. Cuando operé a Randazzo no sabía que la glándula tuviera esos efectos sobre el sistema respiratorio. Cometer una vez un error así es imperdonable. La segunda vez no sería error». En un arranque de curiosidad pregunté a Flora de qué se alimentaba Randazzo. Contestó en seguida:
– Supongo que de pescados más chicos.
Se ruborizó y explicó que al principio le daban comida habitual, que resultaba trabajosa, porque se dispersaba en el agua. El alimento de pescados fue bien recibido, pero venía en dosis insuficientes. Tal vez por esto Randazzo, que se impacientaba pronto, un día le dijo que no se molestara más en traerle comida. «Desde entonces, el pobre tuvo que imitar las prácticas de los demás habitantes del lago.»
Flora sostuvo que Randazzo era un hombre fuerte, que siempre lograba lo que se proponía. A continuación me confesó que el día en que nos conocimos ella apostó por mí, como un jugador que pone todas sus fichas, toda su fortuna, a un número. El número no se dio.
– No te culpo -dijo-. Me aferré a vos como a una tabla de salvación. Creí que el destino te había mandado, que había una prodigiosa afinidad entre nosotros.
– La hay -protesté.
– Hasta cierto punto… Mi aspiración era un poco absurda. Yo quería encontrar el amor de mi vida, un amor que me permitiera, sin remordimientos, dejar a Randazzo en ese mundo tan distinto, que ahora es el suyo.
Dijo que mi conducta le provocó un doloroso, pero en definitiva deseable, despertar. Fue para ella evidente que yo no la quería como Randazzo.
Le pregunté por qué Randazzo había intentado volcar mi bote.
– Porque te vio conmigo. Porque es celoso como vos, pero muy violento. Dice, además, que le lastimaste un brazo con la hélice.
– Quiso dar vuelta el bote. Ha de tener la ferocidad instintiva de los bichos que viven bajo el agua.
– De ningún modo. Si comprende que alguien obró bien, es capaz de dejar de lado cualquier resentimiento. Es muy noble y muy comprensivo. Te aseguro que si mi tío me opera, Willie lo perdona. Como oís, lo perdona.
En este punto, Flora prescindió de cierta dureza, mínima pero aparentemente irreductible, con que hasta entonces me trataba y al continuar su argumentación declaró que si yo la quería como aseguraba, Guibert podría operarnos. Con tremenda sorpresa oí esa palabra.
– ¿Operarnos? -pregunté.
– Si crees un poco en mí (yo no te fallé) debes creer en lo que te digo: podemos vivir los tres en armonía, porque Randazzo me quiere suficientemente para compartirme con otra persona.
No niego que mi primera reacción fue de auténtica alarma. Instintivamente la disimulé, pero obré con la íntima convicción de que debía, ante todo, sujetarme con uñas y dientes a este mundo nuestro, para no dejarme arrastrar a ese otro, misterioso y amenazador, donde estaba el infeliz Randazzo. En segundo término, pero no con menos determinación, yo debía retener a Flora. Me mostré escéptico en cuanto a las probabilidades de que Randazzo me tolerara. Flora dijo que lo conocía mejor que yo. Pedí entonces que postergáramos un poco nuestra operación, ya que el 19 me iría por dos días a Buenos Aires, por una escritura de mi vieja clienta la señora de Pons. Insistí en que no estaría allá más de dos días. La reacción de Flora fue curiosa. La excusa -porque así tomó mis palabras, como una excusa- le pareció cómica, no entiendo bien por qué, y sin embargo la entristeció, lo que sí me pareció comprensible, porque una separación siempre es dolorosa. Como no la convenció nada de lo que dije, recurrí al argumento de que por más que se aviniera Randazzo, yo no me avendría a compartirla. Mientras alegaba esto, temía que Flora me dijera: «Entonces tu cariño por mí es menor que el suyo» pero no dijo eso y, asombrosamente, pareció conmovida. La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cierta cuándo está ganando o perdiendo. Creí que había logrado un punto a mi favor; lo logré, pero me acercó al peligro. En efecto, Flora me dijo que yo debía sobreponerme, que no debía permitir que los celos impidieran que viviéramos juntos y que la idea de compartirla, por intolerable que ahora me resultase, con el tiempo sería llevadera y entonces realmente los tres alcanzaríamos la felicidad.