– Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
– No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo xix, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
– Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.
A PROPÓSITO DE UN OLOR
En la noche del jueves el profesor Roberto Ravenna suspiró varias veces, pero a la una de la madrugada lanzó un quejido. Después de leer el último trabajo había encontrado, en la maraña de su mesa, una pila con otros diez.
Hombre de humor excitable, necesitaba, para reponer el desgaste cotidiano, largas noches de sueño; todas las de aquella semana, por diversos motivos, fueron demasiado cortas. Estaba cansadísimo. La lectura de las monografías reavivó, como siempre, su rencor por los estudiantes. «No es para menos» decía. «Están los que no saben nada y está el que sabe algo pero redacta de un modo que da ganas de corregirlo a patadas.»
A las tres y media había concluido. Tambaleando llegó al borde de la cama, donde se desplomó, sin quitarse la ropa.
Destemplados golpes en la puerta lo despertaron. Tras un momento de perplejidad, comprendió que para acallarlos no le quedaba otro remedio que levantarse e ir hasta la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó.
– Abra.
– ¿Quién es?
– Abra, abra. Soy Venancio. Venancio, el payaso.
«El 6.º B» recapacitó Ravenna. En la casa, todo el mundo se conocía por el número del piso y la letra del departamento. Doña Clotilde, la portera, así los llamaba y ellos, bajo su ascendencia, adoptaron la modalidad. Sin abrir preguntó:
– ¿Qué le sucede?
– Pero ¿cómo «Qué me sucede», doctor Ravenna? Lo mismo que a usted y al resto del edificio. ¿No siente el olor?
«Con tal que no haya un incendio», pensó Ravenna, que vivía en el 7.° A, el único departamento del último piso y ya se imaginaba corriendo escaleras abajo, sofocado por el humo. Resignadamente entreabrió y en el acto debió apelar a toda su fuerza para rechazar los embates del 6.º B que, empleando el hombro como palanca, intentaba abrirse paso. A tiempo manoteó el picaporte, con la otra mano se afirmó en el marco de la puerta y pudo recuperar, a golpes de pecho, los centímetros de su departamento que el payaso había invadido. Jadeante, pero con la satisfacción de la victoria, exclamó:
– No le permito.
– Le juro, no soporto más el olor. Tengo que averiguar de dónde viene.
– No huelo nada, y en casa no hay ningún incendio, le aclaro.
– ¿De qué incendio me habla?
Al oír esto Ravenna se tranquilizó. Ya no tuvo más preocupación que la de volver a la cama. En tono casi amistoso dijo:
– Entonces usted se va y me deja dormir. Yo me caigo de sueño.
– Sin ánimo de ofender, doctor, ¿me cree estúpido?
La pregunta lo sorprendió por venir de un hombre tan extremadamente cortés que en los encuentros en el ascensor podía volverse engorroso. Ravenna replicó:
– Y usted ¿qué me está sugiriendo?
– Según informaciones de buena fuente, el doctor da clases en la Facultad de Veterinaria. Para ser exacto, en la Clínica de Animales Pequeños.
– Exacto.
– ¿No habrá traído algún animalito, llámelo perro o gato, en completo estado de putrefacción?
– Está mal de la cabeza.
– ¿Pretende que el olor no viene de ninguna parte?
– Le repito: no siento el más mínimo olor.
– Porque se acostumbró. Cuando uno tiene la osamenta en casa, prontito se acostumbra al mal olor. Usted trabaja, no le discuto, en experimentos útiles para el género humano. Permítame que entre y dé una ojeada. Le prometo, doctor Ravenna: si pensé lo que no es, no vuelvo a molestarlo.
– Estaría bueno que yo deje entrar en mi casa al primer loco que alega un olor imaginario. El 6.° B contestó:
– No diga «imaginario», cuando no aguanto ese inmundo olor en las narices. Si no descubro de dónde viene me vuelvo loco.
– ¿Por qué no prueba con la señora Octavia, del 6.° A?
– ¿Le parece? Una señora tan altanera, señorona es la palabra, que impone respeto. Créame doctor: yo no me atrevo.
– Atrévase. A lo mejor tiene suerte.
Cerró con llave y colocó la tranca. Miró el reloj. «Qué desastre», dijo. Eran las cuatro y cinco de la madrugada. Esa noche había dormido un cuarto de hora. Aunque sentía dolorosamente el peso del sueño, la curiosidad prevaleció: tratando de no hacer ruido volvió a abrir, salió al rellano en puntas de pie, bajó por la escalera hasta promediar la curva y, parapetado en la baranda, observó cómo el 6.° B golpeaba la puerta del 6.° A, primero con timidez, luego frenéticamente. Al rato, la señora asomó la cabeza con lo que parecía una corona de espinas; eran ruleros. El 6.° B se apresuró a explicar:
– Es por el olor, señora. El olor que viene de acá, de su departamento.
La señora lo apartó de un empujón, o puñetazo, en el pecho y, antes de cerrar, exclamó:
– ¡Cómo se le ocurre!
En puntas de pie Ravenna subió los peldaños que había bajado, entró en su departamento, cerró la puerta y se tiró en la cama, con una sensación de alivio parecida a la dicha. En algún momento soñó con los hechos que un rato antes habían ocurrido. Cuando oyó de nuevo los golpes, astutamente se dijo que podía no hacer caso, porque sólo eran parte de un sueño; entonces la violencia de los golpes lo despertó. Se dijo: